15 variaciones, 8 desvaríos y 3 ‘intermezzi’
Sokolov intima de tú a tú con Beethoven, Schumann y Brahms
Se aproxima al piano, saluda escuetamente al público y sin titubeos se zambulle en Beethoven, en Brahms, en Schumann. Solo desaloja su mónada para de nuevo condescender con el respetable tantas veces lo reclame su espléndido set de propinas. Escuché a Grigori Sokolov hace ocho años por primera vez y su austera liturgia escénica no ha cambiado apenas en ese tiempo. Y lo que es mejor aún, tampoco lo ha hecho su estado de gracia artístico. Si ese hombre tiene voz, lo desconozco, pero las palabras se antojan retórica vana cuando el piano media por él. Dios le conserve la parquedad a Grigory Sokolov, si eso es sinónimo de hondura. Dos horas de música, sin verborrea, sin ruido fútil, con los móviles silenciados, a salvo de cualquier elemento disruptivo. Se puede pedir más en tiempos de irreflexión permanente. ¿Cómo un andar tan autómata puede cobijar a una hondura interpretativa y expresiva tan abisal?
Agotados los adjetivos, resulta cada vez más difícil (y fútil) prentender parafrasear las interpretaciones de este pianista atemporal. Por intentarlo que no quede. Las quince variaciones y fuga op.35 de Ludwig van Beethoven abrieron su 24ª participación en el el Ciclo Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo, acaecido el pasado 28 de febrero en el Auditorio Nacional de Madrid. Más conocidas como ‘Variaciones Heroica’, por el motivo alusivo a la sinfonía homónima, tienen parcialmente un carácter exhibitorio innegable. Pero la exhibición, ni en Beethoven ni en Sokolov, es gratuita ni finalista.
El solista peterburgués engarzó las variaciones como si de un continuum se tratara, como si fuera la Kresleriana de la segunda parte, enlazándolas con la mayor naturalidad a pesar del carácter contrastado de algunas de sus secciones. El rico fraseo del pianista ruso resulta a menudo de inestimable pedagogía, guiando al oyente en su escucha (es entonces cuando el cruce de manos cobra su pleno sentido, cuando lógica músical y ornamentación, lejos de autoexcluirse, se buscan y se completan). Al mismo tiempo propone nuevas vías en paredes cien veces escaladas. En repertorios explorados hasta la saciedad, Sokolov descubre filones que pasaron desapercibidos a otros grandes, ¿quién sabe si a los propios compositores? Todo cobra lógica y, por descontado, expresión. Hasta la 13ª, antepenúltima variación, en la que el solista llevó al paroxismo, rayano en lo istriónico, la obsesión temática. Como si el intérprete enajenado hubiera resuelto acribillar a base de persistentes metálicos acordes el tema de partida hasta gastarlo. A partir de la variación XIV Beethoven se aboca a la recta final y Sokolov, el asceta del piano, entra en trance y con él buena parte del Auditorio.
Si la primera parte la encabezaban las Variaciones Heroica coparon la segunda los ‘Desvaríos’ Kreisler, entre medias sonaron los inefables Tres intermezzi op.117 de Johannes Brahms.
Fantasía para piano, fue el sobretítulo elegido Robert Schumann para conferir más misterio si cabe a su enigmática Kresleriana op.16. Les remitimos ante todo al programa del concierto. Nada de lo que aquí se diga igualará ni mejorará las exquisitas y exhaustivas notas al programa de Rafael Ortega Basagoiti. Si en las Variaciones Sokolov articuló una cierta lógica unitaria, en las ocho secciones que configuran la Kresleriana trató de contravenirla. Y es que la alternancia de arrebato enardecido y reposo contemplativo, característica de dicha obra, no responde tanto a una lógica causa-efecto como a la naturaleza bipolar del mentado Kreisler, que no le era, dicho sea de paso, nada desconocida al compositor renano.
Sokolov pasa del aufgeregt (agitado) al langsam (lento) sin alegar motivo aparente, acentuando antes el pronto repentino del compositor, que ora se ensimisma súbitamente ora entra en efervescencia. No hay tránsito, no hay medias tintas. Muy parco en el pedal como si quisiera deliberadamente evitar cualquier conato de lágrima fácil o efectismo, ya sea en el arranque del número 2 (sehr innig) o la segunda sección del número 5 (sehr lebhaft). Es este último uno de los compases más desgarradores que esconde la obra, aunando exaltación y desolación en la misma frase. Aquí Sokolov no concedió ni más músculo ni más pedal del necesario, confiando ciegamente en la partitura, sin ánimo de inflamar o acusar el pathos más de la cuenta.
Los prontos interpretativos primaron en la segunda parte frente al concienzudo oficio de virtuoso en la primera. Su Kresleriana sonó ciertamente arrebatadora y hasta un tanto despiadada, por momentos. Prodigioso tour de force final en el penúltimo y el último número. Con el pianista ruso imbuido del personaje, hecho ya a la dicotomía de los desajustes psíquicos (schumannianos o kreslerianos, tanto da), terminó tocando la última nota, como si fuera la más sencilla e ínfima de las notas, percutiéndola con toda la insignifcancia del mundo, de refilón. Al tiempo que sonaba esta anónima y última nota, Sokolov ya se estaba levantando de la banqueta, como queriendo restar importancia a media hora de genialidad compositiva e interpretativa.
Palabra de Sokolov
La ovación ‘heroica’ no se había sofocado del todo cuando Sokolov transitaba ya por el primero de los Tres intermezzi op.117 de Johannes Brahms. Por el talante pausado de la primera de las tres piezas la lógica aconseja esperar a que se apague el último chasquido. El asceta Sokolov, no obstante, ejecuta su liturgia sin excepciones y tan pronto se sienta el piano, éste suena. Su público lo reverencia y a los pocos segundos el Auditorio Nacional enmudece de nuevo.
Compuesto en la tonalidad de mi bemol mayor, el primero de los intermezzi es el único en modo mayor, y de largo el más apacible de los tres. El epílogo pianístico de Brahms no se presta a ninguna afectación juvenil y Sokolov, enemigo declarado del manierismo, huye de cualquier artificio para exponer esa confidencia musical sin exabruptos, en la desnudez de su gentil discurso, el cual no hace sino, desde la imperturbabilidad, testimoniar el cansancio vital, la resignación, la belleza marchita de naturaleza muerta. Vaivén de balancín y mirada perdida entre visillos.
Si en el primero hay alguna brinza de sosiego, en los dos restantes intermezzi las indicaciones son menos halagüeñas y las consecuencias expresivas por consiguiente también. O así quiso verlo Sokolov, más expresivo y dramático de lo habitual. Rica en modulaciones, la melodía del segundo pasa por varias tonalidades y acentúa ese hastío vital, en el que ahora sí asoma la angustia. El primer intermezzo parecía ser inmune al dolor, pero en el segundo Sokolov ahondó en lo dramático, distanciándose quizás un poco de la lectura más afable de Radu Lupu, hermosísima donde las haya, fijándose también en los claroscuros. Por instantes cree uno que intérprete y compositor se mimetizan. Entrado ya en la setentena Sokolov resucita en el teclado los sinsabores de la vida, que no por lejanos, dejan de serlo. Pasajes de dolor sincero, algo poco habitual en este genio, al que críticos y oyentes no nos cansamos de escuchar y de ensalzar.
Uno debe peinar canas para poder tocar estas tres piezas con conocimiento de causa. Deberían estar contraindicadas para pianistas noveles. Esta última miniatura languidece y la crónica se acerca su final, porque de las propinas, como de costumbre exquisitas y abundantes, no hablaremos. No hablar, a menudo se presenta como la opción más sabia. Esa parece ser la religión que profesa este pianista irrepetible, que tanto más comunica cuanto menos habla.
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