Evgeny Kissin, vanguardias de ayer y de siempre
Evgeny Kissin. 7 de abril. Palau de la Música Catalana. BCN Clàssics.
El Palau de la Música se rinde a un pianista pletórico, capaz de conciliar a autores tan diversos como Chopin, Berg, Gershwin y Khrénnikov
Alban Berg y el compositor Tikhon Khrénnikov como apertura de recital. Chopin de cierre. Evgeny Kissin se reencontraba, tras dos aplazamientos pandémicos, con el público catalán el pasado 7 de abril y sus primeras incursiones en el Steinway del Palau de la Música no fueron precisamente un caramelo. La Sonata para piano op.1 del vienés, una obra rayana en la atonalidad, y un estreno europeo a renglón seguido fueron los créditos de inicio del ciclo BCN Classics en su edición 2020/2021. Inhabitual selección en solistas consagrados, menos aún en promotores. Valiente decisión.
En su primer tercio el eterno pianista prodigio exploró nuevos paradigmas sonoros, en el limbo de la (a)tonalidad. La entrada de ese obsesivo motivo, que abre y casi condensa la sonata de Alban Berg, con ese despliegue arácnido de las manos, parece trasladarnos a otras latitudes musicales, más allá de los 24 husos armónicos que prescribe la armadura. Como si de repente otra ley gravitacional imperara en la sonosfera. Fraseo sabio que intento conciliar lirismo y esa aparente línea aleatoria.
Otro tanto decir del estreno europeo de las Cinco piezas para piano op.2 del compositor Tikohn Khrénnikov (1913-2007), cuya obra, casi inédita fuera de su Rusia natal, se ha visto empañada por cuestiones de índole para musical. Recuerdan estas cinco miniaturas, en su escritura y extensión, al Prokofiev de las Vision Fugitives, si bien en Khrénnikov la línea melódica y discursiva se antoja más aleatoria y vanguardista. La voluntad de escaparse de lenguajes previos ya transitados y crear en esa huida, una nueva pauta. Kissin resolvió con solvencia este mosaico en un discurso done la mano izquierda a menudo declama tanto o más que la diestra.
Más exigentes, en lo técnico, los Tres preludios de Gershwin que le siguieron. Aquí pudimos ya catar al Kissin del virtuosismo desbordado. No escatimó dinámica, el moscovita infligió fuerza y músculo a las tres obras del compositor norteamericano mostrándose en plenitud de facultades. Hasta los pianísimos rebosaban generosa sonoridad.
Sobre el papel, más bien sobre el PDF, el programa elegido por Kissin invitaba al desconcierto. Alban Berg, George Gershwin, un desconocido Tikhon Khrénnikov en el primer envite y un archiconocido Fryderyk Chopin para la supuesta segunda parte (digo supuesta, porque en la era Covid, la pausa en los conciertos ha sido suprimida). Analizando con más detalle las obras, y con la inestimable ayuda de las notas al programa de Luis Gago, uno podía ir atando algunos cabos. Por lo pronto escuchábamos obras de relativa juventud: el opus 1 de Berg (Sonata para piano), el opus 2 del soviético Khrennikov (Cinco piezas para piano) y una obra de un George Gershwin, aún veinteañero (Tres preludios). O lo que es lo mismo tres formas de entender la vanguardia: la centroeuropea, representada por el austriaco, la soviética por Khrénnikov y la norteamericana. Porque, si algo guardan entre sí las tres obras, es una mayor o menor vocación de vanguardia, especialmente en los dos primeros casos. Por distintas que puedan parecernos las obras elegidas y sus compositores, lo cierto es que entre ellas probablemente no medien ni 20 años de diferencia. Alban Berg publicó su primera obra en 1911, Gershwin sus tres preludios en 1925 y las cinco piezas aludidas se remontan a inicios de los 30.
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Y llegó Chopin. En el nocturno en Si mayor, uno quizás habría deseado una dinámica más tamizada y gradual, se me antojó muy fiel a la partitura. Consideraciones en todo caso menores, tras deleitarnos el intérprete con la última reexposición del motivo incial, con esa inacabable nota batida, ese trino infatigable, que ejecutó con una exquisitez y transparencia sobrehumana, fluyendo por igual melodía y oscilación en impoluto consenso. Ese trino incrustado en la melodía durante…, ¿cuántos compases? Bárbaro, como Kissin resolvió la exigencia técnica sin la más mínima impureza y sin que se resintiera lo más mínimo el lirismo de esa lánguida melodía, que justifica el título de la pieza.
En los tres Impromptus (La bemol mayor, Fa sostenido mayor y Si bemol mayor) pianismo de oficio en mayúsculas. El intérprete atestiguó que Chopin también fue un vanguardista en su día, si no lo sigue siendo hoy aún. Sin novedad en el frente: Kissin ejerciendo de lo que es, uno de los pianistas más reputados del planeta.
Y llegamos, casi sin percatarnos, a la obra que clausuraba el concierto, la polonesa de las polonesas. Esa temible, terrorífica Polonesa número 6 en La bemol Mayor, a la que el ruso se lanza siempre a cara descubierta, con todo el equipo, jugando la carta del todo o nada.
Quien escribe, intentó en su día chapurrear esta partitura en vano, intentar leerla cuando menos a manos separadas y sabe que sus siete minutos constituyen un campo de minas. Kissin la ejecuta de forma avasalladora. Si la obra ya es de por sí endiablada, el moscovita la ataca desde el principio con una determinación y un brío temerarios, volcánicos. Como si la rítmica la dictara un sismógrafo en pleno seísmo. Como si el mismo piano, en el momento menos pensado, su pusiera él mismo a bailar la polonesa que su vientre expulsa.
Y allí va, Evgeny Kissin, lanzado al vacío como un camicace, sorteando las balas. Hacia la segunda mitad un pequeño apuro, del que sale victorioso y vuelve otra vez a atacar como si nada, con esos acordes abiertos, con esos saltos que, uno teme, no den exactamente en el blanco (o en el negro) preciso, como el paracaidista que debe aterrizar en un metro cuadrado de suelo tras saltar de una altura de 3.000 pies. La mano izquierda vuelve a envalentonarse, obcecada en ese reiterativo crescendo. Más cerca, más cerca, más fuerte, más fuerte. Y así, llevado por la ley de gravitación universal, se aproxima la hora de pisar tierra. Atrás las piruetas, las corrientes y hasta el pianísimo pasajero, tan pasajero y fugaz que ya lo olvidamos. Y ahí lo vemos, conteniendo ese último acorde, el corazón del Palau en un puño durante medio segundo, un segundo… ¡Et voilà, por enésima vez, impacta en el blanco final! Formidable. El Palau se rebela contra la gravedad y se pone en pie.
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En el programa oficial figuraban ocho obras, el pianista lo enriqueció con cuatro propinas, tanto o más aclamadas como las piezas en cartel. Un estudio de Chopin, una pieza breve de Mendelssohn otra miniatura de Khrénnikov y el Claro de Luna de Debussy. Esta última a la altura de las más grandes interpretaciones que uno haya escuchado. Los cuatro bises prolongaron el concierto hasta que el lucernario del Palau dejó de cumplir su función y se hizo de noche. Un Kissin exultante, de sonrisa resplandeciente, salió a saludar al público tantas veces como le fue solicitado. Por un momento, uno olvida la limitación de aforo: tal es la ovación obsequiada a uno de los pianistas más portentosos de nuestra era.
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En menos de un mes, el próximo 3 de mayo concretamente, Kissin volverá a Barcelona, a este mismo escenario. En dicha ocasión le acompañarán Joshua Bell (violín) y Steven Isserlis (violonchelo) para dar cuenta un programa camerístico de inspiración judía, en lo que promete ser otra cita para el recuerdo.
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