Un Ballo en el Liceu
Pocas óperas cuentan con una cronología de intérpretes más gloriosa que el Ballo in Maschera en el Gran Teatre del Liceu, un título que se ha repuesto nuevamente, este mes de febrero, con un reparto que ha hecho las delicias del público catalán.
En el programa digital (que no de mano), Jaume Tribó nos relaciona la ilustre nómina de Riccardos que han desfilado por las tablas liceistas, entre los más recientes Giuseppe Di Stefano, Richard Tucker, Carlo Bergonzi, Plácido Domingo, Jaume Aragall o Piotr Beczała. No desmerecen tampoco legendarias Amelias como Enriqueta Tarrés, Montserrat Caballé, Ghena Dimitrova y Ana María Sánchez); memorables Renatos, como Raimon Torres, Manuel Ausensi, Cornell MacNeil, Renato Bruson, Joan Pons, Giorgio Zancanaro o Carlos Álvarez), así como las inolvidables Ulricas de Fiorenza Cossotto, Elisabetta Fiorillo o Dolora Zajick, entre otras muchas. A todos ellos se ha sumado un doble reparto en las diez funciones de esta nueva producción firmada por Jacopo Spirei, a partir del proyecto original del malogrado Graham Vick.
La tarde del pasado 11 de febrero, el pujante tenor Freddie De Tommaso como Riccardo demostró poseer no solo una voz de rutilante squillo sino también un consumado sentido canoro que le permitió dar amplia volada a las deliciosas melodías que Verdi consagró a este personaje. La Amelia de Anna Pirozzi le fue a la par, con un canto portentoso en acentos dramáticos e intenso calado expresivo. Aunque de proyección menos caudalosa, Artur Rucinski fue un Renato de noble y excepcional autoridad canora. La Ulrica de la veterana Daniella Barcellona cumplió sobradamente con su oscuro comedido, mientras que el Oscar de la extraordinaria Sara Blanch volvió a meterse al público en el bolsillo con su virtuosística vocalidad y su desparpajo escénico. Muy bien el resto de coprimarios, encabezados por David Oller (Silvano), Valerio Lanchas (Samuel), Luis López (Tom), José Luis Casanova (Juez) y Carlos Cremadas (sirviente de Amelia).
La orquesta titular del coliseo catalán rubricó una memorable lectura de la partitura verdiana a cargo del magistral Riccardo Frizza, a la vez que el coro de la casa respondía con prestancia y buen oficio. Por lo que a la puesta en escena se refiere, la desnudez escénica, con el omnipresente sepulcro coronado por un ángel custodio, no lograron mantener el interés icónico más allá del primer acto. Confiarlo todo a la iluminación y a un vago movimiento escénico, de escasos frutos en el trabajo actoral y ridículas manifestaciones en los figurantes que cual gusanos se arrastraban por la escena, es arriesgar demasiado a estas alturas. La austeridad a menudo requiere de más ingenio y mayor trabajo, cosa que no se materializó en esta producción. No obstante, la música nos redimió.
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