Trasvases
Stacey Kent (voz), Jim Tomlinson (saxos y flauta), Richard Héry (baterÃa) y Cuarteto Ebène. Auditorio Nacional, 5 de mayo.

Jim Tomlinson y Stacey Kent
El 2 de octubre de 1989 se emitió originalmente en Gran Bretaña el cuarto episodio, «Music is more than technique» («La música es más que técnica»), de la serie The Ghost of Faffner Hall, realizada por los mismos creadores de los legendarios Teleñecos. Comparte con ellos muchos personajes y está ambientada en un conservatorio cuya principal peculiaridad –que da nombre a la serie– es que en él se aparece con frecuencia el fantasma de su fundadora, Fughetta Faffner. En una de las escenas de aquel cuarto episodio vemos al virtuoso del violÃn Piganini, un cerdito, enfundado en su frac y hablando en su camerino con Ry Cooder, el famoso guitarrista estadounidense al que muchos recordarán por su banda sonora para la pelÃcula Paris, Texas, de Wim Wenders. Piganini, que se expresa en un genial inglés italianizado en la versión original, le habla de su temor escénico y, sobre todo, de su incapacidad para tocar música. Él se considera facultado para tocar únicamente notas, y cuando le piden toque sin partitura, sin mirar «las notitas negras», se da cuenta de que no puede hacerlo. Cooder le anima a «tocar sin más», dejándose llevar, y le muestra cómo hacerlo improvisando despreocupadamente con su guitarra slide. Cuando tratan de improvisar juntos, Piganini sólo es capaz de tocar aburridas escalas, pero Cooder consigue poco a poco llevarlo a su terreno, aunque, cuando ha de inventar algo solo, sin las pistas que va dándole el guitarrista, el cerdito vuelve a incurrir en la rutina y el recurso fácil a sus escalas y arpegios automatizados.
Una partitura es lo que marca tradicionalmente la diferencia entre los músicos clásicos y el resto. En el jazz, el pop, el rock, en la música popular, suele tocarse o cantarse sin ella, pero la música clásica es inconcebible sin esos pentagramas. Sólo se prescinde de ellos cuando se memorizan, como tienen por costumbre hacer los pianistas en sus recitales (no, en cambio, cuando hacen música de cámara) y los solistas cuando tocan con una orquesta. Las cadencias, por ejemplo, eran el momento en que el solista improvisaba libremente a partir de los principales temas de ese movimiento mientras la orquesta callaba y el público admiraba la pericia técnica del virtuoso de turno. Eran momentos pensados para la libre improvisación, al calor del momento, por lo que, en teorÃa, no se esperaba de ningún solista que tocara siempre la misma cadencia, sino que esta se verÃa eternamente renovada en función de las circunstancias cambiantes de cada concierto. Hoy, sin embargo, es casi imposible ver a un solista improvisar realmente en ese momento en que todos callan y se queda solo ante el peligro: los solistas tocan por regla general una cadencia ajena que han memorizado previamente (asà hizo, por ejemplo, Pinchas Zukerman hace pocos dÃas en el Auditorio Nacional, cuando se valió de las cadencias de Fritz Kreisler en el Concierto para violÃn de Beethoven). La formación en los conservatorios se centra obsesivamente en la pericia técnica, deja poco margen a la improvisación (que también puede enseñarse, por supuesto) y son muy pocos los instrumentistas clásicos que pueden liberarse de la tiranÃa de la partitura. Una honrosa excepción son los organistas, que han hecho de la improvisación uno de los elementos básicos de su bagaje como instrumentistas, atreviéndose incluso con frecuencia a improvisar ex tempore sobre un tema sugerido sobre la marcha por un miembro del público. Algo que los sitúa muy cerca de los intérpretes de jazz, para quienes improvisar, inventar, explorar, crear, son verbos indisociables de su idiosincrasia como músicos.
Son también excepcionales los casos de músicos que han sabido situarse a uno y otro lado de la lÃnea divisoria, capaces tanto de hacer justicia a las demandas de una partitura como de dejarse llevar –con tan solo un leve guión previo– por la inspiración del momento e interpretar sin ataduras con rumbo a un destino siempre incierto. Vienen rápidamente a la mente algunos nombres: el pianista austrÃaco Friedrich Gulda, que se sentÃa igual de cómodo –y sonaba igual de interesante– tocando Mozart o Thelonious Monk; el también pianista Keith Jarrett, uno de los grandes improvisadores que ha dado el jazz, al tiempo que un notable intérprete –al clave y al piano– de la música de Bach o Haendel; el violinista Yehudi Menuhin, que coqueteó con el jazz (de la mano del mejor anfitrión posible, Stéphane Grappelli) y la música india (con Ravi Shankar), si bien las intenciones solÃan ser mejores que los resultados, casi siempre impostados; John Lewis, el formidable pianista de The Modern Jazz Quartet, era capaz de tocar a Bach sin alterar una sola nota del original, pero también de instilarle un swing impensable en el siglo XVIII; y Uri Caine, como ya se ha contado en esta sección, es un maestro en vestir con nuevos ropajes a los clásicos, que también pueden salir de sus dedos con una absoluta fidelidad tanto al espÃritu como a la letra.
En su primera visita a Madrid, a finales de 2010, el Cuarteto Ebène tocó una propuesta convencional, con obras de Haydn, Beethoven y Schubert. Fuera de programa, sin embargo, dejaron ver una faceta muy diferente cuando interpretaron, primero cantando a cappella en francés, y luego improvisando libremente con sus instrumentos, la canción Someday my prince will come, de la versión cinematográfica de Blancanieves de Walt Disney. Aquel fue un primer fogonazo que anunciaba que no era un cuarteto al uso. En su segunda visita, reforzados por Antoine Tamestit y Nicolas Altstaedt, interpretaron sextetos de cuerda de Strauss, Chaikovski y Schönberg (su Noche transfigurada). Y en la tercera ya se presentaron, cual Jano, con su doble personalidad: cuartetos de Mozart y Mendelssohn en la primera parte, y arreglos de piezas originales procedentes del ámbito del pop, el rock o el jazz en la segunda. Entre el público se encontraba entonces Luz Casal, con quien «L’autre Ebène», como ellos gustan de llamar a su avatar no clásico, habÃa grabado pocos meses antes Amado mÃo, la canción que inmortalizara Rita Hayworth (o, mejor, Anita Kert Ellis, que es quien cantaba realmente) en la pelÃcula Gilda.
El cuarteto francés no es nada amigo, sin embargo, de mezclar en un mismo concierto sus dos encarnaciones y prefieren deslindarlas con claridad, bien ofreciendo un concierto enteramente clásico, bien declaradamente no clásico, y esto último es lo que ha hecho en su última visita a Madrid. En esta ocasión, además, venÃan bien acompañados por la cantante de jazz estadounidense Stacey Kent, su marido, el saxofonista Jim Tomlinson, y el baterista francés Richard Héry. Asà pertrechado, el cuarteto francés marcaba claramente el territorio: nada de Haydn, Mendelssohn o Schönberg esta vez. De hecho, el concierto se abrió con tres piezas de autores brasileños: So nice, de Marcos Valle; Corcovado, de Antônio Carlos Jobim; y Bebê, de Hermeto Pascoal. Desde que sonaron las primeras notas quedó claro que habÃa sido un error no ofrecer un concierto puramente acústico. La Sala de Cámara del Auditorio Nacional es extraordinaria si se respeta el cometido para el que fue concebida, y siempre y cuando no haya una masiva presencia de instrumentos en el escenario: da lo mejor de sà con un cuarteto de cuerda, un clave, o incluso un solitario laúd, cuyos más pequeños matices pueden escucharse con nitidez desde cualquier butaca. Pero dos pianos, un quinteto de viento o una orquesta de cámara producen ya un volumen sonoro que la sala no logra absorber con facilidad. Aunque fue una amplificación moderada (el grupo se trajo a su propio técnico de sonido, Fabrice Planchat), la música no sonaba con la claridad deseable. El Ebène no necesita amplificación alguna (se utilizó, aun asÃ, en las obras que tocaron ellos solos, como Ana Maria, de Wayne Shorter, o una pieza de la banda sonora de la pelÃcula Max, mon amour, de Michel Portal), ni tampoco el saxo o la flauta de Jim Tomlinson, por no hablar de la baterÃa de Richard Héry. Sólo podrÃa justificarse para reforzar la voz pura, delicada y casi translúcida de Stacey Kent. Los cantantes no clásicos suelen sentirse desnudos sin un micrófono bien pegado a la boca (asà nacieron los crooners, que pudieron permitirse cantar casi susurrando), pero el concierto habrÃa ganado mucho si nadie lo hubiese utilizado, porque la sala sonó innecesariamente saturada de decibelios en demasiadas ocasiones.
Las primeras piezas dejaron claro que no estábamos tampoco ante un concierto de jazz puro, en el que, a partir de un puñado de melodÃas, los músicos improvisan libremente de acuerdo con una serie de convenciones no escritas. En todo momento escuchamos arreglos, por asà decirlo, cerrados, precocinados de antemano, en los que apenas queda margen para la improvisación. Con un cuarteto de cuerda de por medio –una rareza insólita en el mundo del jazz– quizá las cosas no puedan ser de otra manera. De hecho, mientras que los cuatro miembros del Ebène tenÃan delante su atril con la correspondiente partitura, Tomlinson y Héry tocaban sin ella, y Kent se ayudaba probablemente sólo de un pequeño recordatorio con el orden de las piezas y con las letras (cantó tanto en inglés, su lengua materna, como en un excelente portugués). Aunque nada se indicaba en el programa sobre el autor de los arreglos, cualquier observador atento habrÃa despejado fácilmente la incógnita: Raphaël Merlin, el espléndido violonchelista del Ebène, no miró en un solo momento la partitura y fue, junto con el primer violÃn, Pierre Colombet, el único que improvisó frecuente y generosamente, siempre en pizzicato, a la manera de los contrabajistas de jazz. TransmitÃa la sensación de tener toda la música en su cabeza (y en sus dedos) y de saber exactamente qué tenÃa que tocar todo el mundo en cada momento, de modo que sólo él puede ser el responsable de los arreglos del cuarteto.
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[Publicado en Revista de libros el 08/05/2014]
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