Ra-ra -ra, el público berlinés se rinde a Racine, Rameau y Rattle
La nueva ‘Hippolyte et Aricie’ de la Staastoper reinterpreta el ‘atrezzo’ barroco en clave lumínica: neones, espejos y retículas de haces por doquier
Hippolyte et Aricie

© Karl y Mónica Forster
Simon Rattle regresó a Berlin en noviembre, capital de la que hasta la temporada pasada era pontífice filarmónico. En esta ocasión se apeó en Unter den Linden, en la parada de la renovada Staatsoper, donde estos días se representa la ópera Hippolyte et Aricie, de Jean Philippe Rameu.
El director británico se reencontraba así con el compositor barroco francés, de quien décadas atrás dirigiera su última ópera Les Boréades. Para la presente ocasión, invirtiendo la cronología, subía al escenario la ópera prima de Rameau, casi tres siglos después de su estreno, acaecido éste en octubre de 1733.
Lo primero que cabría decir es que el título de Rameau bien merece, en lo estrictamente musical, reintegrarse en la parrilla operística. Trepidante partitura la que compuso el cembalista de Dijón, plagada de candentes pasajes vocales, rica en instrumentación (no faltan hasta dos cornamusas en el acto final), atrevimientos armónicos y magistrales incursiones coreográficas. Más de tres horas de música escénica, estructurada en cinco actos, pero tan bien trenzada en la partitura que uno los interioriza del tirón, como si todo fuera un continuum musical. Quizás allí radique una de las sorpresas y atractivos de Hyppolyte et Aricie. En una época en la que la ópera solía presentarse cuarteada en fragmentos (aria, arioso, recitativo, sinfonía…), aquí todo mantiene una unidad de partida.
Por lo que a la presente producción de la ópera estatal berlinesa respecta, podríamos empezar diciendo que arroja muchas luces pero también alguna sombra y todo ello dicho en el sentido más literal de la expresión. En los números corales, y muy especialmente cuando la decena de bailarines irrumpe en escena, la dirección escénica es sublime. Sirviendo por igual a la música (el Hippolyte no escatima en numerosos interludios instrumentales de transición) como a la explicitación corporal de la trama (“el paisaje del cuerpo leo” según se lee en el programa de mano). Mucho más controvertida se me antoja la dirección escénica de los actores.
Los méritos de la regista Aletta Collins en la coreografía coral se descafeínan cuando pasamos a la distancia corta. A mi entender la dirección de actores peca de atrevimientos desconcertantes y por momentos grotescos. Si en las coreografías hay un tratamiento muy respetuoso de la narración, cuando los solistas entran en escena opera a menudo una especie de caricaturización o esperpento, que resta credibilidad a los supuestos amores cruzados, traiciones y conflictos morales, amalgamados en la Fedra de Racine (base del libreto del Hippolyte). A esa sensación de desconcierto ‘ayuda’ mucho el vestuario, a mi parecer la parte menos lograda de toda la producción. Magdalena Kožená (Fedra, madrasta de Hippolyte, de la que está enamorada) aparece aprisionada en un multiédrico vestido de espejos, que apenas le permite desplazarse con cierta naturalidad, desprendiendo destellos por doquier, desde platea hasta al último palco. Ridículo atuendo, a su vez, el de las tres parcas, lo más parecido que uno haya visto a un muñeco Michelin en escena.
Entiendo que en la dirección actoral se podría haber ajustado más a la trama original. En la Fedra, de Racine se plantean constantes dilemas morales (la pasión desatada frente la razón y a la preservación de las convenciones), más aguados quizás en el libreto que Simon-Joseph Pellegrin adaptó para la partitura de Rameau. Tanta extravagancia de figurines a veces deriva en lo cómico. Desconozco si voluntaria o involuntariamente. El exponente más claro lo hallamos al inicio del tercer acto, cuando Fedra insinúa a su hijastro Hippolyte la atracción que por él siente. El público de la Staatsoper dejó esbozar alguna risa. No negaré que la escena contenga probablemente cierto elemento tragicómico, una mujer madura manifestando como una colegiala su amor a un adolescente imberbe, que se supone el héroe de la historia. Pero hay en esa escena un súbito bluf de la tensión dramática, fácilmente evitable. Hippolyte (encarnado por el tenor Reinound van Mechelen y supuesto héroe masculino), para más inri, está caracterizado, tal fue mi impresión, como un joven pusilánime, novato, inseguro, timorato y hasta apocado. En definitiva, todos los atributos que de común acuerdo se le presuponen al héroe.
Atrezzo especular: reflexión y refracción
El Hippolyte berlinés transcurre en un espacio cuya delimitación paisajística resulta del maridaje ente luz y superficies especulares. No en balde los alemanes han acuñado con meridiana precisión el término Lichtgestaltung. La apuesta del renombrado artista visual Ólafur Elíasson es valiente y arroja numerosos pasajes de bella plasticidad. Cierto es, también, que no oculta algún desajuste. El cautivo Theseo desciende al Hades, donde apresado por un neón de fuerza, reclama apoyo para que sea restituido al mundo de los mortales. Acude a las parcas para sondear su providencia. El aspecto de éstas recuerda más al de una luciérnaga mórbida o al famoso muñeco ‘gusiluz’ que al de unas sacerdotisas visionarias. El oráculo no le es muy propicio a Teseo. Una vez ha obtenido éste el favor de los dioses para retornar a la vida terrenal, las predicciones no son tampoco halagüeñas. “Ciertamente lograrás evitar el infierno, eso sí, para encontrarlo de nuevo en tu propio hogar” le advierten las parcas. Así finaliza el segundo acto y, como veremos en el tercero, la profecía se cumplirá.
Tercer y cuarto acto concentran el caudal musical y dramatúrgico más interesante de toda la ópera. El principal acierto escénico coincide con la aparición de un gran espejo que ciega toda la caja escénica. Por minutos podemos observar en la parte inferior a Rattle dirigiendo en tiempo real y al respetable, esto es, a nosotros mismos embelesados e inmóviles, convirtiendo toda la olla de la Staatsoper, de golpe y porrazo, en decorado. Una bellísima estampa completada en primer término por la partida de la pareja de enamorados que da nombre a la ópera, a poco de embarcarse en una travesía marítima plagada de adversidades.
El mecido vaivén marino, que tan magistralmente coreografían los bailarines, pronto dejará de ser ligero vaivén para convertirse en temporal. La llegada, entre tinieblas, de un monstruo, con el que Hippolyte se batirá, y por supuesto saldrá vencedor, brindan alguno de los pasajes orquestales más brillantes de la obra.
Excelente simbiosis entre la Staatsoper y la Freiburger Barockorchester
Los coristas de la Staastoper, alternando foso y escenario, cubren sus cabezas con una especie de tocado que les confiere silueta de champiñón. La parte superior de este snorkel la remata un cristal refractante que repele cualquier haz de luz, en ese permanente juego de destellos, aleatorios y buscados, que en buena medida sintetiza la apuesta escenográfica de Aletta Collins.
Simon Rattle disfrutó de lo lindo desde el foso de la ópera berlinesa. ¿Y quién no lo haría con una orquesta excepcional, una de las elegidas en lo que al repertorio de los siglos XVII y XVIII respecta, como es la Freiburger Barockorchester? Su dirección está llena de brío, de querer connotar cada compás de una música menos conocida de lo que debería serlo. Y aquí cabe incidir en que Hippolyte et Aricie es una obra de gran exigencia orquestal. La escritura para orquesta de Rameau en su primera aventura operística iguala, sino supera, la de los pasajes solistas y corales.
No es esta una ópera de roles solistas memorables. A ello quizás contribuya la amplia relación de personajes y la dificultad de decantarse por un protagonista o protagonistas, aunque el título de la ópera parece ya de por sí tomar parte. Las excepcionales Anna Prohaska y Magdalena Kožená no pudieron lucir del todo en todo su esplendor (y no será por falta de lentejuelas en su vestuario), sino porque el protagonismo queda muy diluido entre el amplio concurso de cantantes, músicos y figurines. Los Freiburger, a las órdenes de Rattle, se entregaron de principio a fin y la compenetración con el coro berlinés (alternando éste su ubicación entre foso y escenario) resultó soberbia.
Haces de luces, maraña de laser, destellos, deslumbres, neones, niebla y tricomía final, otorgan y ratifican la modernidad de la obra. Enésima demostración de que el repertorio barroco no necesita de pomposas escenografías para justificar su razón de ser. Ópera en francés, dirección británica (musical y escénica), orquesta alemana y excepcional elenco vocal femenino centroeuropeo (Kožená y Prohaska). Todo a partir de la tragedia griega de Eurípides. Las modas vuelven y el gran Jean Philippe Rameau no es una excepción.
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