¿Está la ópera de hoy condenada a ser un eterno ritual sobre la imposibilidad de ser ópera?
El ciclo Operadhoy de este año ha presentado, hasta el momento, dos producciones germanas: Das Mädchen mit den Schewefelhözen (La cerillera), de Helmut Lachenmann, y Work Nourishment Lodging (Trabajo alojamiento manutención), de Enno Poppe. Se trata de dos trabajos de sendas generaciones muy distintas y marcados ambos por una magistral concepción musical, cada uno a su modo. Sin embargo, ambas “óperas” han planteado agudamente el problema de lo que puede o debe ser una ópera de nuestros días. La cerillera apenas se define como ópera y se habla de “música en imágenes”, en rigor se trata de poner en tensión todo el mundo expresivo e intelectual de un glorioso veterano, como es Lachenmann, y evaluar cómo puede plantearse una puesta en escena del sonido mismo. De hecho, la versión madrileña era concertística.
En cuanto a la del joven Poppe, se trata de un trabajo escénico realizado a partir de un texto de Marcel Meyer según las peripecias de Robinson Crusoe. Este trabajo escénico ha fascinado técnicamente, gracias a la prestación de los músicos de musikFabrik y a las voces de Neue Vocalsolisten de Stuttgart; pero ha dejado muchas interrogaciones sobre lo que una ópera puede soportar: texto excesivamente “deconstruido” hasta el punto de parecer una suerte de escritura automática surrealista (heredada de un Beckett, ¡con lo que ha llovido!), duración excesiva para un espectáculo tan abstracto y esa suerte de impresión que emana de las producciones alemanas: técnica prodigiosa puesta al servicio de unos contenidos confusos que no superan la estética de la postguerra, a saber: no se puede contar una historia, no se puede narrar, no se puede construir sentido, no se puede cantar, en suma, no se puede hacer ópera.
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No estoy muy puesta en ópera contemporánea, pero he de decir que la obra de Poppe me aburrió soberanamente. Fui incapaz de seguirla y hubo momentos en los que a punto estuve de cerrar los ojos y dejarme llevar por el sueño como alguno de mis vecinos de butaca. Aun así, aguanté como una campeona las 2 horas!!!, con «percance técnico» incluido que hizo que empezara 30 minutos tarde…. (fui el viernes 20). No así algunos espectadores que se salieron alegremente antes sin ningún pudor (todos nos mirabamos a ver quién se iba el primero y a partir de ahi, parece que se abrió la veda para los que no podían más)
La verdad es que la ¿ópera? de Poppe era más aburrida que chupar clavos, yo estuve allí y no había por donde cogerla. No está mal experimentar, pero tampoco se puede estar experimentando siempre con la paciencia del espectador.
La verdad es que parece que no debieramos empeñarnos en hacer óperas «contemporáneas» porque es un espectáculo que está lejos de los sentimientos de la modernidad. Existe un repertorio maravilloso de óperas hasta el siglo XX pero quizá debiera definirse más un camino por el teatro musical, algo menos artificial y forzado que la ópera en sí misma. Aun así creo que el ciclo Operadhoy realiza un esfuerzo por traer a Madrid el repertorio contemporáneo digno de agradecer
No sé si estoy de acuerdo con lo que leo aquí… Y, sin haber visto la ópera, me pregunto: ¿tiene el artista que limitarse a los esquemas architransitados? ¿A mantener la relación autor-espectador hierática, a la puesta en escena unidimensional y a los sentidos masticaditos? Vanguardia por vanguardia, no, ya no estamos en los tiempos en que nos tragamos de todo y sin criterio. Pero hay que empujar más allá todos los códigos. Pienso que la ópera, como cualquier otra manifestación escénica, narrativa, de sentido, aún tiene campo que abrirse en los nuevos términos existentes en el arte.
No estoy de acuerdo en que la ópera esté condenada a la imposibilidad de ser ópera. Eso depende de nosotros los compositores que hagamos con las voces. Estrené el año pasado en España mi ópera «Séneca o todo nos es ajeno» utilizo en este trabajo la voz un poco al «Belle canto» es decir frases líricas con melodía, tal vez me tachen de antigua, pero la verdad no me importa, me gusta hacer cantar la voz de muchas maneras, pero los elementos contemporáneos también son maravillosos, y las posibilidades de la voz son infinitas la cuestión es que la mayoría de la gente no nos escucha y ………… ¿no será que el público de ópera si que es conservador??? En fin creo que la ópera seguirá siendo ópera mientras haya cantantes y compositores.
un abrazo,
Marcela Rodíguez
No se me ocurre respuesta al título del artículo…
Estoy de acuerdo en que una obra de arte no se puede quedar en un experimento, en una mera masturbación del autor/a con el único objetivo del experimento en sí… la música es algo que se escucha, por eso existe siempre la figura del espectador (con sus oídos, su cultura musical, sus expectativas, su nivel de estrés…). A menudo, tras escuchar una obra musical que para nada entiendo, hago el comentario: «si he estudiado la carrera de composición, ¿por qué no entiendo esta música? ¿a quién va dirigida? ¿necesito estudiar un máster en composición por la universidad X del país Y? ¿y en ese caso, me transmitirían algo este tipo de obras al escucharlas?», ¿por qué se llaman obras musicales si no son para ser escuchadas?
Con la ópera, aparte de escucharse, se ve, incluso se huele; está llena de elementos de distintas disciplinas, supuestamente evolucionadas de la tragedia griega, que deben transmitir una idea común. Si no, ¿por qué se le llama ópera? ¿necesitamos un máster en escenografía, danza, composición musical, canto, luces, literatura… para entenderla? ¿o simplemente que el autor/a piense en que tal vez un público va a escucharla, verla, olerla…?
Yo creo que lo que aquí se debate está más ligado a lo que sucede en la cartelera española que a la realidad de la ópera de nuestro tiempo. Un ciclo como el de Óperadhoy merece todos los respetos pero es limitado si tenemos en cuenta lo que pasa realmente en el panorama internacional. En nuestro país, por ejemplo, están pendientes de verse óperas de autores como Ferneyhough, Sciarrino, Carter, Levinas, Saariaho, Eötvös, Manoury, Dusapin, Rihm, Lang, Knussen… que garantizan no sólo la continuidad de la ópera, si no también su enriquecimiento y renovación. Se programan a menudo “óperas” que no son tales, no es ya que se miren o no el ombligo, es que prescinden sin el menor pudor del texto cantado. El caso de Casandra de Jarrell, que pudo verse el 14 y 15 de junio en el Teatro Albéniz, es muy significativo de todo esto: en conjunto, un monólogo teatral, magníficamente interpretado, acompañado de una música del más alto nivel y servida por intérpretes de primera. Se pongan como se pongan, Casandra es una puesta en escena de lujo con una música en directo que podría incluso prescindir del decorado y de la interpretación teatral. Sólo que, de esta manera, los que ignoran todo de la música contemporánea se la tragan sin pestañear. No le faltaba razón al que comentaba a la salida de la representación de Casandra que era como saltarse a la torera los cuatrocientos siglos de ópera –desde que a Monteverdi le dio por cantar en los infiernos–, y volver a la tragedia griega. Así cualquiera.