Schubert en Varsovia
El ‘XIX Festival Chopin i jego Europa’ rememora con dos ‘soirées’ de cámara al autor de ‘Die schöne Müllerin’, en el 200 aniversario de su composición
Como es bien sabido Fryderyk Chopin sà fue profeta en su tierra. Desde el exilio. Póstumamente. El pasado 23 de agosto un inmortal vienés osó disputarle la soberanÃa, ni que fuera por unas horas, al más inmortal de los varsovianos. En el festival que lleva su propio nombre –Chopin i jego Europa (Chopin y su Europa) desde hace ya casi veinte ediciones– coincidieron la misma tarde el tenor Julian Prégardien y la pianista Saskia Giorgini (con el ciclo Ãntegro de Die schöne Müllerin D795, en sesión de sobremesa) y el Cuarteto Belcea (en sesión vespertina, con el Cuarteto en mi bemol mayor D87). Sendas obras de Franz Schubert pudieron escuharse, casi consecutivamente, en dos escenarios emblemáticos de la capital polaca: el estudio de la radio polaca Witold LutosÅ‚awski y la sede de la Filharmonia Narodowa. Vayamos por partes.
Schubert a la hora del té
El festival que arrancó el pasado 18 de agosto en Varsovia reúne cada tarde en el auditorio de la Filharmonia Narodowa a algunos de los pianistas y grupos de cámara más prestigiosos del planeta, intercalando también alguna orquesta y coro de primera lÃnea. Algunas dÃas Chopin i jego Europa constan de programa doble como el caso que nos ocupa. El primero de los conciertos nos emplaza al estudio Witold LutosÅ‚awski de la Radio Polaca a cuatro kilómetros en lÃnea recta de la sede del festival siguiendo la larga avenida capitalina norte-sur, la famosa Aleja NiepodlegÅ‚oÅ›ci (Avenida de la Independencia).
Cuidada e Ãntima dramaturgia musical la planteada en esta Schöne Müllerin, sin pausa mediante, como se estila en la era post-covid; eso sÃ, con un curioso injerto en mitad de los versos de Wilhelm Müller. Un ciclo compuesto en 1823, que no ha dejado de sonar desde hace 200 años. Tras el número XI Mein, la pianista Saskia Giorgini abordó de sopetón, a modo de interludio, la Balada en sol menor op.23 de Chopin. En ese lapso, el tenor Julian Prégardien se extravió en la penumbra, haciendo mutis con total discreción por el flanco de platea.
Giorgini nos sirvió una balada más ensimismada que atormentada, exquisitamente dulce, por momentos algodonada. Entre los chopinianos canónicos, prevalece por regla general una aproximación más enajenada y abrupta. Su exquisita digitación escatima en dramatismo y arrebato, para recrearse en el fraseo, modelando el sonido y moderando el tempo. Salvo en los abismos virtuosÃsticos, donde la cascada de notas impone su inercia, Chopin sonó ameno, gentil, casi dócil por momentos. El único reparo, cierta querencia al pedal.
Ya tenemos a Prégardien de nuevo en el escenario, surgido de la bruma, asido al piano de cola de Giorgini como al timón de popa. La pianista despacha el vacÃo final de esta balada de funesto desenlace (que agoniza varias veces antes de morir en la orilla). Y Julian Prégardien y Saskia Giorgini retornan, como si nada hubiera sucedido -la balada en sol menor reducida a un espejismo- a Franz Schubert, a Wilhelm Müller, a Die schöne Müllerin.
Excelente acústica la de este auditorio radiofónico, cuando menos para formatos Ãntimos. Prégardien, como los grandes liederistas germanos, exhibe una variedad de registros inagotable: tÃmbrica, dinámica, narrativa y fonética. Capaz casi de connotar no cada verso, si no cada uno de los vocablos que hilvanan la métrica. CiclotÃmico, según pida la poesÃa; siempre sujeto a los cambio de ánimos, que conlleva una simple modulación, una nota alterada en la partitura. Giorgini se revela asà como una sabia acompañante, conocedora del factor riesgo que entrañan las repeticiones: cuando en vez de colmar la dicha del rapsoda, a menudo lo desengañan. Esa nota ajena, que por un momento (o inexorablemente de por vida), decanta por completo el devenir de los acontecimientos. Suena el ‘Gute Nacht’ final de la Canción de cuna del arroyo: el rumor del agua, alfa y omega del molino y de la bella molinera. Cesa la voz, cesa el piano. Segundos de silencio, como pompas suspendidas, a las que siempre alguien da caza antes de que implosionen por propia voluntad. Por lo demás exquisita la educación del público polaco que no hizo ni el menor atisbo de aplaudir cuando no correspondÃa.
Cuarteto de cámara(s)
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90 minutos más tarde, en otro escenario, en la Filharmonia Narodowa un cuarteto de cámaras, un operador por equipo, espera en reverencial silencio a un cuarteto de cámara . Concretamente al Cuarteto Belcea, al que aguardan asimismo el millar largo de asistentes de la sala sinfónica.
Cuesta creerlo pero el cuarteto Belcea atesora ya 30 años de historia. En esta ocasión recalaron en Varsovia con tres cuartetos en el equipaje de mano, esto es, en el ipad. Una obra de juventud de Franz Schubert, como denota su número de catálogo (D87), el primero y último cuarteto de Claude Debussy y un cuarteto camuflado de sexteto de Ernest Chausson, a saber, su Concierto para violÃn, piano y cuarteto de cuerda.
Al año 1813 se remonta la gestación del Cuarteto en Mi bemol major D87. Schubert contaba entonces 16 años y todo indica que su bajo rendimiento en matemáticas y latÃn en el Gymnasium podrÃa escudarse en dicha composición, asà nos lo recuerda Kamila StÄ™pien-Kutera en el exquisito programa de mano. Obra de corte plenamente decimonónico, muy apartada aún de sus cuartetos postreros, que deja entrever, no obstante, su diáfana escritura y la asimilación absoluta del cánon. Una delicia escuchar a Corina Belcea, Ayako Tanaka (violines), Krzysztof Chorzelski (viola) y Antoine Lederlin (cello) departiendo con esa gentil naturalidad y desenfado, que nunca o casi nunca abandonó al compositor. Sin exceso de aspavientos ni abruptas fogosidades, Schubert se nos muestra aquà fiel al legado de Haydn, impolutamente clásico en la forma. Eso sÃ, rezumando ya destellos del que serÃa un grande de la música camerÃstica del siglo XIX.
Más miga encierra el cuarteto de Debussy. Obra de madurez, fechada en 1893, en la que el Belcea exhibió su excelente oficio deleitándonos con una interpretación que no decayó ni un solo segundo. Si el cuarteto de Schubert navega entre el clasicismo y el romanticismo, el de Debussy orilla el postromanticismo y un vago expresionismo (ya me perdonaran los debussynianos). En la interpretación del Belcea Debussy sonó más próximo a un Schönberg primerizo que a su propio autor. El primer movimiento (apuntalado con la siguiente indicación: Très mouvementé et avec passion) contiene un motivo recurrente y obsesivo, que invita a pensar en un leitmotiv al uso. Es en el segundo tiempo donde el compositor francés se parece más a sà mismo, con unos atrevidos pizzicati y una inventiva más desenfadada, menos académica. Especial mención merece el Andantantino (doucement expressif). A verdad, que la acotación hace justicia a lo escuchado en el auditorio varsoviano: sublime interpretación de un pasaje lÃrico, mÃstico y ensoñador a partes iguales.
En este segundo cuarteto, los cuatro músicos desglosaron con una lógica inusual la composición del parisino, como pocas veces uno recuerda con este autor. Un lenguaje esclarecedor, donde los enigmas se plantean y se dilucidan: el oyente puede seguir el discurso y no solo entrgarse a la evocación y la sinestesia. A mi parecer, la partitura parece anticipar antes el expresionismo schongberiano que el impresionismo. Un Debussy, por compases, más vienés que parisino. Aunque el principal mérito que cabe reconocer al Belcea es la capacidad de mantener en permanente suspense al público durante toda la obra. Al final de la misma, uno solo lamenta que este cuarteto no tuviera hermanos menores y se contentara con ser hijo único.
Único en su especie, también, aunque por diferentes motivos, se nos antoja el opus 21 de Ernest Chausson (ante todo por su peculiar formación: todos los músicos sentados, salvo la violinista solista Alena Baeva). El mentor de Claude Debussy compusó un par de años antes la curiosa partitura del ya mencionado Concierto para violÃn, piano y cuarteto de cuerda (1891), más clásica en su escritura, pero tremendamente evocadora en muchos de sus pasajes. El pianista Vadym Kholodenko abordó con bravura la no menos exigente parte del piano, especialmente contrastada en el primer movimiento y etérea en la Siciliana, que le sucede. Una obra que bien merece ser (re)insertada en el repertorio camerÃstico, ni que solo sea por el trepidante último tiempo que la clausura.
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El festival prosigue hasta el 1 de septiembre. A la sombra de las citas decanas del verano musical, Varsovia se postula y consolida, año tras año, como un serio destino para la melomanÃa seria, un tanto desencantada del hooliganismo de los Proms londinense, los sibartismos de Salzburgo o las estridencias de Bayreuth. Por la 19ª edición de Chopin i jego Europa habrán pasado este verano pianistas de la talla de Piotr Anderszewski, Lukáš VondráÄek, Bruce Liu, Kate Liu, Eric Lu, Dang Thai Son o Yuliana Avdeeva, por citar a algunos, amén de los London Mozart Players o el Collegium Vocale de Gent con su titular, Philippe Herreweghe. Asà consta en el programa de mano, que incluye en sus páginas finales cuatro hojas pautadas con pentagramas en blanco (quiero pensar para que los oyentes hagan sus anotaciones estrictamente musicales). Mi compañero de butaca, apunta sus apreciaciones en japonés, ¿por qué no probar la próxima vez con el esperanto de la notación musical?
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