De Jordi Savall a Klaus Mäkelä, un Musikfest Berlin 2024 para todas las edades… y siglos
El ‘sensei’ catalán y el precoz director finés conquistan el público berlinés en su paso por la Philharmonie. Entusiasta acogida del ‘Mar de músicas 1480-1880’ y del sinfonismo báltico del XX y XXI
Quien lo iba a decir, precisamente él, la seriedad personificada -toda una leyenda viva del historicismo musical-, transformó el sacra sanctorum de la Filarmónica de Berlín en un improvisado guateque. Eso sí, un guateque del que, quien esto escribe, acertaría a nombrar a lo sumo media docena de instrumentos. Trombón renacentista, dulzaina, arpa barroca, thiorba… y llegados de ultramar: el tiple colombiano, la marimba de chonta, la kora malí o el tres cubano. Voces y timbres exóticos a partes iguales, reduciendo a la expresión justa los tañidos del Viejo Mundo, testimonial representación, por tanto, de la Capella Reial de Catalunya y el Hespèrion XXI. Al frente de esta cuarentena de vocalistas e instrumentistas, la viola de gamba, a modo de timón, del capitán de la nave: Jordi Savall.
El de Igualada le dio la vuelta al historicismo musical y, reuniendo a vocalistas de una decena de pretéritas colonias viejomundistas, hizo su apuesta personal y su particular banda sonora a cinco siglos de esclavitud en ambas márgenes de Atlántico: de Cánada a Brasil, de Guinea a Mali y de Cuba a Haití. Las coordenadas temporales, de 1440 a 1880 (a saber, primera expedición a África con fines esclavistas y abolición de la esclavitud en Puerto Rico y Cuba). El nuevo proyecto del infatigable violagambista catalán surca musicalmente el pasado musical de dichos territorios desde una perspectiva euroexcéntrica. Así el espectador asiste cronológicamente a la narración de algunos hechos claves del frame histórico al tiempo que vivencia como los padecimientos aparejados se trocaron, sentaron las bases, del son latino, de la música afroamericana.
Con este guión despedía el mes de agosto el Musikfest Berlin 2024, que en su vigèsima edición ha reunido a lo largo de 40 conciertos, programados entre el 24 de agosto y el 18 de septiembre, a algunas de las orquestas más emblemáticas del Viejo (la Filarmónica della Scalla, la Sinfónica de la Radio Bávara, la Oslo Philharmonic, los Wiener Philharmoniker y las cuatro orquestas referenciales de Berlín) y Nuevo Mundo (Sinfónica de Sao Paulo, The Cleveland Orchestra y la Kansas City Symphony). Estás tres últimas de presencia más que justificada toda vez que la edición del festival lleva por título genérico: Amériques.
Jordi Savall & Friends rumbean sobre el parquet
Precisamente las Américas, musicalmente hablando, es lo que Savall y sus acólitos hicieron por espacio de algo más de dos horas sobre el pentágono berlinés. Una ruta, la de las Américas con funesta y (lamentablemente) obligada escala en la costa occidental africana. Latinos, mulatos, criollos, negros, indioamericanos, habitantes del África costeña piden aquí la voz, la palabra y el instrumento. A fin de cuentas la autoría de la ranchera, el blues, la guajira, la samba, la rumba y algún fado desafinado beben sobre todo de la población autóctona amerindia y no tanto de sus conquistadores. Algunos de los bailes populares más internacionales de nuestra contemporaneidad se gestaron bajo el feroz yugo colonial de íberos, británicos o francófonos.
Una guisa de carnaval de las culturas, eso sí con la esclavitud de común denominador, sustenta la nueva audioguía que me imagino Alia Vox no tardará en llevar al estudio. Ello explica que, salvo algunas composiciones peninsulares y un puntual injerto de Jean Philippe Rameau (Air pour les esclaves africains), la mayor parte de la música escuchada el pasado 31 de agosto en la Philharmonie berlinesa no guardara relación directa con el Viejo Mundo. El paleontólogo musical en esta ocasión ha escarbado en tierras menos frecuentadas, como lo hicieron los navegantes portugueses y españolos cinco siglos atrás. Así arranca este ‘Mar de músicas’, con el narrador Bless Amanda y el cantante guineano Sekouba Bambino en modo chamán-animateur.
Savall se reinventa en cada registro. Si durante décadas pasó por ser el habitante del pasado (el redescubridor), no hay más que escuchar su ‘Mar de músicas’ para entender, por qué en su día The Guardian afirmó que Savall era un hombre de nuestro tiempo. Para muestra un botón.
Heterodoxa y ecléctica se nos presenta esta mescolanza de ritmos y sones. Estudiada coreografía, al milímetro, estructurada en torno a un texto recitado, frecuentes dúos vocales, algún interludio instrumental y puntuales números corales. Algún purista quedé quizás afearle a Savall los micros, totalmente justificados en este caso habidas las dimensiones del auditorio que nos ocupa.
Ballaké Sissoko a la kora, se encargó de acompañar el arranque y el cierre. Sin duda uno de los instrumentistas más destacados del nutrido y variopinto grupo que Savall reunió para la ocasión en el que la presencia del Hespèrion XX y la Capella Reial quedó reducido a su mínima esqueleto. Por su parte, Savall no se prodigó mucho a la viola de gamba, pero en las dos ocasiones que asumió el protagonismo, demostró que su virtuosismo al arco no admite dudas.
Un espiritual negro, como no podía ser de otra manera, cerró el periplo en la voz de la soprano canadiense Neema Bickersteth. Sin duda uno de los descubrimientos más valiosos de tan colorida travesía.
Isabelle Faust: excelencia, rigor y dodecafonismo a flor de piel
La jarana se desataba en la sala sinfónica berlinesa a la misma hora que en la anexa sala de cámara Isabelle Faust & Friends (así rezaba el concierto del Musikfest Berlin) exploraban los entresijos del dodecafonismo en petit comité. La prestigiosa violinista germana se rodeó de Meesun Hong Coleman (violín), William Coleman (viola), Julia Hagen (violonchelo), Pascal Moraguès (clarinete), Júlia Gállego (flauta) y Florent Boffard (piano) para interpretar dos fragmentos camerísticos de Alban Berg y Anton Webern, los epígonos aventajados del maestro Arnold Schoenberg. Emparedadas entre la obra sus pupilos y la de su admirado Johannes Brahms sonaron la Kammersymphonie nr. 1 op. 9 y la Fantasía para violín con acompañamiento de piano op 47 del año 1949, alfa y omega de la atonalidad. Un spagat de 60 años para explorar el devenir de la música camerística vienesa en su convulso tránsito del canto de cisne romántico al dodecafonismo más decidido.
De un tiempo a esta parte, los intérpretes más audaces gustan de insertar una obra del repertorio clásico en un programa de obras más coetáneas, a priori menos audibles y apetecibles. Así se las ingenian para que también comamos verdura. Y funciona. El programa de Faust & Friends resultó ser uno de los más sugestivos y preciosos que he escuchado en mucho tiempo. Huyendo del más de lo mismo, Faust nos sorprende con el tridente Berg-Schoenberg-Webern como tarjeta de visita. El recital del pasado 31 de agosto es el primero en el que puedo afirmar, con total honestidad, que disfrute del dodecafonismo. Como también lo hice, y cómo, del colofón: el Quinteto para clarinete de Brahms.
La tardía Fantasía para violín de Schoenberg, compuesta dos años antes de su muerte, debiera contarse no sólo entre las perlas del repertorio camerístico dodecafónico, sino, por ende, de todo el siglo XX. Preciosa y exquisita la declamación que Faust infiere a cada una de las frases, otorgando sentido y hondura a cada incisión. Una melodía fragmentaria, que seduce desde la primera nota hasta la última, otorgando una aplastante lógica musical y sentir a aquellos sonidos (a las mismas notas pautadas, que en otras manos, menos diestras, suenan frías y aleatorias). Oficio y candor. Aunque el compositor vienés pareciera relegar el piano a un segundo plano a juzgar por el título de la obra, lo cierto es que no detecté en Florent Boffard voluntad de mero acompañante, sino más bien de despierto y experto interlocutor. Intercalándose a menudo en ese casi místico discurrir de las cuatro cuerdas, pero en permanente simbiosis, al acecho, a la escucha: coexistiendo. En este casi postrer opus de rigoroso dodecafonismo uno intuye resonancias del primer Schoenberg, de esa Verklärte Nacht que marcó el principio del fin de una nueva era.
Por el número de opus 115, próximo al de los inefables Intermezzi, el buen aficionado advierte que nos hayamos ante las postrimerías de la vida y obra de Brahms. Hablamos, claro está, de su Quinteto para clarinete en si menor. Brillante, solemne y grandiosa obra camerística a la vez que otoñal, en el mejor sentido de la palabra. Como si el otoño no pudiera presumir de dignidad y de marchar con la cabeza bien alta. Considerada el canto de cisne brahmsiano, cuando menos en lo camerístico, la interpretación de Faust si llega al soporte fonográfico, como no dudo será el caso, se convertirá automáticamente en una versión de absoluta referencia. Uno no concibe que se pueda interpretar con mayor perfección técnica y hondura el segundo de sus cuatro movimientos, en el que la cuerda titubea contemplativa y el deambular casi flemático del clarinete otorga serenidad al discurso. Todo ello tras el monumental desarrollo del primer movimiento, en el que por momentos Brahms parece querer adentrarse en una quinta sinfonía.
Pascal Moraguès, con la sonrisa preceptiva del clarinetista, deambula por esta indiscutible obra maestra sin afán de protagonismo, desde la tranquilidad que proporciona saber que el pescado está vendido. Una última concesión a la pirueta, tercer movimiento, y al temperamento… para cerrar, a renglón seguido, la obra con el canónico cuarto movimiento y una casi efímera reexposición del primer tema inicial. Una reprise tan breve como elegante, quitándose importancia, como queriendo pasar desapercibida, y cerrando sin más, con sencillez pasmosa y sin aspaviento alguno, esta última genialidad del maestro hamburgués.
La reverencia con la que el público despidió el quinteto de Brahms, largos segundos de silencio sepulcral sucedieron a la última nota (nadie se atreviera a ensuciar con sus palmas la partitura en su largo desvanecer), resume a la perfección la excelente velada camerística de que gozaron los más bien pocos asistentes de la hermana pequeña de la Philharmonie. En unos tiempos donde el aplauso inmediato y desbocado es divisa de cambio habitual, oasis como el aquí descrito constituyen un bálsamo reparador para los que se resisten a creer que la excelencia y la hondura son incompatibles en nuestros días.
Dos micropiezas de Schoenberg para sexteto, a modo de vis. Aunque en ese impasse, la verdad sea dicha, uno todavía estaba bajo el embrujo del op.115. Su efecto perduró aún algunos minutos hasta que me tropecé indefectiblemente con la Verklärte Nacht de Potsdamer Platz, a la salida de la Philharmonie.
Odisea sinfónica báltica: De Oslo a Shostakovich haciendo escala en Rautavaara y Saariaho
El fenómeno Klaus Mäkelä (rara vez un director tan joven despierta tanto entusiasmo generalizado) ha desembarcado en Berlín también. El aún veinteañero director titular de la Orquesta Filarmónica de Oslo, a cuyo cetro accedió con tan solo 22 años de edad en 2018 ha sido sin duda uno de los principales atractivos del 20º Musikfest Berlin. Mäkelä, que no se achanta ante nada, decidió en su retorno a Berlín, apostar fuerte a tenor del programa seleccionado: el estreno alemán póstumo de Vista de Kaija Saariaho (1952-2023), el Cantus Articus de Einojuhani Rautavaara y la sinfonía número 5 de Shostakovich, dos obras del siglo XX y una del siglo XXI. Méritos no le sobran al director finés, que dirigió de memoria la última de las obras y prescindió en todo momento de la batuta. Un sentido del ritmo impecable, le libera de tal accesorio.
La partitura de Saariaho, la excelente compositora finesa, no llegó a convencerme. Gran despliegue orquestal, repleto de minuciosas acotaciones y alguna excentricidad (utilizar el arco del violín para rasgar los platillos), que no llego a tocar mi fibra sensible. Debo reconocer que cuando veo a tantos intérpretes sobre el escenario anhelo algo grandioso para justificar tal despliegue de medios, de lo contrario me parece un dispendio tanto aparato y espectro sonoro.
Más inspirado me resulta el Cantus Articu,s de Rautavaara, conocido también como Concierto para pájaros y orquesta, sencillamente porque la orquesta interactúa con una cinta magnetofónica de registros ornitológicos, que se inserta dentro del discurso instrumental a modo de solista. Aquí uno notó mayor empatía con una partitura estructurada en tres sugestivos movimientos: Cieno, Melancolía y Cisnes migrando, que en cierto modo podrían compendiar la quintaesencia finesa. Mäkelä, cual un mimo conmovido por esa música en comunión con gaia, dirigió y por momentos se dejó dirigir y mecer por ese rezo a la naturaleza, que resulta a fin de cuentas la obra.
El supuesto plato fuerte llegaba en la segunda parte con la Sinfonía n. 5 en re menor de Dmitri Shostakovich, obra estrenada en 1937. La partitura que en cierto modo restauró por unos instantes la confianza de la URSS para con su otrora compositor franquicia. Aquí sí me mojo a la hora de ponderar la dirección del joven Mäkelä. Casi me quedaría con los movimientos centrales (Allegretto y Largo). El icónico primer movimiento, con su fulgurante anacrusa de entrada tuvo en las manos del director una lectura nítida: fraseo riguroso y responsorial. Hay algo, no obstante, que personalmente me genera un cierto rechazo. Por momentos un exceso de afectación, que raya la lo histriónico, cuando menos en los pasajes más arrebatados. En mi opinión ese dejarse llevar juega más en su contra que en su favor.
Más quedo y contenido en el segundo y tercer movimiento. Quizás por eso servidor, aquí sí, sintonizó con la Filarmónica de Oslo y con un Mäkelä, que en el Largo logró transmitir la hondura de este rezo shostakoviano, donde no hay nada grotesco ni equívoco, puro lamento y lirismo. Recogimiento. El mutis casi absoluto en el que perece, el pasaje expiró invocando el silencio berlinés, casi sólido, contrasta abismalmente con esa guisa, ahora sí grotesca, de marcha patibularia que le releva y cierra la partitura. Y en ella, Mäkelä una vez más hizo gala de una de sus mayores virtudes: un privilegiado sentido del tempo, que le asiste en todo momento, como algo innato, que no fuera con él. Y así, llegó al último compás, sin necesidad de girar ninguna hoja más ni menos de la partitura. Había dirigido todo de cabeza. Llega el momento de recibir la merecida ovación: su peinado en dos pliegues, pese a la batalla librada, casi intacto.
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