El saber musical en el Antiguo Régimen
La música ilustrada de los jesuitas expulsos. Antonio Gallego. Editorial Arpegio, Sant Cugat, 2015
El libro de Antonio Gallego es el primer panorama global sobre los escritos musicales de los jesuitas españoles expulsados.
En tiempos pasados, el médico que nos tomaba los pulsos, el abogado que nos guiaba (o extraviaba) en un pleito, el eclesiástico que nos amedrentaba desde el púlpito, el físico que nos enseñaba cómo operaba la naturaleza, el matemático que calculaba la cuantía de los impuestos que debíamos pagar, el arquitecto que levantaba palacios, teatros u hospitales, todos ellos sabían música, por la sencilla razón de que todos habían cimentado sus saberes respectivos sobre la misma base de las artes liberales, antesala de saberes supuestamente más elevados, y la música ocupaba un lugar en ellas desde hacía muchos siglos. Todo hombre culto conocía la medida de un intervalo de segunda, de cuarta o de tercera, sabía cuáles eran y cómo se llamaban las figuras musicales, cuáles eran los signos de medida que articulaban un discurso musical, incluso tenían capacidad suficiente para internarse en la música práctica. Todos se habían graduado como “bachiller en artes”. Eso explica que, para asombro nuestro, encontremos disquisiciones y hasta discursos enteros sobre la música en obras de medicina, de leyes, de física, de moral, de teología. Hasta ese punto se hallaba la música imbricada en el tejido cultural e intelectual del sector de la sociedad que tenía acceso a la educación. La música formaba parte, por derecho propio, del imaginario del saber. Si, el que sabía, sabía muchísimo, nos encontramos con un corpus de escritos sobre música de enorme importancia y, a veces, transcendencia, como es el caso de los escritos de los jesuitas expulsados.
Es una paradoja que la prudente medida de expulsión dictada por varios monarcas europeos para acabar con el monopolio de la educación que tenía la Compañía de Jesús obligase a muchos de los cerebros más lúcidos a extrañarse y dejar vacías cátedras de incuestionable valor. Sin embargo, los jesuitas expulsados siguieron investigando y trabajando en los países de asilo, en el caso de los españoles, Italia. Es más, eso les permitió conocer de primera mano ideas hasta entonces conocidas indirectamente y les puso en contacto personal con figuras de enorme sabiduría y prestigio, a las que admiraron, con las que hicieron amistad y, también, polemizaron, que tal era el deporte favorito del siglo XVIII. El libro de Antonio Gallego es el primer panorama global sobre los escritos musicales de los jesuitas españoles expulsados. Ya antes había reflexionado sobre la obra de los más conocidos en su libro La música en tiempos de Carlos III (Alianza Música), una obra de referencia, pero en esta ocasión incluye autores poco conocidos o totalmente ignorados en lo relativo a la música.
El libro se abre con un capítulo dedicado al Fray Gerundio del Padre Isla, archiconocido y citado como sabroso ejemplo de sátira contra la predicación huera y pseudo-culta que asolaba los templos, pero al que nadie se había asomado antes para escudriñar sus abundantísimas noticias relacionadas con la práctica musical. Gallego hace un vaciado exahustivo de términos y situaciones glosándolos y contextualizándolos. Las glosas, además de las notas a pié de página, son eruditas y discurren por caminos poco transitados, como la cita del poema de Jorge de Montemayor en el que aparece Cristo como instrumento musical. La tirria que los hombres cultos de los siglos XVII y XVIII tenían a la gaita gallega es digna de estudiarse en profundidad: en la sátira del Padre Isla hay material más que abundante para ello. No me resisto a citar un pasaje de otro jesuíta, Lorenzo Ortiz, quien en su obra Ver, oír, oler, gustar, tocar (1687) compara este instrumento con el charlatán, lo que viene aquí muy al caso a propósito de la predicación gárrula y altisonante: Un hablador y una gaita gallega son tan para en uno que ni había de tocarse gaita que no fuese al compás de un hablador, ni un hablador había de hablar sino al son de una gaita gallega. Ella tiene dos flautas; que no le basta una para hacer ruido. Suena por ambas sin parar y con solo el viento que tiene dentro de su pellejo. Busca corrillos de gente y pónese en medio a soltar su tarabilla. Tócanla en un zaguán y alborota toda una vecindad; y últimamente, cuando acaba, deja aturdidos a los que la han oído. ¿Haze falta la aplicación? Creo que no.
Los restantes capítulos son más cortos, pero igualmente jugosos. El dedicado a Esteban de Terreros subraya la importancia de su Diccionario (1786-1793) por el importantísimo léxico musical que incluye, sólo comparable al de Covarrubias (1611) y al conocido como Diccionario de Autoridades (1726-1739). Gallego enfatiza el hecho de que sólo muy recientemente ha sido tenido en consideración dicho diccionario por la musicología. Hay también una reflexión pertinente sobre la ambigüedad que se detecta en el autor jesuíta entre los antiguos postulados y los más modernos.
El capítulo sobre Antonio Eximeno quizá sea un poco frustrante, por cuanto tiene en él mucho más peso todo lo contrario de lo que postuló el valenciano que las ideas que defendió; es decir, se describe profusamente el universo pitagórico, con sus analogías musicales macro-microcósmicas, sus principios matemáticos (ya en esta época, también físico-acústicos), que es todo lo que atacó con ahínco Eximeno, y se da un repaso somero a sus planteamientos sobre el arte musical fruto del cruce entre el enciclopedismo francés, concretamente Rousseau y su teoría sobre el origen lingüístico de la música, y el neoclasicismo pujante. Es oportuna la advertencia sobre la conveniencia de acudir al original italiano (1774) y no a la publicación española de 1796, porque, como señala Gallego con ejemplos, hay discrepancias de calado que dan lugar a malentendidos.
También en el capítulo dedicado a Juan Andrés resulta excesiva la introducción, un discurso sobre la relación entre palabra y música que deja poco hueco a la polémica entablada entre éste, con su defensa de la influencia de la lírica árabe sobre las líricas vernáculas en los territorios cristianos, y Esteban de Arteaga. Leyendo las réplicas y contrarréplicas de ambos estudiosos parece claro que los dos llevaban parte de razón, si bien el manejo de las fuentes y la argumentación son más sólidos en este último.
Y es que Esteban de Arteaga es uno de los preclaros entendimientos que ha dado el Siglo de las Luces español. De prosa elegante y pensamiento agudo, no todos sus escritos tuvieron la difusión que merecían, entre otras cosas porque muchos quedaron inéditos. Gallego se centra en el concepto de belleza ideal que Arteaga expone en el tratado del mismo título, una belleza que al jesuíta le parecía más difícil de conseguir en la música que en ningún otro arte, si bien sostenía que la esencia de la música no era imitar la naturaleza misma, sino los sentimientos que ésta nos suscita. Con todo, en la línea de los enciclopedistas franceses, esta capacidad del arte de los sonidos se hallaba para él inevitablemente ligada a la palabra, a su querida y defendida ópera italiana.
Una de las mayores aportaciones del libro es el capítulo dedicado a Vicente Requeno, porque de este autor teníamos hasta ahora sólo una apretada e insuficiente noticia en la monografía, por otra parte excelente, de Francisco José León Tello. Requeno se propuso una restauración sistemática y completa de los fundamentos musicales de la Grecia antigua. Para este proyecto neoclásico por antonomasia, construyó un instrumento de veintiocho cuerdas (o más) para la medida de los intervalos, con ayuda del cual pretendió recuperar para la música moderna el antiguo género enharmónico, con tercios y cuartos de tono. La sensibilidad occidental llevaba muchos siglos atrofiada para poder percibir y utilizar estas distancias microtonales, no lo había conseguido tampoco Vicentino en 1555, pero ahí queda como un testimonio más del ineludible diálogo que mantenemos tenazmente con nuestras raíces.
El libro se cierra con un estudio sobre las páginas que dedicó Pedro José Márquez a Vitrubio y a la supuestamente estrecha relación entre música y arquitectura que puede encontrarse en el tratado del romano, una relación que ya en su época fue matizada y minimizada convenientemente, según explica Gallego. La obra de Antonio Gallego nos permite ver con claridad cómo también desde la música hubo una confluencia luminosa en un siglo luminoso de modernidad y antigüedad, de Ilustración y Neoclasicismo.
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