Ariadne, Dido y Orfeo. El festival de Aix-en-Provence reivindica el Mediterráneo como cuna operística en su 70º aniversario
Plátanos, mármoles seculares, surtidores mansos, terrazas concatenadas y pantallas en verde perenne (verano de mundial, de nuevo) circundan el radio de seguridad, que sirve de pantalla acústica a la Place de l’Archêveché, piedra angular del Festival de Aix en Provence, fundado exactamente aquí, ahora hace 70 años.
Un último destello, repelido por alguna azotea del horizonte, constata el fin la larga jornada canicular y los melómanos desfilan con paso apresurado por la Rue Gaston de Saporta.
Ariadna en Aix(os), la ‘ópera matrioshka’
El laberinto que nos conduce a Ariadna zigzagea por el casco antiguo de Aix en Provence. Esas calles rotuladas en dos idiomas, flanqueadas por terrazas y estratégicamente pespunteadas de fuentes. Así nos adentramos en la piedra milenaria, lo hacemos también en el pasado: la catedral, el baptisterio y lo que a buen seguro debió ser el cardus romano. Hasta dar finalmente con la plaza de l’Arzobispado, convertida para la ocasión en anfiteatro. Un auditorio en plen air, en el mismísimo epicentro del laberinto.
El tándem Hofmannsthal-Strauss tentó y tensó la cuerda floja al plantear ese malabarismo intelectual titulado Ariadna en Naxos, ópera inaugural de la 70ª edición, bajo dirección musical de Marc Albrecht y escénica de Katie Mitchell. La escenógrafa británica quizás pecara de escorar la pértiga demasiado hacia al texto, denso donde los haya, olvidando la música y el tono jocoso, que también contiene la ópera.
El prólogo, la primera parte de la ópera, funcionó ciertamente muy bien. En él el espectador asiste en directo a la ‘génesis’ de la isla de Naxos en pleno salón comedor, como si de un mueble de Ikea se tratara. Un no parar de idas y venidas, al tiempo que el compositor, profesor y coreógrafo discuten sobre los cambios a introducir en la ópera (de la intransigencia inicial del primero a la frivolidad del último) presenciamos como, en perfecta sincronía con la música y sin entorpecer la acción, el comedor se transmuta en una isla griega, playa incluida. El escenario real queda así repartido en tres partes. Un tercio para acomodar el staff creativo, esto es un reducido patio de butacas, y dos tercios para la caja escénica de los ejecutantes. Entremedias un telón translúcido, que recuerda a una cortina de ducha de grandes proporciones.
El síndrome matrioshka propio de esta ópera sobre la ópera, se acentúa si cabe más en esta producción a tres bandas (Teatro de los Campos Elíseos, Teatro de la ciudad de Luxemburgo y Ópera Nacional de Finlandia). Me explico. La Place de l’Archêveché es un teatro improvisado en la confluencia de calles del centro de Aix, a su vez ya Strauss pensó en subdividir el escenario en patio de butacas y ‘escenario’. Si tenemos presente que Provenza fue una próspera provincia romana con anfiteatros célebres como el de Nimes o Arles (en activo dos milenios después) no es del todo desencaminado imaginarse una representación de Ariadna en estas tierras, dos milenios atrás. Revisitada ahora en formato ópera. He aquí la matrioshka matriz, inicio o fin de este laberíntico discurrir por los confines, a menudo colindantes, de teatralidad y realidad.
La segunda parte, por el contrario, resultó un tanto tediosa en lo escénico y en lo vocal. El resorte escénico, que sí había funcionado en el prólogo, terminó por convertirse en una ratonera. Katie Mitchell al mantener al staff íntegro en la primera línea de escena, a pesar de su casi inexistente peso vocal y actoral en dicho acto, se ve obligada a mostrar a la mitad de los cantantes reducidos a meros espectadores. Así resulta difícil dar protagonismo escénico a una docena de cantantes que durante más de 90 no tiene otro menester que ver y escuchar. El compositor (Angela Brower), que tan buena impresión escénica y vocal había mostrado en el prólogo, se pasó las dos horas finales levantándose y sentándose de la silla dando anotaciones, relegando su rol al de un ‘Didier Dechamps’.
Esa escisión en dos del escenario restó atención al foco de la acción. Por suerte la soprano Lise Davidsen (Primadonna/Ariadna) brilló con luz propia en lo vocal en todo el segundo acto. Poderosa voz, que supo dar la intención y el fondo a los largos monólogos de Hofmannsthal. Pasajes donde, y ahí si hay que darle la razón a Mitchell, el resto de los presentes apenas se limitaron a escuchar, porque con seguir texto y canto, el espectador ya tiene suficiente.
Ni atisbo de ópera bufa. Los elementos cómicos no funcionan porque más que a la comicidad parecen invitar a la subversión. Le faltó frescura a la segunda parte. El segundo acto fue predominantemente grave y la ligereza de Zerlina (Sabine Devieilhe) se fue difuminando hasta casi disiparse del todo. Creo que la escenografía se ciñe más al texto que a la música y noto al faltar en la segunda parte válvulas de escape, rendijas de ventilación por donde el espectador pueda de algún modo oxigenarse un poco. Tampoco ayuda el embarazo de Ariadne, que distrae más que ayuda al desarrollo. Lo bufo, brilla por su ausencia en la segunda mitad, en parte porque vocalmente la Ariadna nórdica, Lise Davidsen, eclipsó de forma apabullante al resto del elenco.
Marc Albrecht, a juzgar por su jovial dirección de la Orquesta de París, fue quien lo pasó mejor de todos los asistentes dentro y fuera del escenario. Aunque, a mi entender, no logró transmitir ni la vis cómica a los cantantes, ni la brillantez orquestal esperable en Strauss. Ni que decir tiene que la acústica al aire libre, en este sentido, jugaba en su contra.
‘El ángel de fuego’ de Prokofiev, la erótica del ocultismo
Heinrich! Exaltando el nombre inicial del desdichado doctor Fausto, así finaliza la primera parte del Fausto de Goethe. Y en cierto modo también una de las óperas más desconcertantes del siglo XX, verdadera rara avis en la producción de Sergei Prokofiev. Al igual que Grätchen, Renata, la heroína absoluta de El ángel de fuego, ópera a partir de la homónima obra del poeta simbolista Valeri Briussov, se despide repudiando o adorando a su ídolo o demonio. Resulta casi imposible decantarse por uno u otro antónimo.
Tras casi tres horas de prácticas nigrománticas y güija musical, uno no sabe si la desquiciada Renata (Aušryné Stundyté) exalta o maldice a ese espectro, que lleva por nombre Heinrich y que, amén de ejercer de irresistible seductor y doblegar voluntades, cobra forma en los personajes de Fausto y el Inquisidor (Krzysztof Bączik). Cierra el trinitario elenco el protagonista masculino, Ruprecht (Scott Hendricks), en su mundanal ordinariez de servil enamorado. Léase también el único personaje cuerdo de cuantos aparecen en la escena, cuya puesta en escena se encomendó al renombrado regista polaco, Mariusz Treliński, viejo conocido ya del Palau de les Arts.
Y es que la segunda producción presentada en Aix 2018, coproducción franco-polaca, reunió a un importante delegación del Teatr Wielk de Varsovia (cantantes, coristas y figurantes) en el imponente Grand Théatre de Provence, rindiendo éstos a la altura de la excepcional acústica de este recinto para óperas de gran formato. La orquesta, bajo la batuta del japonés Kazushi Ono, estuvo inmensa tanto en la interpretación de la compleja partitura, como en su perfecta sincronización con todo lo acontecido en escena.
Pensar en El ángel de fuego y recalar en el Maestro y Margarita de Bulgakov es todo uno. La cultura eslava, más permeable a lo irracional y al misterio y tan familiarizada con los demonios, ha reinterpretado el mito fáustico en su vertiente más esotérica. Otorgando al sabio y al inquisidor identidades paralelas, como si uno fuera el Doppelgänger del otro. En efecto se ha criticado que Treliński confunda a Heinrich, Fausto y al Inquisidor, pero quizás esa tridentidad pueda no resultar tan descabellada.
El ángel de fuego, especialmente en su recta final, deja al espectador noqueado ante la concatenación de conductas paranoides, oscurantismo, bipolaridad crónica, narcóticos, médiums, irreverencia y anhelo de redención y pecado en la protagonista femenina, en una demencia irreparable, que el espectador ya intuye en los primeros compases. En esta termomix del subconsciente cabe todo, pero también el orden milimétrico.
La relativa austeridad de Kazushi Ono en el foso contrasta con la precisión y concentración de sus gestos. No se le escapó nada al impasible director, que sin apenas mudar el rictus, logró trascender la partitura en toda su complejidad. Hacer creíble este desorden psicológico in crescendo obliga paradójicamente a una elevada dosis de raciocinio y meticulosidad entre bambalinas. Da la sensación que el maestro japonés se ha sumergido en la partitura de Prokofiev a conciencia y desde su imperturbabilidad ejerce de demiurgo sonoro para que toda la maquinaria de delirio, funcione con la precisión y racionalidad requerida.
Endemoniada orfebrería también sobre el escenario. Si el libreto ya se las trae y no escatima en escabrosidades, la puesta en escena a là David Lynch de Treliński da otra vuelta de tuerca a la paranoia de Renata y acompañantes. El motel donde se desarrolla buena parte de la acción, cuenta entre sus inquilinos a lo más granado de los antihéroes yankies: imitadores de Elvis trasnochados, una drag queen de dos metros, niños poseídos, fulanas en edad de jubilación, pederastas en modo voyeur y otros perdedores y damnificados del sueño americano.
Como si asistiéramos a una reposición escénica de Twin Peaks o nos confinaran a un pasillo del hotel de El Resplandor, descoloca y no deja de llamar la atención que toda la historia se desarrolle en ruso. En las casi tres horas de representación hay una única concesión rusa, la caracterización de Agrippa a semejanza de un anacoreta ortodoxo. Escena ésta, donde Treliński logra redoblar el efecto narcótico (a cuyo consumo se ha abandonado Ruprecht) duplicando y replicando al monje Agrippa a lo largo de todos los espacios del motel.
Un enter gigante, a modo de fluorescente de fachada, preside el escenario (otros dos Lonely only for you y Psychic readings, alumbran sendos flancos). En pleno desvarío de Renata, Ruprecht se entrega a los estupefacientes, quizás para intentar acceder (enter) en el desorden de su amada. Los efectos secundarios tras la ingesta de la sustancia mágica no se hacen esperar. El enter se ilumina, los neones de las vigas alternan, luces estroboscópicas, visiones atroces por doquier como si el hotel se hubiera convertido todo en una máquina tragaperras expirando sus últimos delirios.
No hay gratuidad en los constantes atrevimientos escénicos, están casi siempre justificados musicalmente. Ahora bien, no es tanto el mayor o menor ingenio de Trelinski lo que hay que resaltar, si no su capacidad de concebir esas progresiones al compás y respeto de la partitura. Me limitaré a citar dos ejemplos muy sutiles. En el primer acto, cuando Heinrich parece manifestarse por primera vez con tres golpes en la puerta, escuchamos antes un merodeo de duendes y espíritus por el hotel. Este excelente pasaje instrumental de Prokofiev (no hay voz ni texto en este interludio) culmina con una sucesión de golpeos de nudillos en la puerta. Ruprecht y Renata siguen con la mirada este murmullo instrumental como de sonrisas en sordina que parece provenir de ‘los otros’. No se ven, están o no están, pero las miradas y los movimientos de los dos protagonistas parecen afrentarlos, retarlos con sus idas y venidas.
Más adelante los neones empiezan a parpadear, antes de apagarse. Esta acción en segundo plano parece adaptarse a unos compases de incertidumbre en la partitura. Son solo dos apuntes de esta simbiosis sonora escénica, que permite seguir sin apenas solución de continuidad el ritmo (trepidante al final) de esta inclasificable partitura de Prokofiev.
Hacia el final, llega la hora de centrifugar. Vemos a ángeles caídos, a niñas poseídas, a enanos inquietantes. Centrifugación de tiempo y espacio, la niña Renata y la demente adulta en permanente dilema con Heinrich, encarnación de Satanás ahora, con el que al parecer habría mantenido relaciones carnales. Si no fuera por el sufrimiento que Renata y Ruprecht transmiten en escena podría degenerar todo en un potpurrí, pero la música de Prokofiev y el texto de Bruissov, conceden y dejan una puerta abierta a lo ignoto.
Supuestos médicos, santeros, prestidigitadores, dealers y por último el mismísimo Fausto en persona desfilan por El ángel de fuego para tratar de mitigar los desvaríos de Renata. Esfuerzos en balde. La soprano lituana Aušryné Stundyté se hizo merecedora justa de la ovación de la tarde por su maratoniano despliegue vocal, así como su no menos exigente y muy verosímil desbarajuste psíquico escénico.
Dido y Eneas, ‘canto de cisne’ en Cartago
Aunque sólo fuera para escuchar el lamento final de la reina Dido ante su Cartago sitiada (Remember me but forget my fate), valió la pena aguardar la medianoche en el Théâtre de l’Archevêché. No tanto por la puesta en escena ni por el despliegue de los solistas. A servidor no le quedó nada clara la traslación argumental del contexto púnico a la época colonial, propuesta por Vincent Huguet, máxime cuando la ópera de Henry Purcell resulta ya de por sí fragmentaria y manifiestamente inconclusa o escamoteada. A falta de concreción argumental en el libreto original, lo más sensato habría sido limitarse a lo poco conocido que a lo mucho por conocer y no tentar la suerte con experimentos.
No se puede negar que las murallas de Cartago, omnipresentes en la escena, desprendían un cierto magnetismo evocador. La bóveda celeste, astral en su inicio y bélica en su clausura -la puesta en escena transcurre en permanente nocturnidad- también tienen su punto, pero a la mínima que Huguet se adentra en el hilo narrativo, uno se pierde.
Excesivamente largo, redundante e impostado resultó el monólogo introductorio declamado por la cantante malí Rokia Traoré. Por no mencionar un cierto tufillo a corrección política, que en contextos tan selectos resulta cuando menos un tanto contraproducente. Un crítico reclamaba en la presentación del presente festival mayor implicación social de la ópera. No sé hasta qué punto es un contrasentido pretender educar o concienciar mediante la ópera y alentar puestas en escenas más comprometidas, por así decirlo. Sin negar el resurgir operístico a través de las retransmisiones (a ver si la ópera va todavía a salvar a las salas de cine), lo cierto es que en festivales como el de Aix en Provence, la presencia de niños y adolescentes entre el público es exigua y la media de edad del público asistente debe rondar la cincuentena. A esas edades hay poco de que convencer.
Volvamos, no obstante, al Dido de Purcell, o mejor dicho al que vistió vocalmente la cantante sudafricana Kelebogille Pearl Besong para la ocasión. Aún siendo poseedora de una voz brillante Besong fue de más o menos, llegando a descuidar su afinación en el tramo final. Por contra, ni un solo pero se le puede reprochar al Ensemble Pygmalion, verdadero artífice de la magia final de esta inconclusa genialidad del compositor inglés. Dido se lamenta desde el balcón de su Cartago acechada, la noche se tiñe de fucsia, fuego cruzado al horizonte. Asistir a ese lánguido verso final, de hondura casi shakespeariana, ese oxímoron a modo de epitafio (Remember me but forget my fate), convirtió el unhappy end en una delicia. El joven y exquisito director checho Václav Luks, guió y atenuó con soberbia maestría las voces del Pigmalion, ya a capella, hasta fundir su último murmullo en puro silencio.
Seven Stones de Ondřej Adámek, estreno mundial
Ondřej Adámek Otro joven checo, en este caso en su doble faceta de director y compositor, fue el encargado de dirigir el estreno de su ópera prima Seven Stones. A partir de textos del poeta islandés Sjón, Adámek ha concebido su “ópera a capella para cuatro cantantes solistas y un coro de doce voces” (así reza el subtítulo de este encargo del mismo Festival d’Aix en Provence), traducida escénicamente por Eric Oberdorff.
Estructurada en siete escenas, que nada tienen que ver la una con la otra, más que la presencia del mineral, de la piedra, como protagonista y único eslabón conductor. Adámek propone un experimento un tanto dadaísta, por momentos más logopédico y fonético que musical, plagado de eufonías (algunas de ellas ciertamente interesantes). Explora a conciencia el espectro de nuestro aparato fonador y la superposición de voces lineales, incidiendo más en la vertiente rítmica que en la tonal (apenas se atisba un conato de melodía en la hora y media que dura la obra, a lo sumo hacia el final cuando intenta remedar una especie de coral a modo de cierre de oratorio, con un par de arpegios al clavicémbalo y un canto unísono a modo de epílogo).
A nivel experimental plantea cuestiones interesantes como la capacidad de seccionar palabras y transformarlas en onomatopeyas y viceversa. Como si la onomatopeya, el balbuceo a fin de cuentas, fuera el embrión de la palabra y su posterior descomposición. En este sentido son constantes los susurros, shshsh, tzktzktzk, rrrrrrr… y un sinfín de juegos y extravagancias fonéticas, que conducen a asociaciones más o menos justificadas.
Se trata, ante todo, de afinar con la dicción exacta y no con la tonal (al apenas existir una interválica digna de ser considerada melodía). El estado enajenado del protagonista por momentos puede resultar enervante en exceso y la puesta en escena puntualmente un poco estrafalaria, sobre todo en esa querencia hacia los instrumentos de percusión y el uso del arco del violín para frotar cualquiera cosa menos instrumentos de cuerda.
Seven Stones podría abreviarse un cuarto de hora con facilidad sin que está ópera de cámara perdiera en esencia su valor. No exenta de interesantes cuadros, como la escena final de la lapidación de la mujer adúltera (A stone thrown in anger cannot return to the hand, alecciona el último pasaje), el Théâtre du Jeu de Paume de Aix acogió con una calurosa acogida este laboratorio de fonética mineralógica.
Fin de ciclo y anticipio del Festival Aix Provence 2019
El 70 aniversario del festival operístico tuvo también leves tintes de despedida al coincidir con el fin del mandato de su hasta ahora director Bernard Foccroulle, máximo responsable del Festival d’Aix durante el último decenio. Le sucederá al frente Pierre Audi, quien en la presentación del programa para 2019 esbozó una atrevida apuesta por la ópera contemporánea. Al margen de una adaptación escénica del Réquiem de Mozart y Tosca, los cuatro títulos restantes propuestos para el próximo verano no son precisamente concesiones al gran público: Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny (Kurt Weill), Jakob Lenz (Wolfgang Rihm) y dos estrenos The Sleeping Thousand (Adam Maor) y Blank out (Michael Van der Aa).
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