El demonio debuta en el Liceu
Entre las novedades liceístas de la presente temporada figuraba el estreno de la ópera rusa Demon, obra poco conocida del aclamado pianista, director y compositor Anton Rubinstein. Un estreno que ha sorprendido gratamente al público barcelonés, tanto por el atractivo musical de la partitura como por el buen hacer general del reparto y el montaje.

Demon © A. Bofill
Reconocido como legendario pianista y aplaudido director, la faceta del Rubinstein compositor resulta mucho menos conocida por el gran público, a pesar de su prolífica producción. Como muy bien recoge el crítico Xavier Cester en el programa de mano del espectáculo, la frenética actividad de Rubinstein y sus esfuerzos por mejorar la actividad musical de su país, sufrieron un cierto arrinconamiento póstumo dado el distanciamiento de sus postulados estéticos respecto a los posicionamientos más nacionalistas, representados por el denominado Grupo de los Cinco. En efecto, como pudimos comprobar en ocasión de su Demon liceísta, su música suena “muy occidental”, a pesar de rezumar un innegable aliento eslavo en las escenas corales. Si bien esta ópera fue estrenada ya en la capital catalana en versión italiana el año 1905, en el Teatro Novedades, esta representación en el coliseo de Les Rambles (donde solo se había escuchado su ballet, ahora suprimido) ha supuesto un auténtico descubrimiento.
De inspirado lirismo melódico y nítida paleta orquestal, la partitura del maestro ruso ofrece momentos de efusiva volada lírica para el lucimiento de las voces, especialmente para los roles protagonistas de Tamara y Demonio. El debut de la soprano lituana Asmik Grigorian ha sido toda una revelación, tanto por la belleza y la nitidez de su instrumento como por su intensa unción expresiva. Sus intervenciones exprimieron al máximo el aliento lírico de los pentagramas de Rubinstein, coronando su intervención con el memorable dúo del tercer acto. Egils Silins, como Demonio, no desaprovechó la ocasión para exhibir su buen dominio de este rol, sacando partido especialmente de su registro agudo y demostrando gran autoridad escénica. Igor Morozov nos hizo lamentar que el compositor ruso no dedicara más compases al rol del joven príncipe Sinodal, pues su canto radiante, espontaneo y sumamente expresivo hicieron las delicias del público. De menor voltaje, aunque digno y cumplidor, resultó su sirviente encarnado por Roman Ialcic. El resto del reparto, así como el coro de la casa, muy especialmente la sección masculina, resolvieron con gran profesionalidad y eficacia sus respectivos cometidos.
Mención especial merece la impactante escenografía concebida por Hartmut Schörghofer, consistente en un gran tubo de perspectiva cilíndrica, vestido con maderas laminadas, que albergaba la práctica totalidad de la acción dramática, ambientada y alimentada con unas efectistas proyecciones, incluidas las de una inmensa esfera suspendida a media altura. Menos inspirado estuvo en el vestuario, así como Dmitry Bertman en la dirección de actores, que no pasó de discreta.
El maestro Mikhail Tatarnokov dirigió con aplomo y concertó con buen pulso, aunque quizás, en algunos pasajes, se echara en falta un mayor empuje y calado expresivo.
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