Los ppp de Beethoven y los ff de Chaikovski
El penúltimo concierto de temporada del año en la Gewandhaus era, sobre el papel, un canónico programa sinfónico siglo XIX.
Instantes antes de que el violinista alemán Christian Tetzlaff se dirigiera al podio, un ligero velo de nieve cubrÃa ya la explanada de la Augustusplatz de Leipzig y delataba, negro sobre blanco, el paso apresurado de los últimos rezagados.
Beethoven abre la velada. Su concierto para violÃn –la más sinfónica de sus creaciones concertÃsticas quizás– se sitúa por su fatum percusivo y exquisita escritura para viento entre las mayores gesta orquestales del genio de Bonn. Pensar en Beethoven es hacerlo a menudo en impulso, en triunfalismo heroico, en súbitos y eufóricos fortÃssimos. En esta ocasión, Tetzlaff mediante, sondeamos su vis más amable, y menos explotada, el Beethoven de los súbitos pianÃssimos. De pianÃssimos impensables, del más tenue todavÃa. Tal es su dominio de la dinámica cuando se ciñe el violÃn al cuello. Fraseador divino donde los haya.
Sus ppp son casi inimaginables. Es entonces, en medio del silencio sepulcral, cuando el menudo intérprete retoma el pasaje y nos lo susurra más débil todavÃa, pero con la precisión, no del susurro, sino de la dicción más depurada. Un ultrasonido expresivo, Ãntimo y, no obstante, lÃmpido.
Y al final del largo movimiento, llega el momento de la cadenza. Se hace el silencio y en lugar de Teztlaff, sorpresa, escuchamos al timbalero titular de la Gewandhaus infligiendo un golpeteó alegre a la membrana. Al poco se le suma, ahora sÃ, el violÃn en una cadenza de cuño propio, que es un desenfadado intercambio de pareceres entre el timbal y el violÃn. Teztlaff desmelena y enmaraña un poco, lo justo, los motivos del primer movimiento. Brinda un brillante monólogo-diálogo y confiere interés añadido a esta bien conocida obra bicentenaria. Todo un acierto. Un balde de agua fresca para regenerar la rica materia prima preliminar del Concierto en Re mayor op.61. Teztlaff ha sabido apreciar y premiar el rol clave de la percusión, que abre la obra y en cierto modo la predestina, como a menudo sucede en Beethoven.
Manfred Honeck, a la dirección, se avino también a esta visión más delicada del Concierto para violÃn. El director austriaco, titular entre otras de la Pittsburgh Symphony Orchestra, demostró generosidad y buen balance entre el semblante sinfónico y concertÃstico de una partitura bella, reconfortante, y no por ello menos genial. Como recuerda Renata Herklotz en el programa de mano, la gestación de la obra coincide con la época probablemente más feliz de la vida del compositor. Posiblemente asà nos lo quisieron transmitir director y solista. Teztlaff, al final, atenuó la magnanimidad beethoveniana con un bis de Bach: todo rezo, deleite y recogimiento.
Fue, no obstante, en la segunda parte cuando Honeck dejó de ser un apellido desconocido para los que no lo conocÃamos. El austriaco salta al podio sin partitura ni atril. Da la sensación que va muy ligero de equipaje. Transmite algo casi como «ahora es mi turno».
El Chaikovski de Honeck eleva al compositor ruso a lo más alto del Olimpo del sinfonismo. Su Quinta SinfonÃa, en la interpretación del austriaco, es casi un hallazgo en sÃ. Hay como un deseo de reivindicarla, como si de algún modo, hasta la fecha, la creación del peterbugués no hubiera sido debidamente bien entendida. Por lo general, asociamos Chaikovski a la delicadeza, a sus trazos sutiles, a su inefable vena mozartiana.
La Quinta SinfonÃa en mi menor op.64 de Chaikovski, en la versión de Honeck, suena por momentos casi a Beethoven, eso sÃ, al Beethoven atormentado, acongojado. A fatalidad, a alegrÃas pasajeras que viran en claroscuros. Asà es. La Gewandhaus escuchó un Beethoven feliz y un Chaikovski en pleno abismo.
Tras la audición, las concisas indicaciones de sus tempos (Andante-Allegro con anima; Andante cantabile con alcuna licenza o Finale: Andante maestoso-Allegro vivace)parecen esbozar una mueca sardónica. Ni tan siquiera su adorable Valse: Allegro Moderato, se recuerda con buenos oÃdos, una vez Honeck, exhausto, baja la batuta, vencedor, o más bien vencido por la sinfonÃa. La plaga de allegros y cantabiles en sus cuatro movimientos se antojan una cruel ironÃa, un eufemismo traidor. Ni rastro de la amable genialidad de sus ballets, tan programados en estas fechas.
Visceral, alterada, con fortÃssimos sin atenuante que valga. Hay algo de delirio en esta obra. Algo de genialidad escondida en sus pentagramas. Manfred Honeck ha dado con ello y tras escucharle y verle dirigir, pura convicción, cualquier reparo es vano y vulgar.
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