Últimos días de Cuaresma y réquiems
Apuntes y reseñas a destiempo en vísperas de Pascua
Un Réquiem alemán universal para el Viernes Santo
Los requiems invaden el calendario, rotándose e intercalándose con las pasiones y los stabatmaters: Mozart, Berlioz, Verdi, Brahms, Fauré y vuelta a empezar. Después de Pascua decaen el culto religioso y el melómano. Si a ello le añadimos el cambio de hora, cada semana que pasa resulta más difícil entregarse al deleite musical (a más luz, menos silencio; a menos silencio, menos sugestión sonora).
El Réquiem de Brahms se dio a conocer en sociedad por entregas. El otoño de 1865 el público vienés fue el primero en poder catar la que a la postre se convertiría en una obra de las obras de referencia del compositor hamburgués y por ende del repertorio sacro decimonónico. Se interpretaron entonces, junto a algunos pasajes del réquiem, dos obras religiosas de Franz Schubert. Habría que esperar tres años más para escuchar la versión casi íntegra. Fue con motivo del Viernes Santo y en esta ocasión en la ciudad hanseática de Bremen. A modo de curiosidad, la acompañaron en el programa arias y coros de la Pasión según san Mateo de Bach y El Mesías de Haendel; con esos padrinos espirituales nadie dudaba ya de que la gran obra sacra de Brahms tendría largo recorrido. El 18 de febrero de 1869, si hacemos caso a los anales, se estrenaba en la Gewandhaus de Leipzig bajo la dirección de Carl Reinecke Ein Deutsches Requiem, tal como lo conocemos hoy.
El pasado 9 de marzo, mediada la Cuaresma, el opus 45 de Brahms, la obra que le catapultó volvía a una de sus tres cunas. El Coro de la Radio de Baviera (preparado por Howard Arman) dispuesto bajo el órgano imponente de la Gewandhaus; a sus pies a la orquesta y los solistas, Julia Kleiter (soprano) y Christian Gerhaber (barítono); frente al primer atril el titular de la orquesta sajona y decana del planeta, el letón Andris Nelsons. Nada de lo que uno escriba sobre la partitura aportará ninguna novedad, así que nos centraremos en glosar la soberbia interpretación que pudimos presenciar.
Desde la pandemia uno no recordaba una descarga catártica semejante. Nelsons se me antojó parco al inicio, pero conforme avanzaba la obra empecé a dejarme llevar por sus incisivos fraseos, su relativa compostura y me terminó fagocitando. Levemente ladeado, dirigiendo en ligero escorzo, su filosofía sonora se apoderó de la orquesta, del coro y finalmente traspasó al resto de asistentes. Es un auténtico privilegio poder disfrutar de 75 minutos ininterrumpidos de devoción musical, sin que nadie se atreva a profanar ese silencio (sin toses, sin móviles, sin comentarios por lo bajini…). La disciplina de silencio, tan difícil de conseguir en otras latitudes, es clave para que uno se deje llevar por la música y la medite a la vez a conciencia.
Ein kosmisches Requiem. Desafiando la dimensión espacio tiempo el director letón esboza unas líneas melódicas que parecen retar y por momentos traspasar el más allá. Como si el lienzo desbordara las márgenes del marco en el que fue apresado. En el tramo final, levitamos por espacio de diez, quince minutos. Enardecer, apaciguar y levitar. Esas son las tres propiedades mágicas del hecho musical. La interpretación de Nelsons, leipzigueses y muniqueses consiguió sobre todo lo tercero.
I. Selig sind, die das Leid tragen. El Coro de la Radio de Baviera susurra con determinación en su entrada. Y pensar que ese sutil hilo de voz inicial será el que acabará de imponerse ante toda la orquesta.
II. Denn alles Fleisch, es ist wie Gras. Una anémona con su diástole y sístole marina, así sonó el segundo pasaje de la partitura brahmsiana. Vibraba el coro, a la par que el patio de butacas, cada vez que el letón lentamente abría el puño en modo slow motion, como si bombeara una fotosíntesi abisal oxigenada de esperanza y anhelo. Un último suspiro, a ralentí.
III. Herr, lehre doch mich. El coro permanece sentado y desde su sedente contención departe con el barítono, que aquí lleva la voz cantante. Se percibe un ligero vaivén, casi un atisbo de vals. Christian Gerhaber nos lleva por el pasaje bíblico como si ejerciera de cuentacuentos, la orquesta hace las veces de lumbre y los casi dos mil oyentes se entregan a la escucha cual niños abducidos.
IV. Wie lieblich sind deine Wohnung. Y qué bellos los pasajes bíblicos escogidos por el compositor, que hizo suyo así un esqueje de la Biblia. Tanta diversidad cobra al final sentido pleno y el caleidoscopio bíblico adquiere mayor claridad. La música impregna de otra pátina los versículos, los aquilata. Uno ya no los podrá leer y desgajarlos de las notas, oirá siempre, ni que sea en la retina auditiva, el murmullo del réquiem de Brahms
V. Ihr habt nun Traurigkeit. Ahora os invade la tristeza. Traurigkeit, la eufonía de algunas palabras alemanas es música en estado puro.
VI. Denn wir haben hie keine bleibende Statt. El más poderoso y enérgico de los pasajes, en la versión ofrecida por Nelsons cuando menos, nos recuerda que no tenemos paradero, morada o lugar fijo.
VII. Selig sind die Toten. Remiendo del inicio con unas variaciones que se antojan ahora ensoñaciones del primer pasaje hasta llegar a la última catarsis y delegar en las arpas, como en el primer movimiento, la elevación de ese último suspiro. Le sigue el silencio, algún aplauso precipitado y extemporáneo, que interrumpe ese reposo final antes de lo deseado. Acto seguido, 10 minutos más de ovación continuada y cerrada.
Primó la voz. Por momentos uno se olvidó de la orquesta, sublimada ésta con el coro. Las arpas finales nos devuelven a la realidad, o cabría decir a la irrealidad de esta obra maestra. Andris Nelsons le ha sabido extraer una dimensión que hasta ahora me resultaba del todo ignota, rayana en lo místico y además supo dotar de una unidad irrefutable a estos 75 minutos magistrales.
Se ha dicho a menudo que el Réquiem alemán de Brahms no es tanto un réquiem del más allá como un réquiem del más aquí. Ya sea por su cercanía, por su carnalidad, por ese bálsamo y ese vaivén de mecedora que destilan muchos de sus compases. Nelsons y la conjunción sajona-bávara dieron quizás un paso más allà y precisamente se acercaron al más allá, otorgándole una aura cósmica y trascendental, un guiño casi mahleriano a uno de los de los compositores más carnales de todos los tiempos. Un siglo y medio después, tras su estreno a plazos, la partitura de Brahms sigue viva.
Chopin y el mi(n)isterio del… violonchelo
El opus 3 (1829) y el opus 75 (1848) emparedan 20 años de la vida de Chopin, su clímax compositivo hasta su muerte acaecida en 1849. O lo que es lo mismo, la consagración en cuerpo y alma a un instrumento, hoy en día es casi indisociable de este linaje. Pero el idilio pianístico del genio polaco toleró algún concubinato ocasional añadido y así esos dos hitos del opus chopiniano, el alfa y el omega de su obra, comparten ambos un segundo instrumento en concordia: el violonchelo.
Quisieron así recordarlo el 25 de marzo en la Cartuja de Valldemossa el chelista francés Christophe Coin y la pianista japonesa Akiko Ebi en un concierto dedicado a partes iguales a August Franchome y Fryderyk Chopin, precedido por una conferencia en francés del eminente musicólogo Jean-Jacques Eigeldinger. El primero de ellos explicaría en buena parte el apego del pianista por el chelo, adujo Eigeldinger. No en vano compusieron al alimón el Gran Dúo Concertante sobre temas de Robert le Diable y Franchome acompañó a Chopin el 16 de febrero de 1848 en el preestreno de la Sonata para chelo y piano op.65, el último concierto que ofreció Chopin en el salón Pleyel de París. El mismo Franchome se encargaría de estrenar póstumamente la versión íntegra de la sonata una década después.
La única sonata que Chopin concibió para dos instrumentos cerró el programa en el que también Coin y Ebi ejecutaron el Nocturno op. 15 nº1 y la Serenata op 12 de Franchome y la Polonesa Brillante y el Gran Duo Concertante del genio polaco. Le siguieron dos propinas, también alternas, de Franchome y Chopin se entiende, para cerrar la cuadratura del círculo. No obstante, fue en la Sonata donde los dos prestigiosos solistas exhibieron su contrastado oficio y descargaron el pathos – ora desbocado, ora contenido- del huésped más célebre de la Cartuja. Al frente del piano Pleyel, coetáneo de Chopin (todo invita a pensar que el violonchelo también era coetáneo de Franchome), Akiko Ebi y Chrisophe Coin tradujeron con fidelidad insobornable esta obra maestra, que no se asentó en el repertorio hasta principios del siglo pasado.
Eli Degribi, un saxo que ensancha pulmones
Casi han transcurrido dos meses del paso de Eli Degibri por el Festival Palma Jazz 2023, pero uno conserva aún el halo sonoro que proyecta el latón decapado de su saxo tenor. El músico israelí se metió en el bolsillo al público del Teatro Xesc Forteza el pasado 17 de febrero con temas propios y algún arreglo como el Like someone in love hibridado con el contrapunto bachiano y llevado al compás de 5/4. Una maravilla que el pianista Tom Oren ejecutó con maestría cartesiana y en desenfrenada cuesta abajo, por antagónicos que parezcan ambos símiles. Prueba más de que ningún otro compositor clásico congenia tanto con el jazz como el cantor de Leipzig.
La actuación del cuarteto de Eli Degibri -completado por Tom Oren (piano), Alon Near (bajo), Eviatar Slivnik (percusión)- sirvió de presentación de su último trabajo discográfico Henry and Rachel, sentido homenaje póstumo a los padres del saxofonista, para quienes éste tuvo no solo notas de recuerdo, sino emotivas palabras. Sonaron composiciones variopintas con títulos tan sugerentes como Noah, Quixote o The Wedding. En todas ellas brilló la nitidez amplia del saxo, acoplada a menudo al contrabajo. Una formidable caja percusiva en Quixote y el ya aludido tour de force pianístico en Like someone in love merecen también ser mencionados.
Jazz clásico de americana y corbata, por una parte; pero también kármico en sus resultados. Alocuciones breves, souvenirs familiares, alguna confidencia y composiciones contrastadas, un poquito de todo. Todo ello redondeado por un saxofón, que empezó su velada punteando soplos a media sordina para finalizar dilatadísimo, mostrando el expansivo y oceánico bramido de un instrumento, que en adelante restalló a válvula abierta, a pulmón abierto. Una delicia de concierto, de esos en los que el oyente sale con una sonrisa de oreja a oreja y los pulmones a rebosar.
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