El verano que (no) sintonicé a Tomasz Stańko
Tarde de domingo, cruzando literalmente el país de Norte a Sur. Volvemos de Gdynia, del Báltico, esa orilla tan pródiga en la escena jazzística, cuando Marta me comunica que Stańko ha muerto. Sintonizo jedynka y efectivamente el boletín horario de las 19:00 abre con la necrológica hertziana.

Tomasz Stanko
Y pienso, cuándo en España los periódicos, los sumarios informativos, las señales horarias sitúan en cabecera un contenido de índole cultural. ¿Cuando nombran o destituyen a un ministro de Cultura? Quizás. En España sólo las defunciones de políticos y deportistas ostentan dicho privilegio.
Stańko, portada del domingo. Noticia triste para los amantes de la música en general y del jazz en particular, aunque ninguno de los grandes rotativos españoles se hace eco de la muerte de uno de los jazzmen europeos más influyentes de las últimas décadas. A bote pronto no he encontrado ni una sola reseña en las ediciones digitales de los periódicos serios de país, si me permiten el oxímoron serio y edición digital. Ya sabemos en qué consiste subir un contenido del papel a la edición digital. Hay que provocar el click a cualquier precio. Esos titulares trampa, envenenados, que prometen premio al reverso y que una vez tecleados nos defraudan, una y otra vez, con el enésimo ‘sigue buscando’. Titulares huérfanos de noticia, a eso sabe el periodismo rotativo digital. Sección de cultura sin cultura. Perros hinchados.
Nos apeamos a una hora intempestiva, jazzística. El tren estaciona en Cracovia pasada las 3 de la madrugada. Todavía les aguardan unas horas más de trayecto a quiénes se dirigen a Rzeszów, al ladito de Ucrania, ciudad de la que era oriundo Stańko y a la que llegarán al despuntar el alba. Quién sabe si el futuro nocturno de Kołobrzeg (Báltico)- Rzeszów (Cárpatos) recuerde algún día al insigne trompetista polaco. Y como Chopin, algún día Stańko tenga también su (tren) nocturno.
De camino a casa, es más que probable que nos aborde algún cartel del Summer Jazz Festival de Cracovia, donde aún consta el concierto -cancelado a posteriori- previsto para el 23 de julio, una semana antes de su deceso. Un cartel enlutado, de fondo negro, como si entreviera algún funesto presagio entre su elenco.
Callejear Cracovia conserva aún cierto encanto a altas horas de la madrugada, antes de que amanezca. Durante las 20 horas restantes, en la vieja capital polaca, el callejeo degenera en slalom masivo de turistas, repartidores de comida a domicilio, galeras y cochecitos de golf.
El viajero de hoy se enfrenta a un decepcionante dilema: lanzarse a la caza y captura, contrarreloj, desesperada del último destino, resquicio no turistizado de planeta (síndrome “hay que ir a Cuba antes de que dejé de ser Cuba”) o sumarse al vagón de espera hasta que estos primeros (o últimos) intrépidos hayan finalizado su trabajo de situar anclajes worlwide y allanar el terreno al futuro turismo de masas para que, los abonados a la resignación del viaje organizado, lo ‘disfruten’ en modo manada.
A primera hora de la mañana, se desperezan los sintecho del Rynek y van levantando el campamento con protocolaria parsimonia, para poder ultimar la puesta a punto de la Plaza Plató de Cracovia. Como otros tantos cascos antiguos de Europa, el de Cracovia se ha convertido en un gran plató cinematográfico donde nada es lo que parece. La Plaza Mayor a partir de las 9:00 empieza a registrar la primera llegada masiva de turistas. Toman asiento en unas cafeterías donde unas muchachas, recién llegadas de Ucrania, ataviadas, eso sí, con galas polacas, les sirven un desayuno idéntico al de casa. A mediodía la amalgama de terrazas, idiomas, cochecitos eléctricos, grupos guiados, artistas callejeros…, el enésimo mercadillo, el enésimo acto conmemorativo del centenario de la Independencia de Polonia y las dichosas galeras convierten el Rynek (la plaza más amplia y abierta de Europa, según algunos aseguran) en un espacio casi intransitable, afeando cuanto de bello contiene la plaza. En agosto el hormigueo a ambos lados de Sukiennice es incesante. El idioma polaco, uno de tantos. La pregunta es obligada: ¿dónde están los cracovienses? ¿Queda algún barcelonés en La Rambla? ¿Hay ibicencos en Ibiza? Y por ende, ¿existen todavía los gentilicios?
La ciudad polaca ha convertido su emblemático epicentro en un parque temático kitsch de sí misma. El único elemento auténtico que se salva, de toda esta coreografía autómata, es el armisticio fugaz, transcurrida la medianoche. Cuando las carrozas se retiran y los percherones enfilan exhaustos sus cuadras, circulando por el carril lento de la autopista, hacia las afueras del la ciudad, allá donde, sin transición alguna, empieza, cuando uno menos se lo imagina, el campo.
El corro belga (la ‘chapelloise’)
Así llaman en Polonia a ese baile en corro que tiene algo de carrusel y de ruleta. Observo como lo bailan los peregrinos antes de acostarse ensanchando la campa. Una doble circunferencia, chicos y chicas alineados por separado. Desconozco porque lo de belga, la música que suena recuerda más a aires celtas o rancheras country.
Cuatro pasos adelante, otros cuatro caminado de espaldas, retorno a la posición inicial, dos saltitos a la derecha y otros dos a la izquierda. Y sólo al final de la coreografía, el danzante acierta a ver, de soslayo la cara de su compañero o compañera de baile, apenas un vistazo a cada flanco: izquierda, derecha y…. Y en ese preciso momento, en el que el chico se percata de la fealdad o la belleza de su partenaire. En ese instante se procede, sin solución de continuidad, al relevo de pareja. Vuelta a empezar.
El chico sigue bailando maquinalmente, fiel a la ortodoxia del cuatro, cuatro y media vuelta, y deseando que la música suene lo suficiente para que vuelva a tener ocasión de engarzar a la misma chica, cuya fugaz mirada le tiene arrebatado. El corro es bastante grande y aunque por delante de su mirada van desfilando otros mozos y mozas, sólo desea doblar al rival inexistente para poder reencontrarse con su pareja. Pero, como suele suceder, la música se para de súbito y la multitud se diluye en la explanada nocturna. El chico explora la oscuridad en balde y la chica dubitativa se retira sin osar girarse para no explicitar, de haberlo, interés o deseo.
Como si de una ruleta se tratara, es harto improbable que la bola se detenga en el número elegido. Una prueba más de que el amor prefiere las cuitas aleatorias a las voluntades. Y si, por un casual, el chico logra encajar la cuadratura del círculo en su cábala de relevos circulares, dando así en la casilla anhelada, convendrá recordarle el refrán: afortunado en el juego…
***
‘Dues copinyes d’estiu’
El vals d’Arenski
El compositor rus Anton Arenski va signar un concert per violí, el tercer moviment del qual porta la indicació Tema di Valse. Una peça encisadora com si sortís d’un conte de fades. Com si es tractàs d’un epígon de Txaikovski, la música de Arenski aquí idealitza la sala de ball i l’edat de les aparences. Aquesta irresistible melodia sembla una declaració d’intencions: “mai renegaré de la zona de confort del postromanticisme”. Quan el prefixe ‘post’ sembla haver caducat i ser estantís, Arenski ens regala aquest vals preciós i dépassé, decimonònic fins a la mèdula.
Pa llescat
El cinquè capítol de Andreu Milà de Miquel Àngel Riera hauria de ser de lectura obligada a tots els instituts de Mallorca. Per molts motius, però també perque oloram un mot en vies d’extinció, del que tan sols ens queda el seu acomodat participi, del que deriva, vull pensar, el sustantiu llesca. Llescar pa a la literatura illenca equival a olorar magdalenes a la llengua de Proust.
Efectivament llescar és un verb en desús pel simple fet de que l’acció referida està en desús. Tan senzill como això: ara el pà sovint ens arriba llescat a taula. Esburbat com un tot sol i poc dreçat per les eines i els enginys, les meves contades llesques amb trinxet de Consell semblaven llesques extretes d’un bodegó de Picasso, la simetria de les quals, si n’hi havia gens, era fruit de la casualitat o de la Santíssima Trinitat. Encara record com la popa del pa blanc de Ca N’Alba o del Forn de la Glòria o jo que sé quin, tan se feia on s’enfornàs, s’esmicolava només d’ensumar-me les mans. Es descojuntava de la crosta i, en finí (miraculosament) el tall, la llesca: tot eren miques, tronxos i grums i una espedaçada que ningú gosaria ja anomenar pa. En una paraula, desgraciava la llesca.
Les nostres mans avui no estan fetes per el mànec del trinxet, si no per les gases tàctils dels iphones i el que vindrà. Podem correr l’Iron Man cul enrera i amb una cama fermada però serem incapaços de tallar una llesca de pa condreta. Un fet tan simple i domèstic i alhora vestit de tanta cerimònia. Cada eina requereix les seves mans. Vos imaginau els nostres padrins amb un iphone a les mans, els calls del pàmpol i els dits de calàpot amb prou forces els permetrien d’endivinar la tecla de l’enter.
Tot això potser no té cap importància. Avui sembla que no té excesiva relevància allò esdevingut abans de que la pantalla s’incorporàs a la nostra anatomia mòbil. O potser sí que la té. La fascinació per les apps segur trobarà com tot també el seu temps de decadència i quedaren arreconades a qualque núvol o cloud extraviat, com l’essa del trinxet i del clau ganxo. I encara que sigui per moda o per snobisme, o potser per convicció (cojuntural o no), potser torni l’era del trinxet. Qui sap si en tornar al forn a comprar pa, jo, precisament jo, tort i infame desgraciador del pa i enemic confès de la línea recta, respondré a la pregunta de rigor, amb el previsible esglai dels presents: “Sense llescar, per favor”.
***
Antaño el silbido del tren, el tañido de la campana, el bostezo del vapor restañaban como un quejío de despedida. Y las despedidas entonces podían ser despedidas verdaderas. ¡Adiós Cordera! Aretha y Stańko exhalan su último suspiro, como ese tren vespertino, jadeo de bestia malherida, que atraviesa suburbios y cuyo pitido parece prolongarse en un eco infinito, como esos trazos burdos que el trompetista conseguía extraer del metal y que uno no sabe bien por qué nos sumían de inmediato en una profunda tristeza. Un primer sonido, apenas una nota o embrión de ella, y sin embargo letal.
Cada verano tenemos bajas en el barrio. Bajas en las páginas de cultura. Y cuando uno regresa de vacaciones, por unas horas, un par de días a lo sumo, uno se siente vivo precisamente por el hecho de que le ha pasado algo a alguien. En efecto al viajero le han pasado por alto algunos eventos locales y mundiales de trascendencia considerable, que logran agrietar algún pliego, muesca o sarmiento en nuestro lóbulo del recuerdo. Esa franja de transición de la excepcionalidad a la cotidianeidad. Las vetas concéntricas de la madera.
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