Sones de trompeta y vanguardia en la ‘era Andris Nelsons’ de la Gewandhaus de Leipzig
El director letón toma el relevo de Riccardo Chailly y asume la dirección titular de la orquesta más vetusta de Europa, que en 2018 programa su 275ª temporada. Ahí es nada. Wagner, Zimmermann y Shostakovich, conformaron su primer programa como director titular

Andris Nelsons
Andris Nelsons (Riga 1978) no seduce precisamente por su aplomo escénico. El 21º Kapellmeister de la orquesta decana del Viejo Mundo -lo es a todos los efectos desde el pasado 11 de marzo relevando así a Ricardo Chailly– salta al escenario sin excesiva solemnidad. Resuenan las palmas. Ya en el púlpito, tampoco exhibe el dandismo de otros colegas. Sin preámbulos, ni meditaciones previas, esgrime la batuta de inmediato. Su dirección aqueja una lateralidad acentuada. El letón usa tanto la extremidad izquierda como Messi la derecha: para apoyarse. Para reclinarse en la barra protectora y poco más. Pero ni la destreza diestra de Nelsons, ni la zurdera siniestra del argentino les impiden destacar en sus respectivas facetas.
275 años después de que se constituyera la orquesta en activo más antigua del mundo, Andris Nelsons impregna su rúbrica y su joven magisterio al de una nómina de ilustres predecesores como Nikisch, Furtwängler, Walter o Masur, Si los maestros de la Gewandhaus Orchestra así lo han querido será por algo. Y en eso reside la verdadera grandeza de las orquestas señeras. Cristalizan como estalagmitas, con relativa lentitud, resultado de un proyecto colectivo y de poderosas individualidades a la par. Generaciones de músicos y de personalidades claves; ecos de tradición y Blick nach vorne, como reza uno de los lemas del nuevo mandato Nelsons: mirada firme hacia adelante.

Actual Orquesta del Gewandhaus de Leipzig
Pero habíamos dejado a Nelsons al frente de la orquesta sajona, la batuta bien sujeta en la diestra, ligeramente recostado y ladeado a su izquierda. Saltamos directamente a la segunda parte, por delante los más de 65 minutos de la poco habitual Sinfonía Número 8 en do menor, de Dimitri Shostakovich. La música del insigne sinfonista soviético cuenta con detractores entre algunos de los directores de orquesta más aclamados de nuestros días. Y ciertamente hay algo de crispante en algunas de sus ideas musicales, sus obsesiones, sus fetichismos, sus fobias, su hipocondría enfermiza, llámenle como quieran. Ahora bien, tras escuchar detenidamente la versión de Nelsons de esta extensa sinfonía empiezo a pensar que tales fijaciones no son necesariamente censurables, sino que en ellas reside parte de su genio creativo.
Lo que diferencia una gran sinfonía de cualquier otra composición musical, quien sabe si de cualquier otra creación artística, es su dimensión casi metafísica. De Beethoven hasta nuestros días la forma sinfónica es portadora de miras trascendentales, que desbordan los márgenes de lo estrictamente musical. Tanto si hablamos de Schumann, Brahms, Chaikovski; Bruckner o Mahler; Sibelius o Weinberg. La música tiene que revolvernos el estómago pero también la psique y el subconsciente, situarnos en trance, alienarnos o lo contrario.
Creo que en la Sinfonía nº8, de Shostakovich a partir de una relativa economía de lenguaje logra su cometido. La tonalidad, do menor, es una declaración de intenciones y la sinfonía parece empecinarse en no desalojar la cara oculta de la Luna, su vis más oscura y abisal. Sus cinco movimientos (Adagio-Allegro ma non troppo, Allegretto, Allegro non troppo, Largo, Allegretto) guardan entre sí una idea global de fondo. Frente al efectismo de la Sinfonía nº7 ‘Leningrado’ la octava destaca por su relativa austeridad. Hay fases de tedio, como si la embarcación de repente se quedara divagando, basculando en medio del océano a merced de un vaivén somnoliento, por la racanería súbita del viento. En esa calma, en ese largo largo, no obstante, descubrimos pequeños detalles que parecen encerrar graves mensajes. Si uno consigue entrar en ese mundo, en el más profundo (el más retraído) Shostakovich, quizás demos con el verdadero genio. Y a buen seguro que Nelsons lo logra. Conseguir que los 65 minutos de la octava magneticen al espectador y lo pongan en pie, a su término, no está al alcance de cualquier director.
Encapsulados por Nelsons en formol sonoro, nos dejamos hipnotizar repetidas veces por ese tempo tan escrupuloso de la batuta (tiic-tac; tiic-tac; tiic-tac, un marcapasos, que no un metrónomo, como si la emotividad de la obra residiera en esa frialdad calculadora, en esa matemática en modo menor). Un comedido repertorio de gestos puede condensar una cantidad de matices. Menos es más.
Cartesiana, escolástica, sombría a la vez que imperturbable, así se nos antoja esta sinfonía del Shostakovich más reconcentrado. Y todo ello a pesar del desgarro, la desolación, la angustia, o el pesimismo que el mensaje pueda encerrar. Una sugerente contradicción, o no, que una de las obras más oscuras y profundas del compositor ruso, mantenga esa dignidad, adscripción y devoción por los cánones clásicos.
Götterdämmerung y Hakan Hardenberger
El concierto arrancó con la Muerte y Marcha Fúnebre de Sigfried del Götterdämmerung, de Wagner y finalizó con la no menos funesta Sinfonía número 8 en do menor de Shostakovich, toda ella, circunvalando la muerte. Digamos que el programa diseñado por Nelsons no respondía exactamente al banquete festivo de bienvenida al uso. La ovación final sí derrochó la efusividad y el entusiasmo propios del fin de fiesta, premiando esa inmersión, esa ronda en batiscafo por el Hades abisal, tan peculiar, por momentos burlesco, por momentos inquietantemente giocosso, del músico soviético.
Antes, en la primera parte, la trompeta, instrumento agorero donde los haya, había tenido su dosis de protagonismo por partida doble. La marcha fúnebre de Sigfried, que muchos descubrimos en esa víspera de la batalla de Excalibur, con sus seis arpas, su lúgubre cuerda, su metal responsorial y ese violento obstinato del timbal y metal, que parece subrayar la tragedia hasta puntos insospechados (rara vez dos mismas notas logran un efecto tan apocalípitico), pudo haber sido ciertamente más carnal, menos medida, menos comedida.
El concierto de trompeta de Bernard Alois Zimmermann (1918-1970) se estrenó apenas una década después que la sinfonía 8 de Shostakovich, pero el nivel de vanguardia exhibido es ostensiblemente mayor. Nobody knows de trouble I see, desconcertante sobretítulo del concierto en cuestión, presenta pasajes interesantes, pero uno no acierta a dar con el nexo conector, ni con el vínculo orquesta-instrumento solista, que por momentos se desvanece. Sin que la obra desentone del todo, ciertamente no abundan las estridencias, uno tampoco se atrevería a juzgar la obra tras una única audición.
Con fama de ser la obra concertista más compleja para el instrumento de metal mencionado, el virtuoso sueco Hakan Hardenberger libró una batalla noble con tan compleja partitura y regalando los pasajes acústicamente más agradecidos de toda la obra de Zimmermann. Correspondió a los aplausos barruntando aires de Miles Davis en torno al estándar ya versionado de My funny Valentine.
La trompeta también estuvo muy presente en la segunda parte del concierto y así en el tercer movimiento de la sinfonía un pasaje de trompeta me trajo a la memoria la famosa Danza del Sable de Khachaturian. Coincidencia o no, el ballet del armenio y la sinfonía del ruso, fueron compuestas en fechas muy próximas la una de la otra.
Tres siglos y tres escenarios después

2ª Gewandhaus
En el lejano 1774, un edificio conocido como los Tres Cisnes (Drey Schwäne), en la ciudad sajona de Leipzig albergó un concierto, que sin sospecharlo, se convertiría en el kilómetro cero de una de las instituciones musicales más longevas del planeta. Tres siglos después, con 275 temporadas a sus espaldas, la Gewandhaus sigue ostentando con todo merecimiento el honor de ser la orquesta decana del planeta. Esta primera sede de la mítica orquesta sumaba en sus inicios apenas 500 localidades, pero gracias al ahínco de su Kapellmeister más célebre e influyente, Felix Mendelssohn-Bartholdy, logró duplicar su aforo y acogió las primeras audiciones de algunas obras hoy claves del repertorio. A su acústica deban quizás parte de su éxito algunas de las obras más inmortales de finales del siglo XVIII y del XIX.
Cien años después, coincidencia o no, una nueva Gewandhaus abría sus puertas para dar cobertura adecuada a la creciente demanda musical de la cada vez más melómana sociedad leipziguesa. En este caso, ya se trataba de un edificio concebido ex profeso para la práctica y el disfrute musical. La segunda Gewandhaus abrió sus puertas con un aforo inicial de 1.500 personas y durante décadas se convirtió en uno de los halls más envidiados a ambos lados del Atlántico. El Concert Hall de Boston, al parecer, se basó en la sala sajona.

Actual sala Gewandhaus
La noche del 20 de febrero de 1944, de resultas de un bombardeo aéreo, la segunda sede de la Gewandhaus pasó también a ser pasto de las llamas, primero y, con el tiempo, del progresivo olvido. Habrían de transcurrir aún un par de décadas más antes de que la Gewandhaus dispusiera de un nuevo centro estable, dedicado en cuerpo y alma, en exclusividad a la música. Las cristaleras imponentes de su fachada central reflejan cada día la silueta contrapuesta de la Oper Leipzig, en el otro extremo de la Augustusplatz. Desde el principio de la presente temporada 2017-2018, recortando este juego de reflejos, la silueta de un inmenso Andris Nelsons nos recuerda su toma de posesión coincidiendo con una efeméride a la que muy pocos llegan.
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