La batuta sà importa
Parece mentira, pero hay personas que también van a la ópera a divertirse. No a pensar, ni a sufrir, ni a ser aleccionados, ni a padecer aberrantes deconstrucciones del repertorio a manos de rusos o alemanes ávidos de épater le bourgeois (casi siempre sin éxito), sino tan solo a pasar un buen rato.
Gaetano Donizetti, Don Pasquale. Nicola Alaimo (Don Pasquale), Allesandro Luongo (Doctor Malatesta), Dmitry Korchak (Ernesto), Elenora Buratto (Norina), Davide Luciano (Un notario). Coro Titular del Teatro Real y Orchestra Giovanile Luigi Cherubini. Dir. musical: Riccardo Muti. Dir. de escena: Andrea De Rosa. Teatro Real, 15 de mayo.
Franz Schubert, Die schöne Müllerin. Florian Boesch, barÃtono. Roger Vignoles, piano. Teatro de la Zarzuela, 7 de mayo.
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Eso, en algunos teatros con Ãnfulas trascendentalistas (o trascendentaloides), no es empresa nada fácil y, en lo que llevamos de temporada en el Teatro Real, cargamos ya un cúmulo de ingentes dosis de sufrimiento, tanto directo (los dramas y las tragedias se suceden sin remedio, de Moses und Aron a Macbeth, de Boris Godunov a Il prigioniero, de Macbeth a Suor Angelica, y aún nos aguarda la desazón de Wozzeck) como sobrevenido.
Riccardo Muti cosechó un gran éxito el pasado año en el Teatro Real con I due Figaro, una ópera de Saverio Mercadante con conexiones españolas. Este año tenÃa previsto repetir visita y compositor, dando casi a conocer modernamente La rappresaglia, pero un percance de salud ha trastocado los planes y, al no poder disponer de los ensayos necesarios para poner en pie el nuevo tÃtulo, ha recurrido a un puntal del repertorio italiano, Don Pasquale, de Gaetano Donizetti, que traÃa ya montado de su Festival de Ravenna y que lleva acompañándolo durante toda su carrera. Debutó con él en el Festival de Salzburgo en 1971 y lo llevó al disco en 1982, con un reparto de campanillas (Sesto Bruscantini, Mirella Freni y Leo Nucci, con el Ernesto de Gösta Winbergh sensiblemente por debajo de sus colegas italianos) y una Orquesta Philharmonia en estado de gracia.
Aquà contaba, al igual que el pasado año, con una orquesta mucho más modesta, la entusiasta Orchestra Giovanile Luigi Cherubini, con un pie en Piacenza y otro en Ravenna, fundada por él mismo en 2004. Los cantantes elegidos eran, asimismo, de mucho menor lustre y experiencia, pero Muti sabe que su labor consiste justamente en, con esos mimbres, elevarse cuanto sea posible y modelar una representación operÃstica de altura, compacta y disfrutable. En Madrid ha conseguido ambas cosas, ya que su Don Pasquale fue un completo ejercicio de control por su parte, tanto en el foso como sobre el escenario, y el público, ávido de aplaudir como pocas veces se ha visto, premió generosamente casi cada aria, cada dúo, cada concertante (amén de la impecable traducción inicial de la obertura, por supuesto). Después del espantoso Don Giovanni, un erial de silencio por parte de los asistentes al Teatro Real, ahora se sucedieron, casi a modo de desquite, las ovaciones, que sonaron tan espontáneas como los abucheos que despidieron el reciente latrocinio perpetrado por Alejo Pérez y Dmitri Tcherniakov.
Gaetano Donizetti disfruta de fama póstuma por un puñado de óperas (con Lucia di Lammermoor a la cabeza), una parte Ãnfima de su producción, que comenzó a ser rescatada a cuentagotas a partir de la segunda mitad del siglo pasado. Don Pasquale, que hace la número 64 de su catálogo, pertenece a un género muy diferente de sus grandes dramas, como la propia Lucia o Anna Bolena, y, al contrario que L’elisir d’amore, otro de sus tÃtulos fetiche, es un producto de plena madurez, estrenado en el Théâtre-Italien de ParÃs en su último año en activo (1843) y no muy anterior, por tanto, al trágico final del compositor que, enfermo de sÃfilis, acabarÃa internado en un manicomio de ParÃs antes de ir a morir a su Bergamo natal en 1848 (visitar su casa supone una excelente excusa para callejear por la bellÃsima Bergamo Alta). Su autor caracterizó Don Pasquale como dramma buffo y Muti incide también en esa aparente antinomia, alertando sobre el terrible error que supone dejarla reducida exclusivamente a su vertiente cómica. Por eso, ya desde la obertura, el napolitano se recreó en los constantes dejos melancólicos de la partitura, que contiene algunos elementos realmente transgresores. El mayor de todos ellos es probablemente ese largo y sorprendente solo de trompeta en la introducción del aria de Ernesto del segundo acto, «Cercherò lontana terra», remedado nada menos que por Igor Stravinsky en su The Rake’s Progress, donde también una solitaria trompeta prepara la llegada de Anne Trulove a la casa londinense de Tom Rakewell: «¡Qué extraño! Aunque el corazón por amor todo lo osa, / la mano se echa atrás y ya no encuentra / impulso que la anime. / “¡Londres! ¡Sola!â€, parece todo cuanto puede decir»1, escribió Auden en el libreto. «Cercherò lontana terra / dove gemer sconosciuto; / là vivrò col cuore in guerra / deplorando il ben perduto», comienza, mutatis mutandis, el texto del aria ideado por Giovanni Ruffini y, quizás, el propio Donizetti (cuyo intervencionismo provocó que el libretista no permitiera que su nombre figurara unido a la ópera). Un siglo después, la audacia de Donizetti tuvo su merecido homenaje de mano del más audaz de los compositores.
A pesar de su proverbial feracidad, el facsÃmil del autógrafo de la partitura de Donizetti editado en 1999 por la Accademia Nazionale Santa Cecilia revela, en contra del cliché habitual asociado a Don Pasquale, una cuidadosÃsima labor compositiva a lo largo de varios meses, con numerosas correcciones y mejoras hasta el último momento. La ópera fue estrenada por cuatro grandes de la época: Giulia Grisi (Norina), Luigi Lablache (Don Pasquale), Giovanni Matteo Mario (Ernesto) y Antonio Tamburini (Malatesta). No es fácil estar a la altura de aquel elenco, pero Muti tampoco parece demasiado interesado (más aún en este estadio de su carrera) por rodearse de grandes divos que le pongan las cosas difÃciles. AsÃ, ha visitado Madrid con un reparto carente de genialidades, pero fiable y dúctil y receptivo a sus indicaciones. Aunque el personaje protagonista ronda la edad de Muti («per un uom sui settanta», canta Don Pasquale al comienzo del segundo acto), aquà lo ha encarnado un bajo-barÃtono sensiblemente más joven, Nicola Alaimo (sobrino de Simone Alaimo). Su composición del personaje, ya modelada en Ravenna con Muti, es perfecta, con la comicidad justa y ese toque de amargura y contención que éste no desea dejar de lado. Vocalmente, como el resto de sus compañeros, es competente, sin ser una voz grande ni con bajos demasiado poderosos. Pero se cree el personaje a pies juntillas y sabe transmitir, sin forzar un ápice la metamorfosis, su transformación de novio encandilado en marido exasperado.
Elenora Buratto, también muy joven, debutaba en el papel y solventó la papeleta con enorme profesionalidad. Con el tiempo, su Norina, y su «testa bizzarra», madurarán a buen seguro, como lo hará también una voz con un enorme potencial, que tiene una gran frescura en los agudos y brillo en las agilidades, pero que no siempre dibuja con precisión y nitidez la lÃnea de canto. Teatralmente, Buratto fue también muy convincente, dentro de la contención generalizada impuesta por Andrea De Rosa, el director de escena, que sirvió para acentuar el efecto cómico de las gotas de humor esparcidas con tino aquà y allá. Dmitry Kurchak salvó también con oficio los momentos más comprometidos de las arias y los dúos de Ernesto, pero cuenta con la desventaja de una voz demasiado nasal y estrangulada, que se funde con dificultad con las de sus compañeros. Rusia ha dado grandes bajos y excelentes sopranos, pero raramente tenores punteros. Alessandro Luongo se movió con agilidad como el doctor Malatesta, el factótum que urde todo el enredo, pero su personaje se habrÃa beneficiado de una voz más rotunda y con recursos más variados. Bien, por último, Davide Luciano en el breve pero necesario papel del notario.
La Orchestra Giovanile Luigi Cherubini (Muti es un entusiasta abogado de la causa del autor de Medea) está integrada por jóvenes instrumentistas y toca con la entrega y devoción a su fundador que cabe imaginar. Muti dejó a un lado los experimentos de ubicación en el foso de Così fan tutte y Don Giovanni, y volvió a situar a las maderas en el centro y a los contrabajos a la izquierda, y la mejorÃa se percibió desde los primeros acordes de la obertura. No es una orquesta de primera lÃnea, por supuesto, pero, al igual que sucedió en el reparto vocal, no parece ser ese el objetivo de Muti, que hace primar siempre la música sobre sus intérpretes. El napolitano sabe perfectamente lo que quiere y, lo que es más importante, sabe cómo conseguirlo. Es un placer ver cómo utiliza su mano izquierda para dar esporádicas indicaciones a los cantantes, o como se incorpora súbitamente de su silla para provocar un repentino –y oportuno– arreón de la orquesta. En el mejor de los sentidos del término, irradia autoridad, dominio, y cuanto escuchamos, casi hasta el más mÃnimo detalle, dimana de un concepto claro y una mente lúcida. Plegados a sus clarÃsimas directrices (como lo hizo también el magnÃfico Coro Intermezzo en sus intervenciones del tercer acto), si algo quedó claro tras este Don Pasquale es que las grandes óperas requieren de grandes directores musicales. No puede ser casual que las mejores interpretaciones escuchadas este año en el Teatro Real hayan sido las que han contado con directores de primerÃsima lÃnea: Thomas Hengelbrock (en su memorable Parsifal en versión de concierto) y, ahora, Riccardo Muti. Ambos representan, como personas y como músicos, opciones casi antagónicas, pero han sabido imprimir de forma indeleble su personalidad y su musicalidad a lo que escuchamos. En un teatro que no cuenta con director musical (una ausencia doblemente flagrante, pues al desamparo de la orquesta se le une la carencia del imprescindible contrapeso a la figura del director artÃstico, el omnÃmodo Gerard Mortier), difÃcilmente se alcanzará la excelencia si no es con grandes directores, le pese a quien le pese.
No asistimos, en fin, al mejor Don Pasquale imaginable, pero la sala era, al acabar, un desfile de caras de satisfacción. Después del gulag, se palpaban las ganas de disfrutar, gozar de una cierta normalidad y aplaudir. En el paÃs de los ciegos y tuertos, Muti ejerció, sin aspavientos, sin salidas de tono, sin un solo gesto innecesario, de rey incontestado. La batuta sà importa, y mucho.
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[Publicado en Revista de libros el 16/05/2013]
Foto: © Javier del Real / Teatro Real
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