¡No quiero jugar a ser Dios!
Pilar Jurado ha estrenado su primera ópera La página en blanco en el Teatro Real de Madrid el pasado 11 de febrero de 2011 con notable expectación.
Se trata del primer estreno lírico protagonizado por una mujer compositora en toda su historia; es, también, el único encargo que Antonio Moral realizó durante los cinco años que fue su director artístico, aunque bajo su mandato se estrenaron las óperas de Sánchez-Verdú y Leonardo Balada encargadas por Emilio Sagi; igual que este estreno le ha caído en suerte a Gerard Mortier. No es una gran cosecha. ¿Cómo definiríamos tanta circunspección: exceso de prudencia, embriaguez de desconfianza, realismo (en todos los sentidos)?
Al margen de estas interioridades, parece quedar suficientemente claro, y con carácter difícilmente reversible, que el nuevo Teatro Real no sólo no ayuda nada a lo que debería ser la creación de una ópera española actual, sino que es ya su obstáculo principal en la zona centro de las Españas, todo esto en el tiempo récord de 14 añitos.
Encargos realizados con desgana y cuentagotas, aparte de criterios de selección nunca bien explicados, realizaciones de esos encargos en condiciones suicidas (arrojados virtualmente a un público que no entiende cómo unas propuestas que deben enfrentarse a dificultades a veces irremontables quitan hueco a una de las producciones grandes en un modelo de temporada corta), y presiones y excesos mediáticos que desenfocan por completo la especificidad de una apuesta tal, son riesgos tan excesivos que se llevan por delante las mejores intenciones. En el caso de Pilar Jurado, además, ni el Teatro Real, que podía, ni el baboseo mediático que lo acompaña, que no quiere, han ahorrado un solo ápice de morbo, tontadas, escarnio y secretos ajustes de cuentas.
El argumento de La página en blanco es, ante todo, una ceremonia mental. Su propuesta es la representación exteriorizada de un conjunto de temores que alcanzan metafóricamente a toda la gama de actitudes que pueden participar en un hecho creador, y muy concretamente, en este caso, a la creación de una ópera. ¿Se puede hacer una ópera hoy? ¿Qué se juega el que lo intenta? ¿Quién anda alrededor sacándole partido a la cosa? Estas son las preguntas básicas que se plantean en esta producción.
Es sorprendente que la compositora, puesta en la situación de realizar su primera ópera, haya decidido plasmar este conjunto de temores a modo de eje argumental. ¿Se puede salir vencedor/a en una apuesta así?
En La página en blanco, se cuenta que un compositor debe hacer una ópera encargada por un gran teatro. Sus dudas, miedos y anhelos van desfilando ante un pimpampum de personajes que ora le animan ora le estrujan para que la termine. Al final, el nudo argumental nos hace saber que el compositor estaba en coma y ha sido víctima de un experimento a mitad de camino entre la realidad virtual y la ciencia ficción para conseguir que haga la ópera en ese estado. Entremedias, una “fascinante” soprano juega el papel de musa y amada, aunque virtualmente; lo que provoca en ella la natural desazón por la utilización de lo que queda de humano del compositor. Como al final, el papel de soprano musa y amada es el creado para que lo cante Jurado misma y, a su vez, ella es quien ha compuesto la ópera, se produce aquí un sugestivo desdoblamiento que parece sugerir que el/la compositor/a siempre será salvado/a por la cantante o en todo caso le sobrevivirá.
Resumo este argumento porque parece prefigurar no sólo la problemática de la creación de una ópera sino el conflicto del género y la crueldad inherente a todo intento de realizar una ópera española en nuestros días (aunque se podría extrapolar a mucho tiempo atrás). Es notable la lucidez que desarrolla Pilar Jurado en este esquema y lo poco que se aplica las consecuencias de la operación. ¿Cómo es posible tenerlo tan claro y luego tirarse de cabeza a la olla hirviendo de este teatro tan complicado?
Sin querer mostrar aquí el menor afán crítico (algo totalmente alejado de las intenciones de este blog), desazona a quien esto firma ver la ceremonia de la confusión surgida de este estreno. Si ya resulta extremadamente difícil salir entero del intento de hacer una ópera en nuestro país y en nuestro idioma, verdadero meollo del problema (y no digo salir satisfecho en el plano artístico, sino salir indemne y sin profundas heridas personales), ¿qué sucede cuando el propio argumento está profetizando que el compositor será un desecho al acabar la aventura?
Pilar Jurado ha hecho un trabajo musical de envergadura, superior a la suma de cualquier composición suya previa. En eso coincide con tantos compositores que le han precedido. Una ópera es, por lo general, un trabajo extenuante. Y aun así no es suficiente. No es posible ser ingenuo en esto: cada propuesta lírica debe plantearse como la invención del género en nuestro idioma. O dicho en otras palabras: ninguna experiencia anterior de nadie (ni de uno mismo, claro) sirve para nada. De hecho, lo único sensato es pensar que fallarás, da igual cuáles sean las características del fallo. Así pues, duele especialmente (por amistad y cariño hacia la compositora) ver que todo estaba previsto en el argumento y sin embargo ha caminado hacia el morrón con seguridad suicida.
¿Qué falla en La página en blanco?
Dejo ese juicio a los críticos. Al fin y al cabo, todos los intentos de ópera española han fallado en algo; un conjunto de fallos que resumiría en uno solo: no haber logrado inventar la ópera española actual. Pero dejemos los absolutos, porque en este episodio concreto sobran los listillos y faltan los espíritus cuidadosos que debieran haber intentado aminorar el golpe o incluso proporcionar un paracaídas de emergencia. En primer lugar, que una creadora desee realizar la música, la historia, el libreto y cantar el papel más intenso y cuidado de la ópera puede ser incluso comprensible en el plano personal. ¿Por qué no va a querer un artista controlar todos los aspectos sensibles de su creación? ¿Por qué no va a tener un/a artista derecho a su vanidad? Pero el principal teatro lírico público del país no puede ser tan frívolo como para concederlo; y en primer lugar por la propia seguridad de la persona encomendada a esa operación de guerrilla de la que no se sabe si se vuelve.
Alguien le tenía que haber proporcionado seguridades en el trabajo a Pilar Jurado; no puedo reprocharle que lo quiera todo, pero no es sensato y desde fuera se ve con mayor claridad, como lo dice el propio argumento de su ópera. No se le puede reprochar a la autora que no haya visto venir los peligros; pero ha terminado venciendo en ella el deseo infantil de jugar a ser Dios, pese a sus advertencias en sentido contrario dentro del propio libreto. Y no es su culpa. Como ella misma muestra en el libreto, el compositor puede ser el personaje más desvalido, caprichoso e inseguro de la trama.
Recapitulemos lo que ha significado este estreno: un desparrame mediático que muestra, si es que hiciera falta, una inmadurez y un papanatismo en nuestra prensa cultural que ensucia a todo el sector tanto como la boina de contaminación que adorna nuestra ciudad. Un desfile de maldades gratuitas que crecen como los parásitos en todo aquello que sobrevuela al Teatro Real, único merecedor, por lo visto, de algún hueco en la prensa de todo lo que acontece en nuestra música. Una oleada de rumores respecto a la manipulación del libreto de esta ópera por parte de terceros, con resultados a todas luces insuficientes. Y, como colofón, un cierto desparrame en la prensa paracultural (lindando, cuando no sumergiéndose, en la del corazón o el famoseo) por estar ante el estreno de una mujer que, además, no le ha hecho ascos a más de un gesto fashion. ¡Qué le vamos a hacer!
Pilar Jurado es una mujer insólita en nuestro panorama musical. Es buena compositora; como cantante ha mostrado un compromiso con los repertorios más arriesgados y ha salido con bien de la mayor parte de sus ariscadas aventuras; ha probado sus talentos en áreas de gestión y en la enseñanza; todo ello sin desmerecer con ningún colega en cualquiera de los ámbitos concernidos. A raíz de ello, un país menos cicatero y envidioso que el nuestro no debería tener nada que decir ante sus deseos algo pueriles de ser famosa y de salir guapa en sesiones fotográficas algo sobrecargadas. Pero estamos donde estamos y el exceso de promoción que representa un encargo del Teatro Real (algo tan raro como el ave fénix) puede desbocar los precarios equilibrios de nuestra indigente vida musical.
Por todo lo dicho, alguien con más sentido de la responsabilidad y un cierto oficio de avezado gestor debería haber previsto que no se puede arrojar así a nadie a un público como el del Real, asilvestrado para cualquier cosa que no sea el gran repertorio. Salvo que fuera ese, justamente, el propósito, quién sabe si para probar que la ópera española actual no cabe en la magna sala.
Pero si este tipo de jugadas forman parte ya de las reglas del juego (algo sabrán de ello Sánchez-Verdú y Leonardo Balada, los últimos encargados), lo que proporciona un especial toque gótico en esta ocasión es ver el grito de angustia que sale del libreto mismo de La página en blanco, deficiente, como era esperable en el único ámbito que Pilar Jurado no domina, pero clarividente en cuanto a la previsión de lo que se le venía encima. Contando, eso sí, una historia (y no muy bien) que al público medio le importa un pepino.
Un comentario crítico en un blog de ópera ha dicho lo siguiente: “Mejor haría el Real en consolidar una segunda división de más fácil acceso y menos pretensiones…”. Se puede decir con más finura y perfilando más la idea, pero da en el clavo. No tanto por la torpe expresión de la segunda división, pero sí por el hecho de que cualquier ópera nueva en español será un experimento, al margen de que el autor piense en criterios de comunicación, expresividad, operismo y lenguaje musical asequible. Nuestro idioma, en prosa, repele aún el canto y hará falta mucho talento y pruebas, muchas pruebas, para ir encontrando soluciones. Si el Real quiere (y no creo que quiera) participar en esa aventura debe hacerlo en paralelo, sin abrasar a creadores actuales y aturdir a un público que ha sido cuidadosamente preparado para que se parezca al de hace cien años, cuando el Real era el dique en el que iban a morir todas las esperanzas de la ópera española.
De momento, y a modo de parte de guerra, constatamos: la ópera española aún no ha sido inventada. Un compositor, ficticio, yace en estado de coma en alguna sala de despojos; y una compositora muy real hace lo posible por ignorar los desprecios de un público irreductible a las buenas intenciones de la crítica y al despliegue informativo de los previos. No será la última en sufrir magulladuras ni la peor parada de la corta lista de estrenados en “la casa”. “La idea de la ópera española ha sido como las fatales emanaciones del manzanillo, ha producido la muerte a todos quienes se acercaron” (Peña y Goñi); 133 años después de esta afirmación, hay pocas novedades, si acaso indicar que hay un manzanillo ahora plantado en la Plaza de Oriente. ¡Curioso!
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No veo por qué propugnar una segunda división falte de finura y sea torpeza, a no ser para alguien que por el hecho de ser compositor se considere de nacimiento merecedor de la primera. Existen las divisiones, y no hay por qué ser el mejor para ser bueno. Ni para ser respetable. Ni para ser auténtico. Ni para ser después, un día, gozoso merecedor de la primera. Propugnaba una doble temporada con un hueco en la programación para óperas nuevas arriesgadas y no consagradas.