Pogorelich en la cuerda floja del pentagrama
Chopin monopoliza el recital desigual del pianista croata en su retorno al Auditòrium de Palma
Escoltado una vez más por su notenwender accidental, Ivo Pogorelich retornó el pasado a la 27 de noviembre a la capital balear, ocho años después. Lo hizo con un recital monográfico dedicado a Chopin en el Auditòrium de Palma. De un tiempo a esta parte atrás Pogorelich necesita tener la partitura a mano, a la vista cuando menos, justificar la función del atril. La mayorÃa de solistas se lanzan al ruedo sin malla protectora, se encomiendan a su memoria (la partitura queda en el camerino, y no hay vuelta de hoja, en el sentido más literal). En el caso que aquà nos ocupa, el croata opta por apuntalar sus recitales sobre las delgadas lÃneas del pentagrama. Tanto la cuerda floja como la ausencia de redes, ambas entrañan riesgos.
No termina uno de explicarse como un solista de la talla de Ivo Pogorelich requiere en todo momento de los servicios del Notenwender (volteador de partituras) para poder defender un programa Chopin, que el mismo ha diseñado. En 1980 se presentó al concurso Chopin de Varsovia, con un buen catálogo del opus chopiniano en la retina neuronal, esto es, Pogorelich lleva casi medio siglo familiarizado con la literatura del compositor polaco. Tener o no tener partitura en el atril en nada añade o resta a la calidad del intérprete, cierto. Ahora bien confiar los 70 o 80 minutos de un recital a la partitura, puedo conllevar no solo un apoyo sino también una tensión permanente.
En términos generales podrÃamos afirmar que el balcánico defraudó. Ni el precio de las entradas ni el renombre respondieron a las expectativas. Especialmente plomiza resultó la primera parte. La Sonata número 3 supo a poco, sobre todo por el escaso contraste de los temas y por su métrica aletargada. Pogorelich propuso un Chopin discursivo, denegándole cualquier concesión al arrebato y al rubato. Ahondando en el splen del compositor polaco anuló casi su musicalidad. Dicha lectura tendrá sus defensores, pero resultó por momentos enervante la sospecha de que ese tempo, tan lángido, rayano en el sopor, respondiera, en parte, a la viabilidad interpretativa-lectiva de la partitura. Por instantes pareció acomodar el ritmo a las posibilidades de lectura.
Esa métrica hierática, autómata por momentos, sin opción al rubato ni licencia alguna, destierra el melodismo a un segundo término. No hay margen para la sorpresa. Academicismo y un sometimiento casi insultante al metrónomo. Quizás lo más interesante de esta primera parte, mejorarÃa en la segunda, fue ver como el solista debatÃa con el Chopin pautado. Tal era el nivel de concentración en la partitura, que se nos antojaba imposible que pudiera salirse del guión. Tocar con la partitura bien puede ser una agonÃa: cada giro de página, cada ornamento, cada tsunami de notas a la vista. Por lo que es de justicia reconocer el titánico esfuerzo que supone leer y traducir en tiempo real.
No queremos por menos obviar algunas pinceladas interesantes y algunos destellos de genialidad, todos ellos concentrados en la segunda parte, donde el carácter de las piezas si se prestaba a una lectura reposada. La FantasÃa op.49, la Berceuse en Re bemol mayor y la Barcarola en fa sostenido mayor op. 60 coparon la segunda parte y aquà Pogorelich estuvo mucho más atinado. Sin abandonar su tempo lento, escuchamos tres lecturas con mucha más sustancia, ahondando en la estructura armónica y vertical. Voló entonces más allá del papel.
En la berceuse, el adormecimiento viene prescrito en el tÃtulo. Brilló allà Pogorelich haciendo de esa deliciosa sucesión de variaciones, juegos de magia, sombras chinescas. Lenta y mansa, però incesantemente imaginativa y, por primera vez sorprendente, tras más de una hora de recital. Hubo que esperar a la primera de las dos propinas para volver a escuchar al gran pianista que sin duda Pogorelich fue en su dÃa. Su recital de Palma no pasará a los anales, pero nos guardamos esas dos perlas finales a modo de souvenir.
La excelencia no vende
Todos los que idolatramos (aborrezco el verbo, vaya por delante) a Vladimir Horowitz, tenemos en mente las imágenes previas al recital del 20 de abril de 1986. El genial pianista ruso, ucraniano debiéramos hoy decir en virtud a su lugar de nacimiento, de ascendencia germana, si nos guiamos por su apellido, o quizás judÃo por el culto de algún antepasado, regresó en plena perestroika, tras décadas de ausencia, a su Rusia natal, URSS entonces todavÃa (algún revisionista analfabeto habrá quién afirme que lo de Rusia natal es incorrecto, habiendo nacido en Kiev) y concitó frente a las puertas del Conservatorio de Moscú a centenares de rusos, algunos con el hambre cincelada en sus rostros, en interminables colas para lograr hacerse con una entrada para su reencuentro con su incondicional público longevo, casi 60 años después! Horowitz contaba entonces 81 años.
De haberme comportado algún dÃa como un groupie, probablemente esta habrÃa sido una ocasión digna de perder la compostura. Contemplo, no obstante, con verdadero desdén y tristeza, como la excelencia cada vez cuenta menos en todos los ámbitos de la vida y creo que son cada vez más contados los nombres de solistas por los que estarÃa dispuesto a guardar horas de cola. La excelencia hoy en dÃa cuenta con no pocos detractores, los nuevos intérpretes, más o menos talentosos, deben dividir su tiempo entre sus redes sociales, compromisos comerciales y horas de ensayo. Inevitablemente a la larga se puede resentir la calidad y profundidad de sus interpretaciones.
El sistema educativo es el primero que parece combatir la excelencia. Entiende que la prioridad consiste en igualar, en homogeneizar. El único ámbito en el que se persigue la excelencia de un modo salvaje es en el deportivo. Mens plana in corpore sano, parece el lema a seguir.
Lo que venden hoy son las poses. Las posturas, y más que las posturas, las imposturas. La sociedad lela en la que vivimos predica imposturas a todas horas. El supuesto progresismo, es quien a menudo abandera lamentablemente, ese postureo que solo vende de cara a la galerÃa (en la intimidad quien más quien menos discrepa de tanta estúpida estupendez). En razón del postureo único imperante se tendrÃa que censurar a Horowitz. A menos que, póstumamente se entiende, éste renegara y se desdijera de su genialidad rusa para reciclarse en genial pianista ucraniano. Se tendrÃan que prohibir sus grabaciones de compositores rusos, como parece ser que han hechos algunas orquestas ucranianas (permÃtanme que dude de la literalidad de algunas informaciones deliberademnte inflamadas). Adiós a Scriabin, a Rachmaninov, a Mussorgski, a Tchaikovski.
Defenestrar con carácter retroactivo y releer la historia a todas horas con tintes presentistas es una argucia propia de oportuinistas, mediocres y caza recompensas, del postureo único, del ‘impostureo’, en el que se camufla mucho impostor. Resumiendo, la excelencia hoy en dÃa se paga cara, tanto que no se paga. Sentarse al piano diez o doce horas al dÃa quizás no tiene ya razón de ser. Y probablemente está bien que asà sea, pero si me dieran a elegir, musicalmente hablando, me sigo quedando con el Horowitz octogenario. La posteridad es cosa del pasado, como recordaba el desaparecido Javier MarÃas. Déjese llevar por la instantaneidad viral de las redes y la vida seguramente le sonreirÃa. LOL.
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