Fátima Miranda, la república de la voz
El 5 de marzo subió a las tablas del Auditorio 400 del MNCARS el espectáculo deCantar, de Fátima Miranda, dentro de la octava edición del Festival Ellas Crean. Por allí andaba y así lo cuento.
Hablar de Fátima Miranda puede resultar complicado: para aquellos que la conocen no hay nada que añadir que enriquezca la experiencia de verla actuar, y para los que no la conocen es demasiado fatigoso decir aquí todo lo que sus espectáculos sugieren. En realidad, su actividad es tan deslumbrantemente original que solo existe una frase consecuente: conózcanla, no se pierdan la próxima aparición sobre un escenario.
Pero si escribo esto es para decir algo, al menos algo sobre el concierto al que asistí anoche, un concierto, o performance, o espectáculo o como se le quiera llamar que revela a quien ya conozca la trayectoria de esta artista que sigue sin defraudar, que se retroalimenta y que ver una de sus actividades es asistir a un derroche de singularidad que te deja atónito.
Fátima Miranda es la voz, el uso de la voz como revelación del mundo. A través de ella, Fátima nos lleva a reconocer el cuerpo, el sistema emocional en pleno y no pocas de las vicisitudes de la contingencia histórica de la persona. A través de un uso integral de la emisión sonora, Fátima ha confeccionado un retrato cabal de su propia identidad y, a través del deseo de mostrarlo, se ha comprometido con un concepto de espectáculo que contagia a los espectadores hasta la adicción.
Sus actuaciones son, así, citas ineludibles para admiradores que no fallan una y que nunca salen defraudados; son espectáculos de culto, y lo digo en más de un sentido. Y lo que más sorprende de todo ello es que, tratándose de espectáculos tan intensamente atractivos y manifiestamente admirados, aún no se sepa muy bien qué hacer con este auténtico fenómeno escénico, a qué género corresponden, por qué los medios de comunicación no arden de excitación ante cada cita.
Quizá en el futuro los que hayan asistido a alguna de sus actividades lo puedan recordar como aquellos que mantienen en la memoria su presencia en un concierto de la Callas, Conchita Piquer, Oum Kalsoum (que, por cierto, también se llamaba Fátima), Édith Piaf o Janis Joplin. ¿Excesivo? Hagan la prueba y luego me lo dicen. Aunque, por supuesto, nada es igual a otra cosa y Fátima Miranda ha conseguido el secreto de no parecerse a nadie.
La voz del universo
Y cuando eso sucede, todo el mundo se plantea, ¿de dónde sale este fenómeno? ¿Cuáles son sus raíces, sus referencias? ¿A qué se parece?
Fátima Miranda sale de la vanguardia de hace tres o más décadas. Sus espectáculos aún mantienen un hilo conductor con el ámbito de la performance y sus complejas ambiciones culturales la identifican como una artista de sólida preparación conceptual. Por otra parte, su formación vocal la emparenta con aquellas heroínas de la voz de esos años que picaban en numerosas culturas de emisión sonora de todo el mundo (tibetanas, árabes, etc.)
Pero emitir sonido despertando cualquier rincón del cuerpo y motivando cualquier emoción conduce inevitablemente a un reencuentro con la vida muscular y emocional de ese cuerpo, y eso es un matrimonio con el “yo” que deslumbra. A veces, Fátima recuerda algo de las lejanas experiencias del Roy Hart Theatre, pero las supera en musicalidad; nos deja entrever la multifonía vocal de las técnicas de emisión de los monjes tibetanos, pero los desborda con picardía y una frivolidad irresistible; se acerca al rock o al pop, pero los empapa de espiritualidad y no poca nostalgia de trascendencia.
A veces coge un sitar hindú y lo toca como si fuera una bandurria o una guitarra eléctrica para cabalgar sobre el instrumento con un repertorio vocal de amplitud extrema, desde un canto casi teológico hasta una enloquecida versión de la canción del Cola Cao; desde una suerte de homenaje al blues hasta un registro dadaísta en el que la bis cómica de Fátima arrastra al oyente al borde de un barranco de risas y lágrimas.
El humor, el amor…
A veces, el cambio de registro expresivo, el paso de la plegaria a la broma, es tan rápido que se produce en una misma frase musical. Fátima Miranda escoge muy bien su escenario emocional, nos dice cosas sobre la desolación, el mal trato, la pesadumbre y el dolor, la nostalgia y la exaltación trascendente; pero en pocos minutos, a veces en un solo giro, se desplaza hacia la chirigota y el cachondeo con un buen gusto, eso sí, medido hasta la coma. Grita, rebuzna, ronca, aúlla, recita, canta consigo misma (en voces pregrabadas) o con otras voces y siempre consigue comunicar hasta la última brizna de humanidad.
Y ahí es donde aparece otra de sus singularidades, el animal escénico que lleva dentro se revela y arrastra consigo a toda la audiencia desde la soberanía de un cuerpo pequeño y de apariencia frágil pero dueño de recursos inagotables. Fátima siempre sabe cuándo una secuencia de fonemas abstractos debe dejar paso a un chispazo de humor que crea complicidades de alto voltaje con su audiencia.
Y todo esto, sorprendentemente, es solo voz. Tiene, eso sí, una pequeña pero cuidadísima apoyatura escénica, luz sobre todo, algunas proyecciones de imágenes, algún apoyo sonoro en cinta, algún instrumento que ella misma toca y poco más.
Con apenas esto y una sabiduría que nadie puede apenas intuir de dónde ha salido, Fátima Miranda ha creado una alquimia escénica única. Unos espectáculos que son seguidos con fervor por unos iniciados que llenan la sala que se les ponga por delante y que la aplauden con ese frenesí que no mide los segundos de cortesía y que solo busca un reconocimiento emocional con la artista y una liberación de la tensión recibida.
Por supuesto, el Auditorio 400 se quedó pequeño para todos los que deseaban entrar. Pero, ¿y los que no saben nada de esta experiencia? ¿Se habrían enterado de que tal intensidad estaba sucediendo en su ciudad? ¡Santo cielo! ¡Qué disparate de aparato cultural tenemos!
Entre todas las mujeres
Queda una última reflexión sobre el Festival que ha acogido esta manifestación. Ellas Crean no vive tiempos fáciles, pero han hecho como que no se han enterado y han apostado por unos actos de gran relieve.
La presencia de Fátima Mirada en un certamen que quiere poner de manifiesto el talento artístico femenino es una auténtica goleada a quien lo dude. No es que Fátima deba mostrar su enorme talento de nuevo, ni el que le corresponde a su condición femenina. Más bien, su actividad convirtiendo la voz en espejo del mundo y, en primer lugar, de la experiencia del propio cuerpo pone de manifiesto hasta qué punto la conciencia de la identidad a través de la voz es un terreno de privilegio para la mujer.
De hecho, no llego siquiera a imaginar una experiencia artística ni remotamente parecida conducida por un varón. Casi se pone de manifiesto que la asunción de la voz como emisor integral es una de las pruebas de una suerte de castración sonora que el varón experimenta a partir de la adolescencia. Lo podrá compensar con otras cosas, por ejemplo, con poder y arrogancia. Pero la pérdida es ya irreparable. Queda, al menos reconocerlo, y Fátima Miranda es una ayuda impagable para ello. Nunca es fácil ser uno mismo, pero la experiencia de llegar a ser Fátima Miranda nos ilumina y nos hace la vida mucho más grata a todos los que la disfrutamos. Los demás, que se lo piensen.
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