Weronika Jacob en la retina
Déjà vu à Cracovie
Carrer de Montisió, median los años 90, octubre. Las ventanas entornadas, el aula atiende, impera aún cierto rigor jesuítico.

Irène Jacob en «La doble vida de Verónica»
Desde la calle, aguzando el oído, alcanza uno a escuchar al profesor de literatura divagando. Sin saber muy bien a cuento de qué, sale a colación La doble vida de Verónica. El maestro se recrea más de lo habitual en el inciso cinéfilo. No recuerdo que mentara al director, pero si esa alusión a Dekalog, aterradora como cualquier acotación bíblica.
No me pregunten por qué. Desde el momento que oí apenas enunciarla, la temí “¿Doble vida de Verónica?, ¿qué secreto ocultará tan extraño título?”. Ese Ve-ró-ni-ca incitaba a la par que erizaba mis tímpanos. Hay algo de proscrito en los nombres propios. Parecen encerrar en sí una prohibición inherente.
Hasta hace unas semanas fantaseaba una doble vida, alimentada por el temor, la imaginación y el ansia de una víspera muy prolongada. El film se me antojaba un trasunto herético de fábula religiosa (la túnica sagrada, la Verónica a modo de reliquia esotérica) y desafuero amoral (doble vida). Infundada cavilación, propia de un niño. El magnetismo del abismo me incitó a deponer el film hasta fecha indefinida. Dos décadas después, residiendo entonces ya en Cracovia, me reencontré con uno de mis amores de juventud.
Algunas películas, como el primer amor de adolescencia, no deberían volver nunca a nuestro campo de visión. Verlas por vez primera y última, ya dejan de por sí secuelas irreversibles. No abuse del sedante o dejará de seducirle, el milagro se torna entonces vulgar placebo. Los enamoramientos más intensos siempre son los que no se consuman. Bien está que así sea. La sal de la plata sedimenta en la retina y se aloja allí de por vida. Sine die.
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Y veinte años después, la chica de Rojo, ese angelical medio perfil del póster inmenso, volvía a la pantalla. Al monitor de mi laptop para ser más precisos. La música de Preisner, la misma que escuche reverenciar a Ramon Trecet en Radio 3, irrumpiendo siempre en el fotograma preciso. La Doble vida, esa temida amoralidad sobre adulterio y tabús varios; ese paisaje grisáceo de la Europa del Este, tan impreciso como el término Europa del Este. Y resultó que Weronika vivía en Cracovia (Veronique en París). Esos lugares callejeados se aparecían ahora en el film y en ellos reconocí a la ciudad por mi habitada. Me invadió de pronto una ligera sensación de déjà vu.
Kieslowski es al cine lo que Schubert a la música. La aproximación más pura a lo que uno entiende por belleza. No consigo dar una explicación mínimamente racional a su poder hipnótico. Tienen algo, admitámoslo, de hados, magos, prestidigitadores.
Interrogado en cierta ocasión por sus creencias religiosas, Kieslowski acertó a entrever una cierta relación con Dios. En estos tiempos en el que el término espiritualidad va camino de convertirse en arcaísmo (sólo veneramos a Jobs y herederos), dosis moderadas y espaciadas de Schubert i Kieslowski pueden contribuir a suplir ese vacío. En sus impromptus o en sus secuencias hay más pulso religioso que en la mayoría de liturgias autómatas a las que asistimos por mera inercia en estas fechas.
La Doble vida es un inexplicable poema sobre la dualidad, lo especular, el presentimiento o la presciencia (prescience), de la que Javier Marías habla en sus novelas. Permítanme el salto al vacío sin red: ¿No guarda esta dualidad femenina cierto paralelismo con el El espíritu de la Colmena de Víctor Erice? Fábulas ambas. Como casi todo lo que visionó Kieslowski, fábulas para adultos. Eso sí, vistas a hurtadillas por la pupila del niño. A través del quicio, cuando sus padres lo creen inmerso en la fase rem del sueño.
Muchos de nosotros tenemos que remontarnos a nuestra infancia para rescatar algún resquicio de espiritualidad verosímil. Entiendo ahora a Ana María Matute cuando se empecinaba en perpetuar su infancia, pese a sus venerables arrugas. La he descubierto a través de su primeriza novelita Pequeño Teatro. Debía tener la edad de Veronique/Weronika cuando la redactó y no he podido abstenerme de trazar nexos, entrelazar hilos de marionetas: las del viejo Anderea y las del titeretero francés rendido a la belleza de Jacob.
Cualquier comentario sobre el film que aquí nos ocupa está de más. Para indagar sobre él les remito a la excepcional reseña de Javier Ballestero. Difícilmente se puede diseccionar mejor esta joya, sin propinarle el más mínimo rasguño ni desgastar su brillo.
http://lafilmotecadesantjoan.blogspot.com.es/
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Monteverdi en Cracovia
Opera Rara se ha convertido en apenas pocos años en uno de los hits culturales de la vieja capital. Nunca habría imaginado que el repertorio operístico barroco pudiera concitar tanta atención entre un público bastante joven por lo demás. L’Incoronazione di Poppea, otro título repleto de recitativos y, no obstante, con una su segunda parte trepidante. Para lo que es la época se entiende.
Claudio Monteverdi (1567-1643) concibió una ópera, cuyo guión, a diferencia de otros tantos, convencen por su modernidad. Sobre todo en su segundo ecuador se torna pérfido a la vez que musicalmente sugestivo. El binomio belleza-moral parece ponerse en entredicho, ni más ni menos que en uno de los títulos fundacionales del género operístico. Cuatrocientos años antes de que Hollywood instaurara la máxima del happy end, el operista veneciano se consagró con un título en el que comparten protagonismo dos abominables personajes históricos, Nerón y su codiciosa esposa Poppea.
El excelente reparto vocal capitaneado por Giuseppina Bridelli, la meticulosa, a la vez que introspectiva, conducción de Claudio Cavina y el conjunto La Venexiana, culminaron, especialmente en el tercer acto, la alquimia sonora. Una aleación de palabra, dicción y música, tramada por un Monteverdi, inconsciente de que pasaría a la posteridad como padre de un género pentacentenario.
El Teatro Słowacki de Cracovia, como sucediera a principios de 2014 con el Tamerlano de Haendel volvió a reivindicarse como escenario idóneo para la ópera de formato camerístico. El excelente dueto final se cerró con una larga ovación, sin que se registraran apenas deserciones durante las casi tres horas de la versión “abreviada”.
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CHOPIN se escribe con CHO. Pianistas monosilábicos no le faltan al siglo XXI. Quince años después de que el chino Yund LI se alzara con el primer premio del Concurso Internacional Fryderyk Chopin de Varsovia, o lo que es lo mismo tres ediciones después (la convocatoria es quinquenal), el coreano Seong Jin CHO se convirtió en el nuevo sucesor asiático del cetro pianístico. El pasado 20 de diciembre su recital cerró el año, musicalmente hablando, en la Filharmonia Krakowska. El mismo escenario donde Weronika (Irène Jacob), en pleno éxtasis vocal, se desmayaba a principios de los 90, atendiendo las órdenes de Kieslowski.
Escoltado por dos navideños choinki, CHO se merendó como si nada la Sonata n.2 en si bemol menor de Chopin y sus 24 preludios. Magistral la primera de ellas, en especial su celebérrima Marcha Fúnebre, quizás la mejor interpretación que servidor recuerda de dicho pasaje. No faltaron tampoco los bises. Para el recuerdo, esa Campanella lisztiana insuperable, que dejó a más de uno literalmente ´boquiabierto´.
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Estos días rastreo Cracovia con ojos más benévolos. Sin gente, la ciudad me parece menos hostil. Kraków se vacía noche tras noche. El solsticio de invierno, lo que la tradición cristiana rebautizó como Navidad, anestesia su casco antiguo.
De día contemplo en Plac Imbramowski las carpas parsimoniosas. Renegadas al nado suspensivo, ingrávida supervivencia. Resignación absoluta al trágico sino que les aguarda el 24 de diciembre. De noche, de regreso a casa, la bici apenas esquiva transeúntes. Ratifico así mi percepción de éxodo. Noche tras noche menos gente paseando por el Rynek. .
Sería delicioso contemplar la plaza de Cracovia absolutamente vacía, en toda su magnitud (sin carrozas, sin floristas, sin muchachas incitándote a explorar sus…catacumbas). Aunque la quimera encierra en sí misma una contradicción. El notario de la “soledad absoluta” la desmiente con su mera presencia. De suceder, de consumarse ese momento mágico, vaticino que debiera producirse entre las 2 y las 3 de la madrugada del 24 al 25 de diciembre. Después de pasterka o quizás un poco antes. Es probable, no lo descarto del todo, que por unos minutos, ninguna alma cruce el perímetro descrito por las calles Szczepańska, Floriańska, Grodzka i Swięta Anna.
A Kieslowski le habría gustado capturar esta coreografía perfecta: autoinducida, sin ningún regista que dicte sus pasos. Progresivo mutis escénico hacia la hora cero, hacia la soledad, apenas perceptible porque son pocos los que asisten a él. Sólo la Navidad logra, intenta cuando menos, vaciar uno de los epicentros más concurridos de Europa.
Nadie en 200 metros a la redonda de la céntrica Sukiennice. Una maravilla. Una quimera onírica, incluso para las horas más intempestivas de la noche más larga del año. No estaré entonces para comprobar si a esas horas el pertinaz trompetista de la Bazylika Mariacka rompe con su Hejnał el silencio que se le presupone a la Wigilia polaca.
Rastreo Cracovia en pos del punto exacto donde años atrás una joven parisina se fotografió a sí misma, sin saberlo. Bajo el efecto de esos fotogramas y esa música quebradiza, mucho más convincente que la navidad circundante, despido el año.
Sigo sin entender los dos últimos planos de Podwójne życie Weroniki. Encierran ambos, entre sí, un misterio insondable, como suele decirse. Y con los misterios, uno nunca sabe si es mejor desentrañar su contenido o concederles régimen vitalicio de misterio. Dos gotas de agua. Veronique puede que en adelante adquiera tintes de patronímico triste.
O no, al son de los Comedian Harmonists el nombre se torna jovial. Para ello habrá que esperar, reza la letra, hasta la primavera: Veronika, die Lenz ist da!
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