¡Parzival!
Sobre la versión en concierto de Parsifal, en el Teatro Real, y los estrenos de The Perfect American, de Philip Glass (27 enero 2013 en el Real) y de Tres desechos en forma de ópera, de Jorge Fernández Guerra (21 de diciembre 2012 en el Teatro Guindalera).
Richard Wagner, Parsifal. Matthias Goerne (Amfortas), Victor von Halem (Titurel), Kwangchul Youn (Gurnemanz), Johannes Martin Kränzle (Klingsor), Simon O’Neill (Parsifal), Angela Denoke (Kundry). Pequeños Cantores de la JORCAM. Balthasar-Neumann-Chor y Balthasar-Neumann-Ensemble. Dir. musical: Thomas Hengelbrock. Teatro Real, 2 de febrero.
Philip Glass, The Perfect American. Christopher Purves (Walt Disney), David Pittsinger (Roy Disney), Donald Kaasch (Dantine), Janis Kelly (Hazel George), Marie McLaughlin (Lillian Disney), Rosie Lomas (Lucy/Josh). Dir. de escena: Phelim McDermott. Dir. musical: Dennis Russell Davies. Teatro Real, 27 de enero.
Jorge Fernández Guerra, Tres desechos en forma de ópera. Ruth González (soprano) y Enrique Sánchez-Ramos (barítono). Mónica Campillo (clarinete), Gala Pérez Iñesta (violín) y Miguel Rodrigáñez (contrabajo). Dir. de escena: Vanessa Montfort. Teatro Guindalera, 21 de diciembre.
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Parsifal ocupa un lugar de excepción en la producción de Richard Wagner, y no sólo por ser su última creación, sino por el papel que él decidió reservarle, antes y después de su muerte. Cuidadoso con las denominaciones que elegía para sus obras, Wagner bautizó Parsifal como Bühnenweihfestspiel. Nada que ver, por tanto, con usos anteriores más convencionales: «Gran ópera romántica» (Große romantische Oper: Die Feen y Tannhäuser), «Gran ópera cómica» (Große komische Oper: Das Liebesverbot), «Gran ópera trágica» (Große tragische Oper: Rienzi), «Ópera romántica», a secas (Romantische Oper: Der fliegende Holländer y Lohengrin), o Handlung, entendida como «acción» dramática (Tristan und Isolde) o cómica (Die Meistersinger von Nürnberg). Sí que se halla muy cerca, sin embargo, y casi lo roza, del título final que dio a su tetralogía, Der Ring des Nibelungen, caracterizada como Bühnenfestspiel für drei Tage und einen Vorabend, esto es, «festival escénico en tres jornadas y una víspera». Pero Wagner insertó entre medias un elemento semántico crucial: weih, del verbo weihen (consagrar). A menudo se lee que Parsifal es un «festival escénico sacro», pero eso desvirtúa de manera sustancial la intención original de su autor. Se es mucho más fiel al sentido del término, y al propósito último de Wagner, si se traduce como «obra escénica para la consagración de un festival». El Festspielhaus de Bayreuth había quedado solemnemente inaugurado con Der Ring des Nibelungen en 1876. Seis años después, Parsifal iba un paso más allá y «consagraba», pues, el lugar como si se tratara de un templo –o, mejor, el templo– dedicado a la religión del arte wagneriano. Wagner, en suma, puso en vida el énfasis no tanto en la ontología de la obra (siempre fue poco amigo de dar pistas sobre la esencia, la simbología o el significado último de sus óperas) como en su teleología.
Pero, deseoso de perpetuarse tras su muerte como una figura de culto, el compositor dejó también estipulado que Parsifal podría representarse única y exclusivamente en Bayreuth. Con ello impedía que la obra fuera objeto de tergiversaciones o interpretaciones equivocadas, que se viera mancillada o profanada por manos impías, al tiempo que obligaba a sus adeptos a peregrinar hasta la Verde Colina si querían admirar su última creación y, de paso, garantizaba unos pingües ingresos a sus herederos. Pero la Convención de Berna firmada en 1887 limitó a treinta años contados a partir de la muerte de su creador la vigencia de los derechos de autor. La familia Wagner pudo disfrutar, por tanto, en solitario de la prerrogativa de representar Parsifal hasta el 31 de diciembre de 1913, cuando dio comienzo una carrera enloquecida en todos los teatros de ópera del mundo por llevarla a escena antes que el resto de competidores. La medalla de oro al frenesí wagneriano recayó en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona, que inició su representación a las diez y media de la noche de aquella Nochevieja (amparándose en que entonces había una diferencia horaria de sesenta minutos entre España y Alemania) y la terminó avanzada la madrugada del primer día de 1914. La función, con el tenor Francisco Viñas como Parsifal, se cantó, como era habitual fuera de Alemania, en italiano, pero eso poco importaba en este contexto. Lejos de Europa, el primero en romper el privilegio de Bayreuth fue el Metropolitan de Nueva York. Allí no regía la Convención de Berna y pudieron representarla legalmente diez años antes, en 1903. La respuesta de Cosima Wagner no se hizo esperar y, como cabía prever, vetó para siempre jamás en Bayreuth a todos los cantantes que habían participado en las representaciones, algunos de ellos procedentes de su propio teatro.
A día de hoy, en Bayreuth sigue sin aplaudirse al final del primer acto de la obra, una muestra tradicional de sacrosanto respeto que se remonta a las primeras representaciones y que ni siquiera contó, al parecer, con el refrendo del propio Wagner, sino más bien con su desaprobación: el papa y fundador del wagnerismo probaba así, aún en vida, las hieles de los tan peligrosos papistas. Y cuando se produjo la reapertura del Festspielhaus en 1951, tras el cierre obligado durante la Segunda Guerra Mundial, la posterior reconstrucción del teatro y los primeros conatos de desnazificación (empezando por la de destacados miembros de la familia, con Winifred Wagner a la cabeza, que mantuvo sus convicciones nacionalsocialistas y su devoción por Hitler hasta el final de su vida), la primera obra en representarse fue, por supuesto, Parsifal, que volvía a consagrar y a incensar el teatro con una mítica producción de su hijo Wieland, despojada de todo aquello que no fuera esencial, convertida en un drama de pensamiento puro, con una acción meramente interna, y dirigida musicalmente de manera excelsa por Hans Knappertsbusch.
Lo que se ha escuchado en Madrid ha sido un Parsifal sin puesta en escena que buscaba acercarse todo lo posible a la plasmación sonora de su estreno en Bayreuth el 26 de julio de 1882. Se trataba, por supuesto, de un experimento imposible, porque ningún teatro posee la acústica que brinda el foso de Bayreuth y porque, aunque se haya hecho el esfuerzo loable de utilizar instrumentos lo más aproximados a los utilizados en el estreno (llegándose incluso a construir algunos de manera expresa), hay cuando menos dos cosas que son intrínsecamente irreproducibles: una, la sensibilidad de los músicos, que, aunque pertrechados de instrumentos muy similares o incluso idénticos a los empleados entonces, jamás pueden remedar al cien por cien la manera de tocarlos de sus antiguos colegas; y dos, aún más importante, nuestros propios oídos, curtidos en mil batallas modernas y posmodernas que aquel público del estreno no pudo ni siquiera soñar. ¿De qué sirve emular igual sonido si va a ser percibido de manera diferente? Por eso a muchos espectadores la propuesta del director alemán Thomas Hengelbrock, el padre de la criatura, les pareció casi un engendro sonoro que les hacía llegar timbres y dinámicas raros e infrecuentes. Pero, claro, el espectador tenía también que esforzarse y corresponder al denuedo con que acometieron su empresa el largo centenar de instrumentistas que había sobre el escenario del Teatro Real: si ellos estaban afanándose por tocar sistemáticamente sin vibrato y con cuerdas de tripa, por dominar instrumentos muy diferentes de los que tocan habitualmente (flautas con taladro cónico en vez de cilíndrico u oboe contralto en vez de corno inglés, por ejemplo), por apaciguar todo exceso dinámico, el oyente tenía a su vez que intentar hacer también tabla rasa de experiencias pasadas y escuchar de un modo diferente, virgen, con una suerte de oído arcaico por el que no hubieran pasado ni Knappertsbusch, ni Karajan, ni Barenboim ni, por supuesto, ninguna grabación discográfica, irremediablemente moderna y artificial.
Con todo, lo más interesante quizá de lo escuchado en Madrid –y lo menos comentado– no ha sido ese intento, más o menos logrado, de remedar la prístina sonoridad de Parsifal, sino la clara voluntad de limpiar la obra de toda esa aura de trascendencia místico-religiosa que suele empañarla. El primer boceto en prosa de lo que sería, un cuarto de siglo después, su Bühnenweihfestspiel está fechado en 1857 y Wagner mantendría durante años para su proyecto de ópera el título de Parzival, el nombre del extenso poema del siglo XIII de Wolfram von Eschenbach en que se inspiró para escribir su libreto. De alguna manera, por tanto, lo que hemos escuchado en Madrid ha sido también Parzival, no Parsifal, pues su condición de obra testamentaria y las circunstancias señaladas más arriba han hecho habitualmente de esta «obra escénica para la consagración de un festival» –su argumento pone las cosas fáciles, por supuesto– una suerte de grandioso auto sacramental que hay que escuchar con un respeto reverencial o, incluso, con una devoción cuasirreligiosa. En el Teatro Real, en cambio, sin una puesta en escena que visualizara toda su parafernalia mística, y con un concertador tan excepcional como Thomas Hengelbrock, lo que ha primado por encima de cualquier otra cosa ha sido la música. Y la música de Parsifal es un dechado de maravillas, una sucesión de prodigios, infinitamente más disfrutables cuando se escuchan en estado puro, sin interferencias de ningún tipo. Si hay una ópera en el repertorio que no sólo no pierda, sino que se beneficie de ofrecerse desgajada de su componente escénico, esa es Parsifal. Sin transformaciones (que deben producirse a la vista del público en cada uno de los actos), sin jardines mágicos, sin la destrucción de la torre de Klingsor, sin Grial, la música se arroga todo el protagonismo y se evitan distracciones indeseables.
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[Publicado en Revista de libros el 18/02/2013]
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