Compositores Polacos IV. Krzysztof Penderecki. Un réquiem de regalo de 80º aniversario
El próximo noviembre Krzysztof Penderecki, auténtica leyenda viviente de la música europea, cumple 80 años y la orquesta breslava le dedicó su clausura anual a su monumental Polskie Requiem.
Es lo que pasa cuando uno se cuela en la fiesta de cumpleaños de alguien sin saberlo. El pasado 24 de mayo la Filharmonia Wrocławska cerró el curso con una sentida efeméride (obsesiva manía melómana, la de los cumpleaños póstumos acabados en cero), que no remite en este caso a un ser desaparecido.
Con el permiso de Wagner, Verdi, Britten, y hasta de su compatriota Witold Lutosławski, el último viernes de mayo fue enterito para el genio de Dębica. Tan sólo le robo una cuota de protagonismo, y con toda justicia, Jacek Kaspczyk. Con el Polskie Requiem el director polaco puso fin a siete años de interesante magisterio al frente de la Filarmónica de Wrocław. El año que viene serán los varsovianos capitalinos los que puedan disfrutar de su entregada, devota y sabia batuta. Desde la temporada que viene relevará al venerable Anton Wit al frente de la Filharmonia Narodowa.
Así que sin olerme el pastel, entré en la abarrotada sala de la calle Piłsudskiego, un tanto alterada a decir verdad. El público estaba ensayando el Plurimos Annus a tres voces con la directora del coro Agnieszka Franków-Zelazny repartiendo al respetable entre damas de la izquierda, damas de la derecha y caballeros. Por instantes pensé estar en el escenario equivocado. Me conminaron a tomar posesión de mi localidad y, como iba acreditado, opté por sentarme en uno de los huecos céntricos de platea. Un acomodador me hizo señas de que allí no podía. Muy bien no entendí el motivo. Minutos después Krzysz
tof Penderecki ocupaba mi pretendida butaca.
Mi primera audición del Polskie Requiem de Penderecki, y por extensión mi primera audición de una obra de gran formato del compositor polaco, caló bastante hondo. Iba con reservas, debo reconocerlo. Su música, los retazos que hasta entonces había escuchado, siempre remitían a escenas de películas de miedo (varios paisajes sonoros de El Resplandor, era de lo poco que conocía). Mi amiga Irene, aguerrida escuchante y nada medrosa del repertorio contemporáneo, me espetó a escribir sobre él en el blog. Espero saber disimular mis enormes lagunas y no decepcionarla.
Esta enorme obra sacra sigue al pie de la letra la liturgia católica apostólica romana. Pero incluye hacia el final un añadido procedente de la tradición greco-católica y ortodoxa de la Europa del Este. En Internet encontrarán sobrada información sobre la estructura de la obra y sus circunstancias, la misma que uno pueda copipastear con más o menos discreción. La fuente final probablemente termina siendo la misma. Me limitaré aquí a la impresión personal que me causaron sus casi 90 minutos de música ininterrumpida.
Titánico esfuerzo de dirección el que supone dar vida, sentido y profundidad a esta partitura. Para los no iniciados, una obra muy recomendable porque, especialmente en sus pasajes finales, está lejos del Penderecki vanguardista puro. Al escuchar los primeros compases, resoplé mentalmente: ‘ya está, lo que me temía’. Pero como sucede con los buenos libros y las buenas películas y todo lo bueno en general –lo bueno se hace esperar–, hay que concederse un margen de paciencia. Y así fue.
Tras un contemplativo Introuitus y Kyrie, algo turbio, ciertamente, con un leve asomo de desasosiego, el Dias Irae irrumpió, fiel a su rotunda eufonía, como un auténtico temporal ya en alta mar. No logro quitarme el de Verdi de la cabeza (Tarantino ha sido el último en recurrir a él). Quizá por ello, espejismo o no, intuí cierta complicidad entre ambos.
Otros espejismos que me vienen a la cabeza, al intentar reproducir pasajes de la obra, es el arrebatador motivo inicial del Stabat Mater de Dvorak. Este motivo se le mete a uno en la médula y no lo deja noche y día. El pasaje en cuestión demuestra que el Polskie Requiem es mucho más ‘melódico’ de lo que el apellido del compositor presagia. A partir del Sanctus, su música se vuelve, me atrevería a decir, casi decimonónica en el mejor sentido de la palabra (para mí sí lo tiene). Especialmente en el Libera me uno parece estar escuchando algunas de las páginas vocales más excelsas de Brahms, Mendelssohn o del citado Dvorak. Pura emoción, lirismo en su estado más desnudo.
Interesantes efectos orquestales no faltan. Penderecki es un auténtico visionario a la hora de dar otro uso a la orquesta. Ha inventado, pienso, sonoridades antes nunca escuchadas, combinaciones insólitas, ocurrencias de niño (a veces) pero tremendamente convincentes, que amplían el espectro sonoro hacia caminos nuevos, sin caer en la pretenciosa cacofonía vacua. En esta obra ese talento salta a la vista.
Antes del final, inserta el Święty Boże, Święty Mocny, Święty Nieśmiertelny, zmiłuj się nad nami. (Santo Dios, Santo Poderoso, Santo Inmortal, ten piedad de nosotros). Un ancestral canto litúrgico de origen griego, que en la tradición greco-católica polaca derivo en vehemente súplica al Todopoderoso para abordar el trance final de los mortales. Es habitual cantarlo en las misas oficiadas en memoria de los difuntos.
Su final Libera Animas parece un retorno a ese desasosiego, a ese temido y venerable barbudo –a Penderecki me refiero–, donde la música parece no conceder tregua al óbito. Exaltación dolora diría, próxima al delirio, desprendida y sin paliativos donde hay que pensar que el moribundo implora. Dando batalla hasta el último suspiro.
La versión definitiva, que incluye también una Ciaccona, fue estrenada en 2005 por el propio compositor en el marco del festival Wratislawia Cantans de Wrocław. Dos décadas atrás un maestro ruso, nada menos, el conciliador Mistislav Rostropovich, había dado vida a este magno canto elegíaco a las víctimas de la historia polaca.
Cuando al término del concierto pregunté cuándo exactamente cumplía años Penderecki, la respuesta no podía ser otra: ‘Todo el año’.
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