El ‘Emperador’ y la ‘anti-novena’ clausuran el Festival de Pollença
Paul Lewis, Víctor Pablo Pérez y la Sinfónica de Tenerife despiden la 64ª edición con dos icónicas partituras de Beethoven y Shostakóvich
Fue en el movimiento central del Concierto nº 5 para piano en mi bemol de Ludwig van Beethoven, el Emperador para la posteridad, cuando Lewis y Pérez dieron con la tecla (bien es cierto que Lewis tuvo que percutir algunas más) firmando un primoroso Allegro un poco mosso. Quizás, el verdadero cénit de la última velada sinfónica el pasado 30 de agosto en el Claustre de Sant Domingo de Pollença. La clave a menudo está en el arranque. Los primeros compasos resultan cruciales a la hora de poner rumbo a la nave. Víctor Pablo Pérez y la Sinfónica de Tenerife acertaron con un delicioso tempo de partida sirviendo en bandeja al pianista de Liverpool su inmediato relevo, en el que daría rienda suelta a su lirismo. Desconozco si la acotación ‘cantabile’ consta en la partitura beethoveniana, pero el vis melódico que le infirió Lewis así invita a pensarlo.
El solista británico esboza con el rictus el fraseo y dibuja un mudo silbido labial cada vez que cierra la ligadura. Sus incursiones de un solo trazo respiran con la naturalidad de la voz humana. En su soliloquio supo connotar y resucitar voces extintas del primer movimiento, un pasajero despertar inserto en este intermezzo sublime. Lectura exquisita gracias a la perfecta sintonía de solista, director y maestros tinerfeños. Como perfecta fue también la transición, no siempre fácil, del segundo al tercer movimiento. Ese attacca, de manual donde los haya, sin compás de espera, tan solo precedido por sospechosas vacilaciones previas, que, de facto, ya forman parte temática del movimiento final, irrumpió como un remolino resquebrajando la calma tensa.
Deambulamos ya por el famoso Rondo, más enérgico que el arranque (quizás se hechó en falta mayor brío orquestal en el primer movimiento). Un rondó sui generis donde los ritornellos siempre adjuntan enriquecimientos y licencias jugando con el oyente y contraviniendo la previsibilidad. La supralógica beethoveninana se va imponiendo y cobra sentido siempre en su visión de conjunto y unidad. Víctor Páblo Pérez supo traducir con refinado oficio la narrativa beethoveniana y Paul Lewis tiró de melodismo y escrupolosa métrica en sendos intercambios con los músicos canarios. Ya hacia el final, pianista y timbal se alían en un breve interludio camerístico. Lewis y el titular tinerfeño lograron la aleación perfecta en este adagio súbito, que en lenguaje del de Bonn, acostumbra a ser la excusa perfecta para urdir un súbito y desbocado refrain final, exprimiendo a su vez, hasta el paroxismo, el motivo inicial y contraviniendo cualquier lógica mundana. Sí, a su modo, Beethoven tenía un peculiar sentido del humor.
Paul Lewis volvería de nuevo al catafalco del claustro para corresponder los aplausos del público pollencí con un casi vanguardista Allegretto en do menor de Franz Schubert.
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La segunda obra en programa fue probablemente un estreno insular, no tengo constancia de que la obra se hubiera interpretado anteriormente en Mallorca. La novena sinfonía de Shostakovich, curiosamente también en la tonalidad de mi bemol mayor como el Emperador, está en las antípodas de lo que este ordinal suele connotar en la música sinfónica. Lejos de tentadoras megalomanías, la novena de Shostakovich bien merecería el apelativo de la escueta (apenas 25 minutos). Tras la solemnidad imperial del primer ecuador, Víctor Pablo Pérez nos sorprendió con una poco frecuentada creación del compositor de Leningrado repleta de singularidades sonoras. Fragmentaria, pese a estar casi hilvanada en un solo gran movimiento, la partitura contiene algunos insertos solistas bien comprometidos, especialmente el solo de fagot que durante más de dos minutos monopoliza casi en solitario el protagonismo de la obra. También el concertino canario, puro entusiasmo y arrebato, tuvo su cuota de lucimiento solista. Ni que decir que ambos saldaron con sobresaliente la temeridad perpretada por el compositor. El director burgalés, a quien mucho debe Shostakovich su difusión por tierras ibéricas, canarias (y ahora baleáricas), hizo gala de un rigor rítmico exquisito transitando por una partitura no exenta de los tics característicos del autor (lo grotesco, lo caricaturesco, lo funesto). Buen conocedor de la partitura gozó en su papel de cicerone descubriendo y desvelando los entresijos de una obra que, en contra de lo esperado, sorprende por su modesto planteamiento.
No estamos ante grandes desarrollos temáticos ni motívicos, no se advierte la forma sonata y sí una composición por familias de instrumentos. Por momentos se asemeja a una sinfonía de cámara, modera sus arrebatos y por el contrario nos honra con una música más asequible de lo que uno pudiera temerse. Sin exceso de alardes, exhuberencias tímbricas o reexposiciones infinitas. Una novena, poco novena en definitiva, con la que el circunspecto compositor soviético seguramente se burla de sus oyentes, jugando al equívoco y sorprendiendo a propios y extraños. El director emérito de la Sinfónica de Tenerife, de la que fuera titular durantes dos décadas (1986-2005), supo extraer todos los matices al taimado humor negro del autor – de nuevo esa irreverente percusión patibularia o circense. La vis cómica de Shostakovich no era menos sui generis que la de Beethoven.
Agradecerle al maestro castellano su transparente y lúcida lectura de una partitura, que servidor no conocía y sobre la que admito no albergaba precedente sonoro alguno. La novena quedó emparedada entre la Marcha Fúnebre op. 55 del mismo Shostakovich, prefacio de la segunda parte, y el final del Pájaro de Fuego de Stravinski, bis con el que la expedición tinerfeña clausuró su visita balear y por ende el Festival de Pollença hasta el próximo verano.
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