‘Eau de Bad Kissingen’, de la aquaterapia a la musicoterapia
Repertorio e intérpretes franceses copan el programa del 39º Kissinger Sommer, uno de los festivales más pujantes de Centroeuropa
Entre los casi 70 conciertos programados del 20 de junio al 20 de julio el desembarco francófono no pasa desapercibido: la Philharmonique de Radio France, la Orchestre Phiharmonique Royal de Liège o Les Arts Florisants, amén de los pianistas Pierre-Laurant Aimard, Jean Yves Thibaudet o Marie-Ange Nguci, los hermanos Gautier y Renaud Capuçon o el organista Olivier Latry. Son solo un botón del escaparate prêt à écouter 2025.
Doce Notas ha podido presenciar a pie de terma el resurgir musical de uno de los balnearios alemanes más selectos del siglo XIX escuchando en este caso a dos formaciones nacionales: la WDR Sinfonierorchester de Colonia y los Bamberger Symphoniker. Ambas acompañando a dos embajadoras germanas de excepción: las violinistas Julia Fischer e Isabelle Faust.
Spa, ya saben, salutem per aquam, la más solicitada de las experiencias-regalo. En el caso que aquí nos ocupa, tergiversaría las siglas y hablaría antes de spam, léase: salutem per aquam et musicam. Es lo que viene recetando desde hace cuarenta años la ciudad de Bad Kissingen, intacto recodo de la región de Unterfranken, a mitad de camino de Frankfurt y Bayreuth. Desde que en 1986 inaugurara el Kissinger Sommer, a las propiedades curativas de sus aguas medicinales suma ahora las musicales.
Las aguas del río Saale bajan mansas en su curso medio, pero no son éstas, sino las de su subsuelo, las que dieron origen y fama a esta pequeña ciudad balneario. Hasta aquí, como en Karlovy Vary (Chequia), Vichy (Francia) o Baden-Baden (Alemania), peregrinó 150 años atrás la crème de la crème de la aristocracia europea. La emperatriz Sisí, el zar Alexander II o el canciller Otto von Bismark acudieron en repetidas ocasiones, pero también Gioachino Rossini o Richard Strauss se dejaron caer por Bad Kissingen en pos de la aquaterapia y de la diplomacia termal. De un tiempo a esta parte son mayoritariamente músicos insignes quienes han pasado a engrosar el Hall of Fame de esta ciudad a 150 kilómetros de Nürnberg.
Cuatro semanas ininterrumpidas de conciertos con algunos de los solistas y orquestas más reputadas del planeta congregan a miles de melómanos a orillas del Saale. El Max-Littmann-Theater, la Rossini Saal o el Kurtheater son sus bastiones. Pocas ciudades en Europa pueden presumir de tantas salas de concierto históricas en apenas un kilómetro a la redonda. Y es que el patrimonio arquitectónico musical de Bad Kissingen, con sus apenas 25.000 lugareños, es ya de por sí suficiente reclamo. Mucho le debe la vecindad al arquitecto muniqués Max Littmann quien a principios del siglo pasado rediseñó algunos de los principales atractivos del casco antiguo, entre estos, la Drehbühne del Kurgarten. Un escenario giratorio, que gracias a su rotación puede ser exterior o interior, adaptándose así a las inclemencias meteorológicas.
A diferencia de las grandes ciudades alemanes, Bad Kissingen conserva intacta su silueta al no haber padecido los estragos aéreos de la guerra. Quizás por eso su actual intendente, Alexander Steinbeis, programa cada nueva temporada buceando en los archivos locales y escudriñando la larga lista de celebridades que engrosaron y engrosan sus anaqueles desde hace dos siglos.
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Repóker de bises
Cuando se apaga el último foco de la Max-Littmann-Saal buena parte de las calles se han sumido ya en el letargo estival, solo la ruleta del casino de Bad Kissingen sigue rodando bajo el murmullo exterior de fuentes y surtidores. El noctambulismo tiene en este elegante edificio neorenacentista su pequeño oasis como antídoto al insomnio canicular. Intercambiamos a continuación impresiones sobre los cuatro conciertos que pudimos escuchar entre el 28 y 29 de junio. Y lo hacemos, en sentido retràctil, esto es, partiendo de los bises.
JEAN RONDEAU, cémbalo. Rossini-Saal, 28 de junio. Obras de Rameau, Couperin y Royer.
Bis I: Variaciones Goldberg: Aria de Johann Sebastian Bach
El joven cembalista francés Jean Rondeau debutó el 28 de junio en la flamante Rossini-Saal. Rameu, Couperin y Joseph Nicolas Pancras Royer (1703-1755) figuraban en su programa íntegramente centrado en el barroco francés. Todo un tratado de virtuosismo en el doble teclado. Alcanzamos a escuchar sus dos últimas interpretaciones La Sensible y La marche des Scytes de Royer, lo justo para poder testar la maestría que se refugia bajo el modesto y tímido semblante de Rondeau. Por suerte, volvió a sentarse dos veces más frente a las teclas negras.
En el segundo y último de sus bises escuchamos el inicio de las Variaciones Goldberg. Lo ejecutó primero en el registro grave y luego en el teclado superior. Una exquisitez, del primer sonido al postrer silencio. Pocas obras a lo largo de la historia han generado tanto fetichismo como ésta, casi tres siglos después de ver la luz sigue brindando nuevas versiones, nuevas aproximaciones. Y la de Rondeau, a todas luces, no debe ser ignorada. Es más, seguramente puede tambalear algunos mitos y reactivar la búsqueda de la versión definitiva. Apenas un aperitivo del célebre BWV 988 proporcionó motivo más que suficiente para seguir los pasos y sobre todo los dedos de Jean Rondeau. Con Bach y con una partitura que se editó en 1742 en Nürnberg, no muy lejos de aquí, despidió su recital en la suntuosa Rossini-Saal, a la que sospechamos no tardará en regresar.
No es casualidad que Rondeau presumiera de repertorio patrio y es que la presente edición, bajo el lema Je ne regrait rien, en alusión a la eterna Edith Piaf, presenta un marcado acento francófono, fácilmente identificable en el repertorio y en la nómina de orquestas, conjuntos y solistas invitados.
JULIA FISCHER (violín), CRISTIAN MăCELARU (director), WDR Sifonieorchester Max-Littmann-Saal, 28 de junio. Obras de Saint-Saëns, Brahms y Rimski-Korsakov.
Bis II: Sonata para violín en sol menor (lebhaft) de Paul Hindemith
El sábado por la tarde tuvimos ocasión de visitar la joya de la corona del festival bávaro: la Max-Littmann-Saal. Casi anexa a la Rossini-Saal y rematando una de las alas del la pabellón termal, este macizo recinto es, sin riesgo a exagerar, una de las salas más bellas del Viejo Continente y su acústica el espejo de un interiorismo exquisito. A saber los cerezos que fueron necesarios laminar para literalmente forrar de madera noble la caja acústica del también llamado Regentenbau, erigido en 1913.
El escenario camufla en su parte superior tres coquetas puertezuelas que facilitan el acceso únicamente a los percusionistas. Cuando sobreviene un sold out, hecho nada inhabitual, el edificio posee un previsor e innovador resorte modular. El lateral derecho repliega su piel cereza, restando a la vista solo seis pilares de carga. En estas ocasiones se disponen sillas en el anexo y así el reservado de la Grüner Saal (Sala Verde) pasa a formar parte de facto del patio de butacas.
Entre las orquestas que este verano han podido catar su preciada reverberación figura la Orquesta Sinfónica de la Westdeutscher Rundfunk de Colonia, con su titular Cristian Măcelaru y la violinista muniquesa Julia Fischer. Los amantes del violín pudieron gozar de dos obras con marcado protagonismo del arco rey. El Concierto para violín en Re Mayor de Brahms, en el primer ecuador, y Schererezade de Rimski-Korsakov en la reanudación. Entre ambas piezas Julia Fischer insertó un bellísimo bis: el finale de la Sonata número 6 en sol menor op.11 de Paul Hindemith. Trepidante desde el primer compás, Fischer se lanza cuesta abajo y sin frenos para ejecutar este diabólico ejercicio de virtuosismo digital, no exento de atrevimiento armónico, que recuerda también a los de Eugène Ysaÿe. La técnica de Fischer está fuera de toda duda y su fraseo va ganando carácter con los años.
Antes del bis mencionado, venía de cerrar el monumental concierto brahmsiano con un Allegro giocoso, que fue precisamente eso: puro divertimento. Frente a la severidad del primer tiempo, el tercero invita casi a la danza. Măcelaru, director más bien recio, balanceó su cuerpo en varios momentos, insinuando el carácter casi danzable de un Brahms que en el desenlace final se desmelena. Se me antoja difícil interpretar mejor este pasaje que aúna frenesí, euforia desbordante y liberación. Radiantes -solista, director y orquesta- supieron pulsar el electrizante bit desde el primer golpe de arco y el tutti subsiguiente. Un arranque que obliga, a unos y a otros, a hilar muy fino para entrar a la par antes del slalom final.
Entre las virtudes de Măcelaru se cuenta la del rigor rítmico. Ese don, sumado al frenesí latino de su adn rumano, condujeron la parte final de Brahms por el camino de la excelencia suprema, con una Fischer desbocada, insultantemente segura de sí misma. Poco importaba a esas alturas si había red bajo la cuerda floja. ¡Cómo bate su meñique! ¡Qué destellos, qué trinos de infarto!
Unos y otros gozaron, dentro y fuera del escenario, del optimismo que rebosa y contagia el susodicho Allegro giocoso. Uno de los mayores subidones sinfónicos del siglo XIX y sin duda el pasaje más excepcional de la velada. Una interpretación para recordar, de la que nos llevamos también ese largo impás de espera del primer tiempo: Fischer aguardando el momento de empuñar el arma y cargarla al hombro para afrentar al coloso de la literatura violinística (cadenza de Joachim incluida). Hay algo de heroico en esta tensa espera, en estos tres minutos de trinchera obligada. Antes de que el violín irrumpa a cuerpo descubierto, sin retaguardia alguna, en el campo, ya abonado, de batalla.
Bis III : Suite n.2 L’Arlésienne: Farandole (G. Bizet)
Mit Pauken und Trompeten se despidió de la Westdeutscher Rundfunk Sinfonieorchester el que ha sido su titular durante los últimos seis años. Cristian Măcelaru dirigió en Bad Kissingen su último concierto –días antes Mikko Franck había hecho lo propio con la Orchestre Philarmonique de Radio France–, siendo la Farandole de Bizet su carta de despedida. Con este explosivo cóctel bizetiano, que fusiona dos de los temas más conocidos de la homónima obra, finalizó un concierto y un periplo, que en su segunda parte estuvo íntegramente dedicado a Rimski-Korsakov y su célebre Scherezade. En este caso fue el concertino quien asumió los expuestos pasajes solistas del famoso poema sinfónico.
El director rumano nos legó una Scherezade, sino sublime, muy bien narrada, como corresponde. En adelante Măcelaru proseguirá al frente del podio de la Orquesta National de France, a cuya titularidad ascendió en 2020, y que también dirigiera en los años setenta su célebre paisano Sergiu Celebidache, con quien guarda algunas similitudes, ni que sean físicas, veáse, su corte de pelo.
EDGAR MOREAU (cello) & DAVID KADOUCH (piano) Convento de Maria Bildhausen, 29 de junio. Obras de Chopin, Franck y Beethoven
Bis IV: Solitude de Rita Strohl (1865-1941)
Decíamos que Francia es el país invitado, no nos extrañe que algunas de las propinas adjunten la indicación de Fait en France. Es el caso de Solitude, una rêverie para chelo y piano de la compositora gala Rita Strohl, objeto de reciente redescubrimiento, que cerró el excepcional concierto protagonizado por el chelista Edgar Moreau y el pianista David Kadouch. Este último está ligado al verano kissinges desde que en 2007 obtuviera el tercer puesto en el Kissinger Klavierolymp, un apéndice del Kissinger Sommer, que cada septiembre reúne a seis de los pianistas más prometedores del momento.
Kadouch y Moreau diseñaron un interesantísimo programa que partía de una de las primeras sonatas modernas para chelo sensu estrictu, el opus 69 de Beethoven, para finalizar con la sonata de César Franck. Sí, esa que fue compuesta originalmente para violín, pero que hoy día frecuentan más los chelistas que los violinistas. Entre ambas, la Sonata para chelo en sol menor de Chopin, uno de sus pocos trabajos que no compuso única y exclusivamente para la tecla.
El Beethoven de la Sonata en La Mayor conserva aún cierto apego melódico. El primer movimiento esconde un bellísimo pasaje que recuerda a Schubert. Cuando el compositor de Bonn abandona su severidad orgánica y genial es capaz de reconfortar el alma, colmándola de dicha, convirtiendo el recogimiento en exultante clímax. Así lo supo entender y transmitir la dupla Moreau-Kadouch.
Se entienden las dudas del compositor polaco frente a algunos pasajes de su sonata para chelo. Es como si Chopin se sintiera desnudo y desvalido, tan pronto se veía forzado a escribir notas para un instrumento ajeno. A diferencia de la clara estructuración de la anterior sonata beethoveniana, la de Chopin discurre en su primer y segundo movimiento de forma difusa, como si el relato estuviera más enmarañado de lo recomendable. Aunque el pianista fue siempre fiel en lo formal al método, al canon, al precepto (preludios, sonatas, polonesas, valses,…), nada de guiños programáticos ni formas innovadoras; su música es probablemente la más experimental, personal e intransferible, que se compuso en la primera mitad del siglo XIX. Quizás haya algo que se nos escapa en esta sonata, algo parece zozobrar el orden interno. Si el propio Chopin dudaba de su valor, qué decir un oyente al uso dos siglos después. En el Largo y el Finale volvimos a sintonizar con los solistas y, aquí sí, uno asimila o cree aprehender el mensaje del, no siempre diáfano, genio de Varsovia.
Lo decíamos. A veces cuesta admitir que la Sonata para violín de César Franck fuera ciertamente concebida para el pequeño de los instrumentos de cuerda frotada. Sobre todo después de escuchar la excepcional versión firmada por Kadouch y Moreau. Fue sin duda el plato fuerte de este mediodía musical en el desamortizado monasterio de Maria Bildhausen, a 25 kilómetros de Bad Kissingen. Sus intérpretes no escatimaron ni un átomo de intensidad desde esos primeros tímidos esbozos sonoros hasta la eclosión desatada final: conclusiva y arrebatada como pocas. Asistimos a una lectura explicada pero también experta: aleación perfecta de razón y corazón. El piano de Kadouch suena impoluto, dominando la dinámica en cada momento y con un oído pegado al mástil de su interlocutor para entrar o salir a su debido momento.
Moreau por su parte exprime el sonido de su arco y lo pulsa sin especulación, decidido, consciente de que el lleva, en lo melódico cuando menos, la voz cantante. Acoplamiento perfecto, sintonía exquisita, orbitando en torno a una idea, a un tema, que, quien conoce la partitura, anhela ipso facto, pero que Franck contiene y atempera hasta su desenlace desbocado del Allegretto poco mosso. No se me ocurre una mejor manera de plasmar la obra más célebre del compositor belga. De un plumazo, una sonata de cuatro movimientos, pero unitaria como pocas. La génesis de esta obra ha despertado numerosas especulaciones, pero versiones como la escuchada en las dependencias conventuales de Bildhausen invitan a dudar de que el violín fuera el primer destinatario de dicha sonata.
ISABELLE FAUST (violín), DALIA STASEVSKA & BAMBERGER SYMPHONIKER Max-Litmann- Saal, 29 de junio. Obras de Ravel, Beethoven y Sibelius.
Bis V: Por identificar. Cadenzas de A. Schnittke al Concierto para violín de L. van Beethoven
Admito tener mis dudas sobre el bis elegido por Isabelle Faust para despedir el Concierto para violín en Re Mayor de Beethoven, que interpretó junto a los Bamberger Symphoniker y la directora Dalia Stasevska. Por momentos sonaba a Bach, algún pasaje rebuscado de alguna partita, o quizás yerro de pleno en mi vana elucubración. De lo que sí puedo dar fe es de la cadenza, como me confirmó el intendente Alexander Steinbeis. La violinista germana eligió la doble cadenza con obbligato de timbalo de Alfred Schnittke.
El compositor ruso-germano firma un epílogo virtuosístico, en el que condensa toda la materia prima beethoveniana, jugando y casi bromeando con el motivo de las cinco repeticiones iniciales. Una cadenza que obliga a intervenir al timbal en el tramo final de la misma, con el que Faust departió desde la distancia. En el Rondo, donde la violinista exhibió su faz más desenvuelta y, ahora sí, derrochó musicalidad, reaparece la cadenza de Schnittke, tan sorpresiva como lo es el final del concierto en sí. El de Bonn, siempre representado con el semblante enojado, quiso finiquitar su único concierto para violín pillando a contrapié al oyente y traicionando su expectativa de una nueva repetición…, que no fue ni nunca será. Una vez más la Max-Littmann-Saal con la Grüner Saal, abierta de par en par, se dejó embaucar por el bromista de Bonn.
Sorpresivo, sí, pero traicionero, también, puede resultar el final de la Sinfonía nº 5 en Mi bemol Major de Jean Sibelius, como así lo fue en el debut en Bad Kissingen de la directora fino-ucraniana Dalia Stasevska. La joven directora poseedora de un arrojo y un temperamento nada nórdico nos sirvió una versión excelente de la partitura, desgranando los motivos y sus misteriosas zarzas, sin resignarse a imprimir carácter a cada uno de los tres movimientos. Con un sentido de la dinámica muy acentuado, camufló y redescubrió estos embriones sonoros que anticipan el clímax, pero reteniéndolo para que la catarsis, una vez llegue, sea plena.
Su Sibelius me pareció un Sibelius panteísta, natural mysticism lo llaman algunos, con un fruto que termina condensado en una semilla y una semilla que germina y se transforma en fruto. En esa dialéctica, en esa dualidad, a ritmo de diástole y sístole, parece moverse por momentos el rico universo orquestal del genial compositor finés. Excelente arquitectura en el último allegro, Stasevska armó de la nada con oficio, meticulosidad, intensidad y convicción el exultante y triunfal tema de los cisnes. Todo transcurrió a la perfección hasta ese final, ese risky final de los seis acordes y sus respectivos cinco silencios. Adelantar el aplauso a su final es uno de los riesgos reales que entraña la partitura (y puede echar a perder toda la sinfonía por un exceso de precipitación), pero lo que ocurrió fue lo contrario. Se impuso la indecisión. El arte de saber, o sentir, cuando debe uno aplaudir es toda una ciencia. A veces, incluso, un misterio.
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