Bruckner in progress
El estonio Paavo Järvi dirige a la Filarmónica de Berlín en la Sinfonía nº2 de Bruckner, prologada por sendas miniaturas de sus compatriotas Alban Berg y Anton Webern
No profeso la confesión bruckneriana, vaya por delante. Y eso que debo al nonagenario Herbert Blomstedt y su formidable interpretación de la Cuarta Sinfonía, dos años atrás con la Staatskapelle de Dresde, una de las veladas sinfónicas más vívidas e intensas de los tiempos recientes. Si la presente crónica la escribiera un bruckneriano de pro, no sería preciso el circunloquio. Por el contrario soy un entusiasta incondicional de Paavo Järvi desde sus inicios. Así que, al término del concierto del 23 de mayo en la Philharmonie de Berlín, me asaltaron algunos dilemas y dudas respecto a las líneas aquí suscritas. Quede dicho.
Me perdonarán los creyentes, la Segunda Sinfonía en Do menor seguramente no es la más lograda obra del compositor de Linz. Siempre dando por buena la secuencia numérica, entre tanta revisión y reedición uno se pierde fácilmente en su opus. Una partitura con pasajes arquitectónicos ciertamente muy interesantes, pero a mi entender falta de emotividad, de tensión narrativa, de unidad de planteamiento o de pasajes que inviten a la levitación (tan característicos, estos últimos, en obras posteriores del autor).
Que grandes como Celibidache, Karajan o Giulini se hayan rendido al austriaco postromántico, no hacen sino ratificar probablemente el error en el que me hallo. Ahora bien conviene no olvidar que uno de los indiscutibles reclamos que encierra la música de Bruckner para cualquier director es su concepción orquestal, su arquitectura orgánica (en el doble sentido de la palabra orgánica, hablamos no en vano de un compositor organista). Uno puede maravillarse ante una catedral, pero cuestión muy distinta es que te emocione. A mí, por lo general, me emociona más un insignificante Ländler de Schubert que una sinfonía de su compatriota. La música de Bruckner probablemente se sitúe más cercana a la embriaguez que al sentimiento sincero. En ese afán arquitectónico sonoro quizás habite la fuente de esta relación amor odio.
Hay obras sinfónicas que te adormecen, te conmueven, te remueven, te exaltan y llegado el momento te embriagan. En la Segunda de Bruckner parezca que el afán embriagador, su pulsión predominante, acalle al resto de emociones. Se imaginan sus sinfonías en una transcripción para piano. Su música sinfónica es pura arquitectura orquestal y ese es y debe ser su medio. La de Bach, por el contrario, es puro platonismo. Su escritura por sí sola trasciende, sea cual sea su acotación interpretativa, su transcripción, instrumento o instrumentos finales. Precisamente por eso Bach se presta a cualquier tipo de formato e experimentación, como la orquestación que Anton Webern realizará del Ricercare n.2 a seis voces procedente del Musikalisches Opfer BWV 1079, con el que dio inicio el concierto de Järvi y los filarmónicos berlineses. A esta obra le siguieron los Sieben früher Lieder de Alban Berg, entonados con solvencia por la soprano Mojca Erdmann (que sustituyó a Hanna-Elisabeth Müller) y del que destacamos el cuarto de sus siete cantos (Traumgekröt), a partir de un texto de Rilke.
Järvi al igual que los directores antes mencionados es un músico eminentemente sinfónico, un animal de orquestal. No me consta que desarrolle una actividad paralela en la ópera o su ejercicio como solista (su instrumento de cabecera es la batería!!). Ritmo y orquesta, su manual de cabecera, lo convierten en uno de los directores con más sabiduría en el terreno instrumental. La frialdad de su rictus – recuerda por momentos levemente a Putin- queda atrás nada más empuña su cetro, la batuta.
Hay directores quirúrgicos que telegrafían el pentagrama ayudando (y mucho) al neófito a desentrañar la lógica musical del discurso que está escuchando simultáneamente, a pautar, en definitiva, el diálogo orquestal. Otros, menos cartesianos, se dejan llevar por criterios menos racionales, aprovechando el impulso musical, la dinámica en perjuicio del equilibrio arquitectónico y primando el principio de inercia. El director estonio hace ambas cosas. Probablemente sea Järvi el director más plástico entre los que conforman la élite actual. Hay una simetría, una exactitud, una precisión de orfebre en el gesto a la vez que un arrebato y un dejarse llevar por la orquesta. Medición, mesura por tanto, y pasión. Y todo ello, he ahí lo difícil, sin incurrir en contradicción.
Su versión de la Segunda Sinfonía se revalorizó especialmente en sus dos movimientos finales: los dos tiempos rápidos de la obra (Scherzo: Mäßig schnell y Finale: Mehr schnell). En su segundo ecuador la obra de Bruckner se torna brillante, desinhibida, desatada por momentos. Su dominio del tempo es apabullante, por muy intrincado que resulte el camino, y los filarmónicos berlineses demostraron su secular hegemonía orquestal. Järvi transitaba firme por el desfiladero ignorando el barranco a derecha a izquierda como diciendo sigan, sigan, la meta está cerca. No desistan. Tempo, tempo.
Finalizado el concierto, merecido homenaje al metal, a la trompa solista especialmente, con la que el compositor austriaco se ensañó especialmente. Cuantas veces oímos la trompa vendida al silencio de la sala. Sólo por el hecho de salir al escenario el trompa se hizo acreedor de una merecida ovación.
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