En el fallecimiento de Miguel Ángel Coria, ‘Ancora una volta’
Hace apenas tres días, el 24 de febrero, fallecía el compositor madrileño Miguel Ángel Coria a los 78 años de edad. Con su pérdida se difumina parte del debate que condujo al final de las vanguardias en nuestro país.

Miguel Ángel Coria © Fundación Juan March
Se dice en estos casos “que le tierra te sea leve”. En el caso de Coria todo parece haber sido leve, como lo está siendo el escasísimo flujo de comentarios. Y, sin embargo, para cualquier observador de la música española de los últimos cuarenta años, esta levedad (¿insoportable?) parecía casi programada por un autor que arrancó su carrera desde un despliegue de lucidez y que optó pronto por el sabor ácido, sino cáustico, de la trayectoria de la evolución musical.
Hace apenas un par de días, la SGAE informaba a través de una necrológica escasa, de la desaparición del compositor. Pero esa escasez se ha convertido en el único retrato del madrileño, repetido cansinamente por algunos medios, y no los más grandes.
Se decía allí que Coria era un pionero de la música electrónica en España. Que la estudió en Utrecht con Gottfried Michael König, y que la “introdujo” en nuestro país. Coria fue cofundador del Laboratorio ALEA, en el que velaron sus voltios y electrones Luis de Pablo o los jóvenes Eduardo Polonio y Horacio Vaggione.
Pero Coria había sido un sólido alumno de Gerardo Gombau (además de Ángel Arias o Pedro Lerma), y tenía en su haber un Premio de fuga de los que marcan; especialmente en unos años, principios de los sesenta, en que los vanguardistas españoles habían penado para hacerse con una formación en “escritura musical”.
Luego, había que ganarse la vida. Y esa vil necesidad le condujo a la radio (¡cómo no!), y de ahí a ser Delegado de la Orquesta y Coro de la RTVE, consejero en altas instituciones y director técnico de la Fundación Ferrer Salat. Entre medias, se une a un grupo de compositores para crear la venerable Asociación de Compositores Españoles que la transición se llevó como un suspiro.
Mientras tanto, la carrera del compositor había seguido curiosos meandros. Obras primeras que, más tarde, desaparecen de un catálogo que se quiere sucinto y muy enfocado a “renegar” de las veleidades de la vanguardia.
Y, en medio de los años setenta, cuando la podredumbre del régimen franquista había aburrido a los impacientes, el aún joven pero ya maduro compositor brinda un escrito en la revista oficiosa de la vanguardia musical madrileña, Sonda. En su número 7, del año 1974, Miguel Ángel Coria publica un artículo que se quiere polémicamente sintético: Notas al margen. En esencia, presenta sus tres “primeras” obras, a partir de un catálogo reelaborado que casi parece el de un Webern postmoderno.
Cuando la vanguardia no acababa de morir y lo posmoderno no acababa de nacer (¿les suena este aserto gramsciano que ahora todo el mundo repite?), Coria proclama: “Heráclito dijo: ‘Lo viejo se convierte en joven, y lo joven, a su vez, en viejo’. Yo, también.” Entre los títulos de estas tres piezas se leen cosas como “Ravel for President” o “Falla revisited”. Y en Coria nada era casual; de Ravel proclama su adhesión a: “la perfección, la distinción y una melancólica ironía; junto a ellos el gusto por el artificio […] rindo tributo a su estética de la impostura, redentora de tanta espontaneidad auténticamente insoportable.”
De Falla quizá pensara algo parecido, pero España era (¿es?) demasiado áspera para bromear con un padre fundacional. Y Coria concluye: “Para el emisor, el problema de la comunicación se plantea así: hallar aquel punto de equilibrio entre lo original y lo banal que asegure al receptor la inteligibilidad del mensaje.”
Unas pocas líneas que concluyen con un feliz sarcasmo: “…ruego a quien corresponda que regale a mis objetores con suculenta morcilla, a ser posible elaborada en Pineda de la Sierra (Burgos), sobre cuya excelencia se hacen lenguas quienes la gustaron.”
Con esto y unas pocas páginas de elaborado sabor neoclásico quedaba inaugurada la postmodernidad en España en pleno 1974. Quienes no compartieran su furioso análisis podían irse a “tomar morcillas”.
El resto de la obra de Coria, refinada, exquisita y casi impaciente por dejar de sonar, bien podría entenderse como unas notas al margen de un texto que sonaba casi a carta de despedida. Una de sus obras posteriores más celebradas, Ancora una volta, es seguramente otro enunciado premonitorio. La vanguardia le había decepcionado y algunas distracciones y quizá algún paraíso artificial le hayan hecho corta la espera hasta su desaparición final en un país que ya no se acuerda de nada. Que el delicado “equilibrio entre lo original y lo banal” le sea leve a Miguel Ángel Coria.
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