“La locura y la muerte podrían ser el objetivo buscado”
El sábado 27 de octubre de 2012, la casa editorial de Hans Werner Henze, Schott, ha anunciado la muerte del gran compositor alemán. Tras 86 años de apasionada existencia, el artista ha alcanzado aparentemente el “objetivo buscado”.
Nacido en Gütersloh, Westfalia, el 1 de julio de 1926, Henze llegó a formar parte de las Juventudes Hitlerianas por imposición paterna y soldado nazi en los últimos años de la guerra; luego fue hecho prisionero y, tras la normalización se convirtió en una prometedora figura musical de un país deshecho y con el que Henze rompió en todo menos en lo cultural.
Las fisuras de su juventud no se limitaron al nazismo y la guerra, alcanzaron a su identidad sexual que le llevó pronto a significarse como homosexual en un periodo nada cómodo para ello. Más tarde se identificó como comunista y llegó a militar en el PC italiano, país en el que vivió desde inicios de los cincuenta.
Pero las fisuras y la irreductible independencia no se quedaron solo en lo ya dicho. Tras ser uno de los primeros jóvenes músicos alemanes en visitar el santuario de los cursos de Darsmtadt, el joven alumno de Fortner y Leibowitz se distanció de los rigores de la vanguardia serial y pronto, a inicios de los cincuenta, se significó como compositor de óperas, cuando un hecho así se consideraba un anacronismo intolerable en los rigurosos ambientes de la vanguardia.
Y la práctica de la ópera no fue un hecho aislado, su posición estética, que no era contraria al serialismo pero que bebía de influencias como la de Mahler y la de Stravinsky, se encauzó hacia una liberación de tensiones expresivas que ya no entraban en el angosto marco de las rejillas seriales. Algo así había hecho Britten, pero Henze era más joven, alemán y compañero (supuestamente) de músicos como Boulez, Stockhausen o Nono; así que la batalla dejó heridas.
Henze recuerda con amargura las “escenas” del trío de vanguardistas saliendo ruidosamente de una sala de conciertos en la que comenzaba a sonar una obra suya. De todos ellos, le dolió más la desafección de Luigi Nono, le admiraba y compartía con él la filiación comunista. No sería el último motivo de disputa con el compositor veneciano. Cuando Henze visita la Cuba revolucionaria y vive allí varios meses para compartir vivencias revolucionarias y para componer, termina tomando partido a favor del poeta Heberto Padilla. No estuvo mal acompañado, también se unieron en defensa del escritor encarcelado por el castrismo nombres como Julio Cortázar, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, Margarite Duras, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Juan Goytisolo, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Susan Sontag o Mario Vargas Llosa. Por ello, fue más dura la reacción de Luigi Nono, que decidió cortar con Henze y alinearse con la ortodoxia.
Pero, mientras era vapuleado por el rigorismo castrista o el formalismo serial, Henze se veía involucrado en operaciones de hostigamiento por el “stablishment” alemán que le boicoteó violentamente un concierto por ondear una bandera roja que algún grupo de izquierda juvenil había llevado. ¡Tiempos apasionantes, después de todo!
De la imposibilidad de no expresar
En su conferencia Lenguaje musical e invención artística, pronunciada en la Universidad de Zúrich en 1993 (y que el Goethe Institut de Madrid editó en 2005 con motivo de la Carta Blanca a Hans Werner Henze en la OCNE), el compositor declara: “No me resultaba posible entender la música como algo que había que organizar serialmente de forma estricta, en todos sus parámetros, algo que no quería, debía, ni lograba expresar o representar nada”. Es una afirmación esta que no solo le separa del rigor estructural del serialismo integral de la postguerra, también lo alejaba del aserto stravinskyano según el cual “la música es incapaz de expresar nada”.
Pero, entonces, ¿qué expresaría la música, según él? En el ensayo citado, Henze recoge una bella expresión de Leonardo da Vinci: “La música representa las cosas que no es posible ver”. Y con ello, de nuevo Henze se sitúa a contracorriente. El siglo XX ha sido el de la visión. Todo lo que no pudiera ser visto ha sido considerado sospechoso en ese tremendo y flamígero periodo histórico. Incluso podríamos decir que el estructuralismo de postguerra aplicado a la música ha sido un desesperado intento de acompañar al análisis de una interpretación epistemológica de la realidad y darle, con ello, un estatuto de veracidad.
Henze, sin embargo, se expresa de otro modo: “La música es un arte del alma, habla con metáforas, sabe conmovernos, remueve algo en los hombres en cuyas almas resuena”. Es este un modo de hablar que las metafísicas oportunistas de las confesiones religiosas nos han hecho sospechoso. Hace pocos días, ha sido triste noticia que una personalidad de la televisión se preguntaba si el alma podría residir también de manera alícuota en los órganos humanos susceptibles de transplante.
Pero, Henze nos dice algo más, que la música habla con metáforas, en suma, que es un hecho de lenguaje. De ahí a considerar que todo contenido de lenguaje soporta una emoción no hay más que un paso que Henze nos invita a dar sin miedo. Henze imagina una música “convencida de que podrá salir de su situación predeterminada, creando figuras, al modo del poeta, conciliando recuerdos y actualidad, preparando metáforas claras para miles de situaciones anímicas y ampliando el lenguaje musical”.
Para este banquete de los sentidos y de los significados, Henze lanza dos invitaciones de honor: música y poesía. Quiere que se enamoren y corre todos los riesgos: “La relación entre el arte poético y el de la composición es azarosa, desordenada y sin principios. Todo encuentro debería ser enfrentamiento con magnitudes desconocidas, lo mismo que un nuevo amor debería estar siempre lleno de sensaciones y sentimientos totalmente desconocidos y nunca existentes para poder ser nuevo”.
La batalla de la ópera
Y azarosa, desordenada y sin principios es la ópera, el género impuro (Henze retoma la expresión de Neruda de “música impura”). El género promiscuo y uno de los principales caballos de batalla de la labor de Henze.
A inicios de los años cincuenta, Henze escandaliza al “milieu” con una ópera que casi sugiere, desde el tema elegido, el homenaje al operismo burgués: Boulevard solitude. El tema de la ópera no es otro que el de la celebérrima Manon Lescaut, la novela del Abate Prévost que inmortalizaron en la escena operística Massenet y más tarde Puccini.
Es difícil imaginar lo que pudo suponer esto en 1953. En 1951, Stravinsky acababa de estrenar The Rake’s Progress, una ópera neoclásica por la que recibió su tanda de improperios de la juventud vanguardista. Pero Stravinsky era ya una reliquia y se situaba fuera del zeitgeis (aunque aún tendría tiempo de pillarlos a todos con el paso cambiado al pasarse al serialismo poco tiempo después). Pero Henze apenas tenía 27 años, era un hijo de la época y aún se le consideraba como parte de la generación renovadora e intransigente. Era, pues, traición.
Sin embargo, esta nueva Manon Lescaut tenía todo del existencialismo. En la ópera se cita casi expresamente a Jean Genet, uno de los malditos oficiales del momento y, sobre todo, más que de la herencia operística, Henze bebe del cine. En 1949, el director francés Henri-Georges Clouzot realizó una película sobre el tema que impresionó a Henze. Clouzot, quizá poco conocido ahora, fue el autor de cimas cinematográficas como El salario del miedo. Además, Henze no se privaría de incluir referencias apasionadas a Lulu, de Berg, como esa escena en la que la mujer (Manon/Lulu) dispara al viejo amante y provoca su condena. En Boulevard solitude, Manon no llega a disparar ella misma, pero le ponen el arma en la mano con similar resultado.
Para colmo de desgracias, Boulevard solitude tuvo mucho éxito, lo que ya significaba una provocación. Con el pecado de vejez de Stravinsky y los desvaríos al margen de la corriente principal de Britten había más que suficiente para alimentar a nostálgicos trasnochados que se resistieran al dogma de la muerte de la ópera. Pero “uno de los nuestros” era demasiado, debió de pensar el cuartel general de la vanguardia.
Quizá más de uno redujera en su momento el asunto a una cuestión de homosexualidad y a su tendencia a ver las cosas desde los márgenes. Pero, lo que es la vida, si eso es cierto, y algo de eso hay, ha terminado por convertirse en una bendición. De hecho, la labor de Britten y Henze en el momento más negro de la historia de la ópera permitiría dictaminar que quizá la homosexualidad ha salvado a la ópera. Por más que muchos hayan seguido pensando que la pesada piedra de la tumba volvería a cerrarse sobre el género impuro a poco que callara la voz de estos indómitos soñadores de la narración en música.
Hans Werner Henze siguió dedicando una atención excepcional a la ópera sin desatender, por lo demás, una producción musical exuberante, con diez sinfonías, abundante y rica música de cámara, música para ballet, cantatas y un largo etcétera. Pero en ópera es mucho lo que se le debe. Ha trabajado con libretistas excepcionales como el dúo formado por Wystan Auden y Chester Kallman (los mismos que hicieron el libreto para Stravinsky), con la literata austriaca y buena amiga Ingeborg Bachmann, e incluso con libreto propio, como fue el caso de su penúltima ópera, L’Upupa und der Triumph der Sohnesliebe, de 2003; una ópera en la que el Teatro Real de Madrid estuvo a la hora histórica por primera y prácticamente única vez en su historia moderna al apuntarse a la coproducción que produjo su estreno.
El retorno de Henze a la patria
La frase anterior se podría justificar como cita homenaje a la ópera de Monteverdi (solo que con Ulises), que el propio Henze orquestó en una de las versiones que el siglo XX ha aportado al trabajo de reconstruir los fragmentos que han sobrevivido.
Pero también podría designar la propia muerte de Henze, que tras más de medio siglo viviendo en Italia, cerca de Roma, ha vuelto a su odiada/amada Alemania para fallecer en Dresde. Su salud era mala desde hace una década y los que le conocimos hace solo siete años nos extrañábamos de su fortaleza.
Pero Henze declaraba tener otra patria, la muerte. Un hogar al que simbólicamente ha podido visitar con billete de vuelta en varias ocasiones.
En casa de Jorge Fernández Guerra, con los compositores David del Puerto y Jesús Rueda, Luis Suñén, Cristina García-Ramos, Graça Ramos y Fausto, su compañero ya fallecido. (Torre de Madrid, 2004). Foto: Gloria Collado
Con motivo de sus últimas estancias en España (en 2004 se estrenó la citada ópera L’Upupa… y a inicios de 2005, la OCNE le dedicó una Carta Blanca que sirvió para repasar parte de su producción musical), tuve ocasión de tratarle y conocer su simpatía y su comunicabilidad proverbiales, aunque algo mermadas por una salud declinante. Visitó mi casa donde le recibimos con un grupo de colegas músicos y de la prensa especializada y nos pidió, a mi mujer y a mí, que le lleváramos a una galería de arte para indagar sobre la posibilidad de ampliar su excelente colección. Le llevamos a la Galería Soledad Lorenzo y luego fuimos a cenar. Elegimos el barrio de Chueca convencidos de que le interesaría conocerlo. En un momento de la noche, sentados en un banco de la plaza, Henze ya andaba mal y precisaba descansos, se quedó absorto mientras miraba el desfile de jóvenes desinhibidos y apetecibles muchachos. Un velo de nostalgia se le marcó en el rostro y nos contó una anécdota: había ido hacía un tiempo indeterminado pero reciente a un club gay de Hamburgo. Tras llamar a la puerta, se abrió una mirilla y una voz le dijo: “vuélvete a la tumba”. Lo contaba consciente de la calidad de la anécdota, era cruel pero una mente tan sutil como la suya era consciente de sus implicaciones. Resonaban ecos de Don Giovanni o del Anillo, implicaban la dura realidad de una vida, la suya, en la que el cuerpo castigado y envejecido, apenas sostenía ya la realidad luminosa de una mente cada día más lúcida; la injusticia de que ese milagro cultural que es la construcción de una personalidad repose sobre material tan frágil y perecedero como es el cuerpo que, no obstante, es la llave del amor.
Quedaría una compensación: la música, esa música que expresa lo que no se ve y, quizá, lo que no tiene cuerpo. A esa patria ha regresado Hans Werner Henze, el hombre al que su cuerpo estorbaba ya la extraordinaria irradiación que espera a su música.
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