Arias tristes by Wim Wenders
Paris-Texas, BerlÃn, Lisboa, La Habana y Tokio, oda al extrarradio
Cuando el niño era niño / andaba con los brazos colgando, / querÃa que el arroyo fuera un rÃo, / que el rÃo fuera una corriente /y este charco el mar
Cuando el niño era niño / no sabÃa que era niño,/ para él todo estaba animado / y todas las almas eran una.
Cuando el niño era niño, segundo de EGB quizás, leyó en su libro de texto (¿de qué si no?) y, más que leer, enfocó su vista un poema azaroso, en el ángulo muerto de una página par. Poema que probablemente no entendió, pero la eufonÃa de su tÃtulo le acompaña hasta la fecha actual: Arias tristes.
Platero, Zenobia, Puerto Rico, el billete de 2.000 pesetas. El calado memorÃstico del vetusto Ayer, con mayúscula, empieza a vencer al del ayer literal, que no literario. Manuel de Falla, RosalÃa de Castro, Pérez Galdós…, la paga cambia de color y el niño va mutando las pieles despojándose de su condición de tal.
Quien en su dÃa vio El cielo sobre BerlÃn, seguramente recuerde estos versos iniciales de Peter Handke, estilografiados en la pantalla a la par que pronunciados por Bruno Ganz (Als das Kind Kind war…), como si, caligrafÃa y dicción, fueran anverso y reverso de un mismo arrebato. Dicción y caligrafÃa (con)fundidos en las coordenadas espacio-tiempo del papel secante. La escritura deslizándose sobre la pista de hielo en blanco.
Wim Wenders inocula dicha y esperanza a partir de desdichas y pesares; de condimentos agridulces, tonos sepia, escalas de grises, rictus imperturbables y planos contemplativos. La última vez que salà del cine con una sonrisa esbozada en el rostro y el ánimo reavivado fue a propósito de Perfect Days. Su protagonista (el actor Koji Jakusho), un anacoreta agazapado y a salvo de la metrópolis digital circundante, logra a diario arrancar a su leñoso rostro un par de sonrisas revitalizantes. Asistimos a su rutinaria cruzada por los retretes futuristas del Tokio, reponiendo papel higiénico y enjugando con denuedo hasta el último átomo de orina. Por instantes, habrá incluso quien anhele su ingrato trabajo. Su curiosidad, reseteada a diario, se deja vencer ante lo imprevisible, pero también ante lo previsible de la jornada laboral. El encanto de lo cotidiano, de lo cÃclico, del rito nunca se le empachan. Ajeno por completo al coltán y sus derivados.
Su rostro transmite más sosiego, felicidad y bienestar que la histrionÃa desatada de las redes, las plataformas, los foros… rebosantes de confeti y purpurinas. Ese triunfalismo digital, que se ha apoderado de nuestra existencia paralela, parece ser la única divisa válida del avatar. Por el contrario, cada noche, cuando el solitario personaje de Jakusho, se postra en su tatami y, bajo la soledad del flexo, invoca con una una breve lectura nocturna a Morfeo, una sensación de plenitud invade al espectador y aquel obtiene su recompensa: un leve y reparador ronquido.
De BerlÃn a Tokio, de Habana a Lisboa, de ParÃs (a) Texas, el cineasta alemán hipnotiza, conmueve y nos regala un ambiguo happy end en cada pelÃcula vestido de lo contrario, o quizás viceversa. Un gesto torcido, intraducible en emojis, acompaña al colorÃn colorado mientras los créditos procesionan.
Las plataformas televisivas compiten en su desmedida querencia por lo distópico, lo perverso, la bajeza humana, lo maquiavélico, lo retorcido de la psique, el no va más de lo patológico, la exacerbación del cliffhanger… Y todo eso curiosamente en tiempos de la cultura de cuotas, cuando sentirse ofendido por pertenencia al colectivo equis sale gratis e incluso puede reportar pingües beneficios. Todo parece susceptible de censura, excepto la ofensa al ser humano en su concepción o dignidad más global.
La pantalla, la grande y la doméstica (que de pequeña ya poco tiene), pugna en su espiral del “más distópico todavÃa†por quien apocaliptiza más alto y más fuerte. Me pregunto qué vendrá después de la Inteligencia Artificial autogenerada, dronizada. ¿Cómo se las ingenierán los ingenieros del futuro para lograr impactarnos mÃnimamente? El homo digitalis, está curado de espantos, no hay nada que pueda escandalizarlo. Vivimos inmersos en el onanismo de las TIC y abonados a la merced de sus atropellos.
La realidad ha superado a la ficción, más aún, a la ciencia ficción, esa que tanto pánico me producÃa de niño. Lo que en los 80 causaba insomnio y verdadero pavor (el humano sometido a la máquina), ese mundo, del que tus padres te consolaban con el atenuante “es solo una pelÃculaâ€, hoy en dÃa nos acompaña a diario sin que la mayorÃa pestañeé lo más mÃnimo. Abiertos de piernas a cualquier intromisión algorÃtmica, camuflada de supuesto progreso, para cuantas sodomÃas TIC sean necesarias. El derecho a vivir al margen, es un reducto cada vez más estrecho, reservado, entre otros, a los perdedores de Wim Wenders.
A menudo la cinematografÃa de Wenders habla por sà sola. Esto es, podrÃamos en muchas de sus pelÃculas prescindir mayormente de sus diálogos, y el efecto serÃa similar, sino el mismo. Distinto serÃa, no obstante, si prescindiéramos de la banda sonora, entendiendo por ella estrictamente la música y los efectos de sonido.
Ni realidades edulcoradas, ni realidades emponzoñadas, las fábulas de Wenders ficcionan la realidad o mejor dicho la fabulan, en silencio, con discreción. Momentos donde uno no sabe bien si reprimir una lágrima o curvar antes una sonrisa o (¿por qué no?) simultanear ambas.
Dentro de ese lirismo hay también pues, una búsqueda, fútil o no, de fidelidad. De testimonio, de ahà su vena documental. Todo ello maridado en ocasiones con el “cine ojo†utópico del soviético Dziga Vertov omnipresente en su ‘Lisboa Story’.
Wenders supervisa cada detalle de sus fotogramas, banda sonora incluida. ¿Cuánto no le debe la internalización del fado y la música cubana a dos de sus documentales fetiche? En Lisboa Story va más allá del acompañamiento, hasta el punto de que el protagonista es un ingeniero de sonido en pos de la autenticidad sonora. Micro en mano, cual cazamariposas decibélico, nuestro hombre se pierde por las callejuelas aún no gentrificadas de Alfama dispuesto a encapsular el latido de un barrio. Y asÃ, sin quererlo ni beberlo, se tropieza con esa música escondida, camuflada en un abandonado palacio lisboeta, donde “trina una guitarra†engastada a la voz de Teresa Salgueiro. Y Salgueiro se nos hace cada vez más próxima, Madredeus a flor de piel.
En Perfect Days es un aseador de aseos públicos el superhéroe. Un amnésico padre arrepentido en Paris Texas. Dos ángeles caÃdos en plena crisis existencial en El cielo sobre BerlÃn. Los antihéroes se dejan mimar por el primer plano.
Si entre su paisanaje se prodiga el ex céntrico, el habitante de las lindes (del mismÃsimo limbo), no menos radial es su paisaje. La Cuba destartalada que supura pasión y descuido, a partes iguales. Al otro lado del Atlántico, Lisboa encomendada también al compás pausado de sus calles y del tranvÃa vintage. Ese no lugar ParÃs-Texas, parcela de tierra yerma en medio del desierto, del que toma prestado la homónima pelÃcula su equÃvoco tÃtulo.
Las grandes ciudades, las metrópolis decadentes o suburbiales esconden pequeñas historias, diminutas, infinitesimales. A su anónimo destello otorga Wenders más protagonismo que a toda la constelación lumÃnica de la ciudad nocturna. Cosmópolis de extrarradio y caras b. Desheredados en primer plano, a los que poco les importa su condición de outsiders, suponiendo que sean conscientes de ella.
Gracias a Madredeus, a Ry Cooder, a Compay Segundo…, algunos lugares conservan hoy en la filmografÃa de Wenders su postal sonora de antaño. Pronto serán nostalgias, que dirÃa MarÃas, otorgándole naturaleza contable a tan singular sustantivo. Nostalgia, vocablo en visos de extinción, embarcados como estamos todos en este tsunami de presentismo desaforado e insaciable, que no tolera flash back que valga.
Nuestro hombre del váter, vestido de faena, se ajusta el cinturón de seguridad, gira el contacto y le da al play. Al poco suena The House of the rising Sun en la mini furgoneta de Koji Jakusho (“el motocarro†decÃa el entrañable Casen en Plácido) un déjà vu ochentero invade a miles, millones quizás, de espectadores. Todas esas músicas, incluida el Perfect Day de Lou Reed, trascienden en el momento adecuado simultáneamente sincronizados en miles de displays. Aquà reside la magia de Wenders, la música suena en el momento preciso, opacando al motor, ahogando cualquier opción de diálogo. La banda sonora del atasco matutino, nuestra road movie diaria, un primer guiño a otro dÃa perfecto. ¿Quién no recuerda la liturgia? Contacto, luces, play.
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¡Qué bien escribes y qué interesante lo que dices!
No se puede pedir más, querido Joan.