Ante el fallecimiento de Henri Dutilleux
Nacido en 1916 en la ciudad francesa de Angers, Henri Dutilleux se había convertido en las últimas décadas en la fuerza tranquila de la composición europea.
Formado en una familia de sólidas raíces musicales y artísticas, su bisabuelo paterno fue amigo de pintores como Delacroix y Corot, y su abuelo materno, Julien Koszul, director del conservatorio de Roubaix, fue considerado el descubridor de Albert Roussel, Dutilleux estudió piano con su madre y se convirtió en protegido del director del conservatorio de Douai, quien le considera un gran talento.
Esta trayectoria quedó cortada por el inicio de la IIª Guerra Mundial que, entre otras cosas, determinó el destino autodidacta de su formación compositiva. Tras la Guerra, Dutilleux comenzó a desarrollar una obra a menudo silenciosa y alejada de las estridencias de la vanguardia. Una obra que se impuso de manera lenta y gradual, pero que debido a la persistencia de su trabajo y a su extraordinaria longevidad ya terminado por imponerse de manera general.
En efecto, con sus 97 años, Dutilleux parecía dispuesto a revalidar el título de centenario en vida que había alcanzado el norteamericano Elliott Carter. No lo ha conseguido, pero sí ha alcanzado un rango que le permite ser considerado una suerte de tercera vía, junto a las líneas fuertes marcadas por Boulez y Messiaen; y haber definido con ello el perfil de la música francesa del siglo XX en su segunda mitad.
En 1970 firmó su obra más conocida, Tout un monde lointane, para violonchelo y orquesta, que ha sido adoptada por los mejores intérpretes mundiales. En cuanto a su estética personal, representa un eclecticismo que no reniega, sin embargo, de los mejores aromas de la modernidad. Una obra que, tras el turbulento advenimiento de la postmodernidad, recuperó incluso trazos fuertes de un vigoroso estilo estructural que anteriormente parecía su opuesto.
Algunos músicos jóvenes lo han reivindicado con tenacidad, destacando el gran director y compositor finlandés Esa-Pekka Salonen que fue alumno suyo. Tras su desaparición, y en la hora de una evaluación fría de su obra, destaca la intensidad poética de su música y el perfil nítido de su independencia; unos rasgos que pudieron disfrutar los aficionados madrileños en la Carta Blanca que le concedió la OCNE en 2007 y que acercaron su trabajo a los atriles del Auditorio Nacional y a los oídos de los aficionados capitalinos.
Descanse en paz esta figura, cuya desaparición nos aleja cada vez más de una permanencia en el siglo XX que hoy ya se antoja cada vez más difuminada en la vivencia personal y más anclada en la memoria de la historia.
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