Sir Simon Rattle y la Filarmónica de Berlín. Mayoría de edad en modo menor
Rattle y la Filarmónica de Berlín cierran gira y ciclo en el Palau de la Música Catalana con dos cimas sinfónicas del XIX (Brahms) y del XX (Lutosławski)

© Monika Rittershaus
El 4 de noviembre de 1854, en la ciudad alemana de Karlsruhe, Johannes Brahms se dio a conocer (y consagró) como sinfonista en las latitudes de do menor, tonalidad que apostilla la primera de sus cuatro sinfonías. El pasado 8 de junio, en el Palau de la Música Catalana, Sir Simon Rattle se despidió del público europeo al frente de la Filarmónica de Berlín con la tonalidad de Do Mayor en la que, contra pronóstico, culminó la épica partitura mencionada el maestro de Altona.
La sinfonía número 1 en do menor, opus 68 de Johannes Brahms cerró el programa de la gira que ha llevado a los Berliner Philharmoniker por alguno de los principales auditorios del Viejo Continente y que hizo su última escala en Barcelona, bajo el auspicio de Barcelona Classics. Una encendida ovación pasadas las once de la noche hacía justicia a la entregada interpretación del director de Liverpool, que programó en la primera parte la Sinfonía número 3 de Witold Lutosławski y la nueva perla del talentoso Jörg Widmann, Danza sobre el volcán, encargo de la orquesta berlinesa al compositor muniqués. Toda una declaración de intenciones y compendio de lo que han dado de sí los 15 años de magisterio Rattle al frente de la orquesta: conciliación entre modernidad y herencia.
Las cuatro sinfonías de Brahms pivotan a modo de puntal en cualquier temporada de conciertos que se precie e interpretaciones como la pasada dejan claro el porqué. La versión del viernes sumó a la magnificencia arquitectónica su capacidad auto explicativa, meta musical. Los libros de historia deberían incluir obras como ésta junto a las grandes proezas del siglo XIX: el canal de Suez, el ferrocarril…, la sinfonía nº1 de Brahms.
En el primer movimiento primó el fraseo desglosado, desmenuzando. Esos quince minutos que descansan en una única idea musical, reelaborada hasta el agotamiento. Mención especial a los acentos. A esos, que semejan signos de interrogación literales, ingrávidos por instantes sobre el templo modernista. Desarrollo y más desarrollo y las fractales de la composición brahmsiana van descubriendo nuevos recovecos, asociaciones, parentescos, incestos musicales, que dan como fruto resoluciones del todo imprevisibles a cada giro de. Percusión persistente, rallando lo fúnebre o lo fútil. La maza del juicio final, desde el minuto uno. Duelo sin cuartel entre la heroicidad terrenal y el fatum inexorable.
Y así nos plantamos ante el segundo movimiento (Andante Sostenuto). Tras el denso dramatismo inicial, el Andante se oxigena y deja transpirar un relativo sosiego; la sonoridad se torna más amena y dócil. Rattle consiguió que ese lapso recordará por momentos a Mahler, a Schumann (se atisban ecos de la ‘Renana’) y hasta el denostado Chaikovski. Un pasaje, el segundo, en el que el director británico se dejó llevar y aparcó por instantes esa modélica disección quirúrgica practicada en el primer movimiento. Rattle parecía dibujar fórmulas a sus músicos, escondiendo y mostrando la incógnita, despejándola y volviéndola a ocultar, llenando la pizarra escénica de vínculos y desarrollando la ecuación con la fiabilidad de un matemático pulcro y comedido, sin renunciar a la exaltación cuando era requerida.
A menudo la capacidad de seducción de los grandes directores reside en ese talento innato en descubrir detalles, escorzos, reversos, camuflajes de obras escuchadas, que hasta entonces nos habían pasado por alto. El motivo trágico inicial acompañó cada uno de los cuatro movimientos, muy diferenciados el uno del otro, como una marca de agua etérea, que, cuando uno creía ya desvanecida, reaparece como actor secundario, pero omnipresente.
La recapitulación, en el cuarto movimiento, se tradujo en veinte minutos de intensísima inmersión, donde uno termina engullido por el tsunami y pierde por momentos la noción del espacio y el tiempo intentando seguir ese discurso lógico y a la vez imprevisible que aligera el paso, casi imperceptiblemente, evolucionando su tempo del Adagio, al Piu Andante al Allegro non troppo, ma con brio y para culminar con el Piu allegro.. La ola se va acercando y cuando estalla y se despedaza en mil fragmentos. Surge de esa rompiente el triunfal desenlace que 150 años después sigue sorprendiendo a los oyentes por su inesperada irrupción y lo balsámico de su resaca.
Escuchamos ese remedo del clímax coral beethoveniano. Para entonces el director, los filarmónicos y el público está poseído y ya se deja llevar, hay varias modulaciones, se oscila del modo mayor al menor y viceversa, vuelven los timbales implacables. Y asistimos a la superación del tono menor (incansable) y en sus últimos compases el triunfalismo en modo mayor logra sobreponerse para cruzar la meta victorioso
Qué extraño se hace oír ese motivo inicial fatídico neutralizado por su relativo mayor. En esos segundos en el aire hay una cierta indecisión tonal, pero en pleno pundonor el modo mayor dicta sentencia y vence al espectro, al oráculo que abre la primera sinfonía de Brahms, la última con Rattle al frente de sus pupilos berlineses.
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La efusiva solemnidad final de un Brahms, casi nos hizo de olvidar como habían arrancado dos horas atrás los filarmónicos su último concierto de gira. Y digo bien los filarmónicos, porque el concierto arrancó sin Simon Rattle en el escenario. A modo de big band, el director se abrió camino entre los músicos ya bien comenzada la obra y en plena eclosión del Tanza auf dem Vulkan (Danza sobre el volcán) del joven y ya reverenciado compositor Jörg Widmann. Una vez más Widmann confirma su inventiva desbordante y su ricos collages, donde confluyen infinidad ideas de las procedencias más inverosímiles, con el que se confecciona una partitura de retales, un patchwork orquestral. Rattle, destinatario del encargo, realizó una lectura magistral, otorgando el protagonismo merecido a la percusión y una vez más explorando el fascinante mundo sonoro-sensorial del compositor.
Y si Widmann va camino de entrar en el canon musical de nuestro siglo, no es aventurado afirmar que Lutosławski también lo fue para el sinfonismo del siglo pasado. Precisamente de éste, Rattle y los Berliner Philharmoniker seleccionarion su Tercera Sinfonía en La menor, confirmándose Rattle como uno de los grandes divulgadores del compositor polaco. Si en la parte inicial de la Sinfonía número 3 predomina la exploración, hacia el final la obra se torna más emotiva, conmovedora, en definitiva más cantabile.
Y quizás a modo de burda simplificación y moraleja final del programa podríamos afirmar que Brahms es a la música sinfónica del siglo XIX, lo que Lutosławski al XX y, ¿por qué no?, lo que Widmann al XXI.
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