Martín García se postula en la élite pianística con un Grieg portentoso en el Euskalduna
El asturiano deslumbra junto a la Orquesta de Tenerife y el berlinés André de Ridder frente a la de Castilla y León en el Musika-Música 2025 de Bilbao, por el que pasaron también la Orquesta Sinfónica de Galicia, la Freiburger Barockorchester y la anfitriona BOS, entre otras
El asturiano deslumbra junto a la Orquesta de Tenerife y el berlinés André de Ridder frente a la de Castilla y León en el Musika-Música 2025 de Bilbao, por el que pasaron también la Orquesta Sinfónica de Galicia, la Freiburger Barockorchester y la anfitriona BOS, entre otras
Emozioak- Emociones llevaba por título genérico la 24ª edición del ya vencido festival Musika-Música y, si algo derrochó el joven pianista Martín García García en su actuación del sábado 7 de marzo, fue precisamente eso. No me parece por ello inapropiado personalizar en su brava y emotiva interpretación del Concierto para piano en la menor de Edvard Grieg los cerca de 70 conciertos, que albergó durante 48 horas la otra ‘catedral’, con permiso de San Mamés, de la margen derecha del Nervión.
Unos 1.500 músicos pasaron el pasado fin de semana por alguna de las seis salas del compejo congresual bilbaíno, sede y alma de esta cita sin parangón en nuestro país. Si añadimos un cero al guarismo anterior tendremos una aproximación a la asistencia total acumulada de espectadores. Todavía lejos del aforo máximo del estadio aledaño, pero nada desdeñable tratándose de un evento dedicado a la música clásica. Entre los principales reclamos de la presente edición especial atención merece el ramillete de orquestas invitadas: las sinfónicas de Galicia, Tenerife, Navarra y Castilla León. Probablemente el mejor mostrador filármonico de nuestro país, al que cabe añadir las formaciones anfitrionas euskaldunas: Euskadiko Orkestra, Orquesta Sinfónica de Bilbao, Banda Municipal de Bilbao y Sociedad Coral de Bilbao. En total, 11 conciertos que amortizaron y exprimieron la acústica de la sala sinfónica con un repertorio variopinto encabezado por Beethoven, Grieg, Chaikovski, Berlioz y Ravel (en el día de su 150 aniversario, no podía faltar). Sesiones, todas ellas, de 45 minutos reglamentarios, sin tiempo de descuento (léase propinas) para así poder dar cabida y salida al ambicioso organigrama en tiempo y forma. La ley del cronómetro y del metrónomo. El único concierto fuera del recinto fue el inaugural, el viernes 7 en el Teatro Arriaga.
Más allá de la efusividad sinfónica, destacar la presencia de importantes conjuntos camerísticos europeos como el Ensemble Diderot y Café Zimmermann (Francia), el Festival Strings de Lucerne (Suiza), la Freiburger Barockorchester o nuestro Ensemble Nereydas. Repertorio eminentemente barroco el que desplegaron dichas formaciones para ilustrar la Empfindsamkeit (Sensibilidad) en su concepción dieciochesca, que tanto teorizó y profesó Carl Philipp Emanuel Bach. La sala 0B del Euskalduna, generosa sala camarística donde las haya, se convirtió así en el feudo de los Purcell, Bach, Haendel, Telemann o Zelenka. Cerramos esta incursión inmersiva en la matrioshka vizcaína en la Sala OD, donde Signum Quartett, Simply Quartet Cuarteto Casals, Singer Pur, Meccore String Quartet o el Quartetto di Cremona acompañado de Pablo Barragán hicieron las delicias del sibaritismo de proximidad.
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Cierto que el Concierto de Grieg es una apuesta ganadora, pero Martín García García rozó la excelencia absoluta con su interpretación. Dominio apabullante de la dinámica que exhibió desde los soberbios acordes descendentes que abren la partitura y que no permiten titubeo alguno a su intérprete. Diáfano, lapidario y expiditivo a partes iguales, irrebatible arranque in medias res rindiéndose a los designios de la única partitura concertante de Grieg.
Ese excurso es per se toda una carta de presentación. La personalidad del pianista asturiano se impuso desde el primer compás, desde el segundo para ser más exactos, partitura en mano. García imprimió su sello y mandamiento a la Orquesta Sinfónica de Tenerife y ésta, a las órdenes de Fabien Gabel, estuvo siempre oído avizor a los rubatos del solista. Esos incisos y remansos pianísticos que García se permite susurrar o subrayar con sus propias cuerdas vocales, por momentos sin sordina que valga, canturreando los pasajes más líricos, dejándose llevar, como si en la penumbra el público no existiera.
Omnubilado, poseído por esa fatídica melodía que Grieg pergeñó para su movimiento inicial, alcanzamos la cadenza. Igual de excelsa como todo su desenlace previo. Ahora sí, solo ante el respetable, agudiza esa licencia llamada aquí tempo. Frases y pausas ad libitum, que parecen meditar, sopesar, antes de percutir, connotando la belleza pero también la hilazón armónica de este amplio primer movimiento. Una cadenza de tonos más oscuros, como si acechara los cortados del Averno sin llegar a pisarlos. Se asoma al precipicio, pero recula ante el vértigo y retorna a la ensoñación, sucumbiendo a los encantos del motivo inicial. Reagrupamiento orquestral, cierre de filas y final solemne. Lo mejor de todo, ningún aplauso intempestivo ni conato de él, que pudiera adulterar la magia del Allegro moderato.
En el Adagio García busca a su interlocutor directo en la orquesta (el chelo y el fagot) para departir de manera sosegada. Lírico y preciosista en cada matiz, especialmente a la hora de desgranar esos dolientes acordes macerados de nostalgia y duelo. Un ídilico impasse antes de arremangarse de nuevo para el brioso fin de fiesta.
Attacca como manda los cánones, la transición del segundo al tercer tiempo fue casi ilusoria. Gabel estuvo de nuevo al quite y, sin comerlo ni beberlo, ya estábamos metidos de lleno en esa suerte de akelarre noruego con el que arranca el último movimiento. El resto ya lo conocen: piruetas y saltarelli en un pasaje de un ritmo electrizante y contagioso en pos del clímax boreal. El solista se desmelena y su gesto, tan expresivo en todo momento, adquiere donaire despreocupado. Casi coreografía su pentagrama, alterna pasajes de contundencia digital con otros donde parece levitar sus manos y el pianísimo apenas se percibe, como si los dedos barajaran las teclas pero sin llegar a hundirlas. Suena despreocupado y divertido. Lo único que le eché en falta: un talante más danzarín y uniforme a la melodia. Por poner un reparo.
No es hasta la recapitulación final cuando el intérprete entra de nuevo en trance y asesta esos bellos acordes que ponen a prueba el vientre del Steinway. Media hora sonora para emocionar y para enlatar algún día. Lástima solo del estricto timing protocolario, esa interpretación pedía a gritos una propina para bajar revoluciones. De la obertura Coriolano, con la que la orquesta tinerfeña abría la velada, apenas un vago recuerdo. Con eso está todo dicho.
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El primer movimiento de la Séptima Sinfonía en re menor de Antonin Dvořák (Allegro maestoso) supuso un punto de inflexión en la carrera de su autor como sinfonista. Por si no lo sabíamos, el director berlinés André de Ridder se encargó de recordárnoslo con una interpretación magistral al frente de la Orquesta Sinónica de Castilla León en la segunda sesión matutina del sábado 8 de marzo. Lástima que no fuera de las citas más concurridas del Euskalduna porque la impronta de De Ridder asemejó la sonoridad castellana a la de las mejores orquesta centroeuropeas. Al término de esta portentosa partitura, en tan sabias y atentas manos, uno se atreve afirmar que la antepenúltima de las sinfonías dvorakianas poco tiene que envidiar a la última y archiconocida del ‘Nuevo Mundo’.
La excepcional interpretación de la que pudimos ser testigos se deba quizás a la personalización individualizada de cada uno de los cuatro movimientos, que el director supo impregnarles. Así, si el primer tiempo (Allegro maestoso) es una auténtica odisea brahmsiana en cuanto a sintaxis temática, de un desarrollo soberbio, abisal y no por ello menos seductor; en el Poco Adagio Dvořák parece no hacer ascos a la estética wagneriana. Rapsódico se nos antoja el Scherzo, donde uno intuye algunas intromisiones del folclore bohemio para concluir con un Finale-Allegro, que, por momentos, parece revivir a Mendelssohn y al Sturm und Drang.
Desde el inicio De Ridder se metió al oyente en el bolsillo. Su lectura del denso primer movimiento fue impecable, desmenuzando la motívica y sus mutaciones intrínsecas, con un gesto plástico y exquisito, que ayuda tanto al músico como al espectador. Un zasca enérgico, repleto de ímpetu. Ímpetu del que los maestros castellanos supieron contagiarse y contagiarnos. He aquí lo que demanda una partitura sinfónica que se precie y haga merecedora de dicho calificativo.
Otra de las orquestas agasajadas por el Euskalduna (o viceversa) fue la Sinfónica de Galicia. En esta ocasión apuntalada musicalmente por el director norteamericano Andrew Litton. En su segundo programa, de los tres que ofrecieron, pudimos de nuevo escuchar Grieg, la primera Suite de su Peer Gynt, pero sobre todo a la única página sinfónica de Georges Bizet que se resiste a salir del repertorio. Una partitura, su opus 1, más meritoria de lo que su liviano arranque pueda presagiar. El liderazgo firme de Litton y el sobrado oficio de la que es posiblemente la orquesta más reputada del país nos descubrieron la faz menos conocida del autor de Carmen. Otro motivo más para reivindicar la cita bilbaína.
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Empezamos el sábado con Grieg, lo despedimos también, y a la hora del brunch dominical ya estábamos de nuevo en el Euskaulduna para escuchar la Romanza de su Cuarteto nº1 en sol menor de manos de la jovencísima formación Simply Quartet radicada en Viena. Danfeng Shen, Antonia Rnakenrsberger, Xiang Lyu y Ivan Valentin Hollup Roald brindaron una exquisita matinée precedida con Crisantemos de Puccini y coronada por el Cuarteto nº3 en la mayor de Robert Schumann. El carisma musical del conjunto parece recaer sobre su viola, Xian Lyu, un solista que dibujó en su huella facial la partitura de Schumann, como si la dactilar en las cuerdas activará automàticamente la gestualidad. El rictus de sus cuatro integrantes permite seguir el fraseo con meridiana claridad, aunque uno desconozca la tesitura de cada cuerda. Una cualidad que trascendió sobre todo en el último movimiento: ese delicioso final que el compositor sajón ideó para su nueva obra maestra. Un tema jovial, exultante y de pasmosa sencillez, seguido de otro más severo que los cuatro arcos fusionaron con diestra maestría en su desenlace final, firmando una factura a la altura del rango de su compositor.
Entre los ensembles de cámara, la Freiburger Barockorchester a las órdenes de Cecilia Bernardini y con la inestimable compañía de la soprano Carolyn Sampson (exquisita en el aria Where shall I fly de Haendel), junto al Café Zimmermann, con sendos programas dedicados a C.P.E. Bach y a su padre, J.S.Bach, fueron dos de las citas más aclamadas.
Nos dejamos en el tintero otros 65 conciertos que reseñar, sin contar los interludios que brindaron en el vestíbulo las orquestas de los conservatorios de Bilbao, Tenerife, A Coruña, Oviedo o Santander, entre otras. Todos ellos sabiamente hilvanados por los textos de Mercedes Albaina en las notas de mano.
Al tiempo que el pitido final del Athletic-Mallorca reverbera su último armónico en San Mamés, resuenan en el Euskalduna, a modo de clausura solemne, los intervalos iniciales, las quintas abiertas, de la ‘novena’.
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