Nemanja Radulović: un Chaikovsky idiosincrásico junto a la Orquesta de València
Valencia. Palau de Les Arts Reina Sofía. 17 de junio de 2022. Nemanja Radulovic, violín. Orquesta de València. Director: Joel Sandelson. Obras de Cabanilles, Chaikovsky y Rachmaninov
El violinista Nemanja Radulović actuó el pasado viernes 17 de junio en el auditorio del Palau de Les Arts, junto a la Orquesta de València.
El serbio interpretó el Concierto para violín y orquesta en re mayor, op. 35, de Chaikovsky. Considerado uno de los conciertos más populares y difíciles para este instrumento, fue escrito a orillas del lago Lemán mientras el compositor se sobreponía de su desastroso divorcio. La orquesta dio la bienvenida al director invitado Joel Sandelson en una velada dedicada al gran repertorio ruso.
Tiento 66 de falsas, una fuga para órgano a cuatro partes, del compositor J.B.Cabanilles, fue la pieza encargada de abrir el concierto, hasta ahora, más caluroso de la temporada. Obra reorquestada en una sola pieza por su paisano José Moreno Gans, fue interpretada por la orquesta de una manera correcta. Su breve duración sirvió para que la audiencia terminara de aclimatarse a la sala, ya que durante el discurso previo -motivo de la celebración del 50 aniversario investigando en cáncer- muchos de los asistentes no acababan de ubicarse…Volviendo al concierto y a la obra, su interpretación dejó ver la inusuales disonancias y progresiones tan características de los Tientos de falsas, con una intrincada escritura polifónica. La orquesta, con una ejecución adecuada, presentó el material motívico contrastando su estructura melódica de manera rítmica y tosca. El efecto que pudo crear sobre el oyente podría describirse como un estímulo atormentador por la monotonía, pero al mismo tiempo fascinante por la gradación armónica finamente coloreada de los sonidos.
En su aparición con la Orquesta de València, el violinista Nemanja Radulović se abrió camino a través de una interpretación única del Concierto para violín y orquesta en re mayor, op. 35 de Chaikovsky. Digno de los premios que se le han otorgado, no solo mostró ser un músico inteligente y fogoso, que penetra con fuerza en las entrañas de la música, sinó que ofreció un relato rapsódico fluido de la pieza, empleando una variedad impresionantemente amplia de coloración tonal y un uso frecuente del rubato. Su interpretación del concierto fue algo especial en el sentido de que nunca permitió que su espectacular técnica se interpusiera en el camino de la creación musical. Las líneas líricas fueron lo más ricas y cálidas posible, y en los pasajes más caprichosos se soltó y tocó como un demonio, recordándonos así a la leyenda que cuenta el pacto que Paganini hizo con el diablo, vendiéndole su alma a cambio del virtuosismo. Cabe elogiar el acompañamiento de la formación valenciana, con la que el solista manifestó una evidente complicidad. Las intervenciones de algunos solistas como Salvador Martínez (flauta) fueron de lo más refinadas y exquisitas, y los corales de viento madera, si bien puede que se excedieran en las dinámicas, consiguieron un buen empaste. No podemos dejar de tener en cuenta de manera positiva (qué remedio) la coordinación que se estableció entre las toses y las “pausas” de la cadencia del primer movimiento, que por cierto, empezó un tanto lento o pesado. Sin duda, disfrutamos de un carismático intérprete con una técnica formidable, cuyo deseo de “refrescar” a Chaikovsky con su propia lectura idiosincrásica es encomiable. Se notó que ama este concierto. Tanto es así que corrió el riesgo de “matarlo” con demasiada amabilidad. Sin embargo, es un intérprete consistentemente interesante y de recursos técnicos interminables. Con una Orquesta de València que se le adhirió como un imán, y una interpretación clara y cercana, la pieza logró un impulso tan emocionante que levantó ovaciones entre el público ya al final del primer movimiento. Visto el entusiasmo suscitado entre los asistentes, el violinista interpretó la íntima y nostálgica sarabanda de la Partita nº 2 para violín solo en re menor de J. S. Bach como regalo de despedida.
Después de un intervalo, esencial para permitirnos recuperarnos de la emoción de la interpretación de Radulović, el joven Sandelson dirigió una apasionada versión de la Sinfonía nº 2 en mi menor, op.27 de S. Rachmaninov. El sonido orquestal conseguido fue fabuloso. Las cuerdas consiguieron una plenitud bruñida y oscura, bien combinada con los vientos, y se mantuvo una intensidad que pareció no flaquear en toda la obra. El rubato del director, nada más lejos de ser extremo, fue totalmente convincente. Este enfoque fluido, su control del rubato y la sensibilidad que mostró de los diferentes colores, se combinaron para producir una interpretación que mantuvo al público enganchado desde el primer compás hasta el último. Fue una verdadera pena que algunos asistentes no aguantaran tanto tiempo en la sala y empezaran a abandonarla ya en el segundo movimiento, perdiéndose el relato asombrosamente hermoso del Adagio. El solo de clarinete maravillosamente matizado de José Vicente Herrera, así como las cuerdas apasionadas, hicieron olvidar de alguna manera las desventajas obvias de escuchar esta música en esa acústica. Quizás no fuera acertado programar esta sinfonía tratándose de un concierto de celebración de una asociación, en la que se sabe que va haber varios discursos al inicio, y que muchos de los asistentes probablemente nunca han asistido a un concierto de música clásica.
Joel Sandelson dirigió con una energía muy oportuna, evitando así la extracción excesiva de jugo del idioma romántico tardío de la música, y le dió a la orquesta mucho tiempo y espacio para tocar con clase. En una obra tan lujosamente romántica y de estructura expansiva, existe la tentación de exprimir hasta la última gota de emoción de cada melodía, socavando la coherencia sinfónica del argumento musical. Afortunadamente, el británico no cayó en esta trampa en el movimiento lento, tomado en un tempo fluido que permitió que las melodías y los clímax se desarrollaran. De hecho, su enfoque sonó más conmovedor porque evitó cualquier atisbo de autocomplacencia o sentimentalismo.
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