‘La pasajera’ de Mieczyslaw Weinberg hace escala en la Semperoper de Dresde
La ópera ambientada en Auschwitz llega a Alemania diez años después de su estreno reivindicando la figura del compositor polaco.
Mucho se ha escrito y teorizado sobre Auschwitz, demasiado tal vez. El Holocausto, tabú para algunos, lugar recurrente para otros, ha procurado todo tipo de arte, literatura, cine y música contraviniendo las palabras de Adorno, quien consideraba inviable la poesía después de la barbarie de los campos de concentración (“Nach Auschwitz ein Gedicht zu Schreiber, ist barbarisch»). De lo que sabíamos poco, por no decir nada, es de una ópera, cuya acción se sitúa -retrospectivamente- en uno de los barracones de Auschwitz-Birkenau.
Retrospectivamente, decíamos, porque de hecho la acción real de Die Passagierin (La pasajera) transcurre en un barco que hace la travesía atlántica años después de la II Guerra Mundial. Allí se reencontraron víctima y verdugo: Marta, la reclusa judía polaca, y Lisa, supervisora de unos de los barracones del monstruoso KZ. (La pasajera, un título de doble sentido, tanto puede referirse a una como a la otra). En la cubierta tropiezan sendas miradas, fijamente, el tiempo de repente se trastoca y retroceder bruscamente al escenario de los hechos.
Con un destello será suficiente para invocar los fantasmas del pasado. Del relax de primera clase a la angustia denigrante del KZ. En el momento en que Lisa se adentra en el lujoso barco, escapando de la incómoda visión, el confort exterior se transmuta. En la bodega, Lisa se reencuentra con las tablas infames del barracón, cuya vigilancia tenía asignada. Reaparecen los gemidos, los temblores, la miseria y el miedo de aquellos pabellones mortíferos donde pervive la llaga psíquica del nacionalsocialismo.
Die Passagierin nos remite a otros relatos como la Schachnovelle de Stefan Zweig. El vano destino del barco hacia el sueño americano, revela la imposible huida hacia adelante. Tarde o temprano el trauma interior flota en la superficie y se reproduce el tumor que se pensaba, equivocadamente, sanado. El compositor polaco- moldavo-ruso-soviético- judío (de linaje marcadamente germánico) Mieczyslaw Weinberg (1919-96), reivindicado repetidas veces en este blog, se inspiró en la novela homónima de Zofia Posmysz, polaca también, y superviviente de la Shoah, para ingeniar una ópera del siglo XX, que poco a poco va ganando aceptación en los principales escenarios del siglo XXI, contradiciendo así los funestos vaticinios respecto a la ‘poesía post Auschwitz’ del reputado filósofo y musicólogo alemán.
Desde finales de junio pasado La pasajera se puede ver y escuchar en la Semperoper de Dresde en una coproducción de la ópera de Frankfurt. De hecho, Dresde y Frankfurt quizás sean las dos primeras ciudades alemanas que se enfrentan al Holocausto, esta vez desde el confort de la butaca de platea, servido en bandeja de ópera. Enésimo examen de conciencia, si es que la saturación de mea culpas no conlleva el efecto inverso e inmuniza en vez de sensibilizar. En la puesta en escena entran en contacto la condición ‘acomodada’ alemana postbélica restituida, y el espectro de una mujer corresponsable parcial (si no al menos pieza del engranaje) del exterminio. Una ópera, que habría sido bastante más incómoda si se hubiera estrenado en 1968, año de su finalización, en vez de estrenarse en 2006. La presente producción la encabezan la soprano polaca Barbara Dobrzanska (Marta), Christina Bock (Lisa) y Jürgen Müller (Walter), todos ellos dirigidos por Christoph Gedschold. Huelga decir que tratándose de una ópera multilingüe, algunos de los intérpretes vocales han de cantar en tres o cuatro idiomas. Sin querer restar mérito al genio musical de Weinberg, lo que quizás más llama la atención de esta versión es la puesta en escena. El confort del trasatlántico esconde en su interior la suciedad de la conciencia, metáfora del recuerdo sublimado, no del todo. Y aquí merece mención obligada el director de escena, Anselm Weber. Quizás él como nadie ha sabido captar el sentido de la situación anticatárquica, que presenta Posmysz en el hilo argumental y Weinberg en su traducción orquestal y vocal. A continuación explicaremos por qué.
LA ESCENA
Uno de los primeros elementos que conviene no pasar por alto tiene que ver con la dimensión plurilingüe de la obra. Francés, ruso, alemán, polaco, hebreo e inglés son algunos idiomas en los que se nos presenta la obra. Dentro de esta babel flotante se recrea otra espiral (políglota) de la degradación: el antiguo cuartel de Auschwitz (Oświęcim). En ambos lugares se cruzan hablas diversas. La diferencia como vínculo o como brecha. La ópera, exquisitamente vestida por el escenógrafo Anselm Weber, comienza con Marta escribiendo imaginariamente una carta, una misiva a su amado. Los trazos de su caligrafía se van superponiendo (mediante una proyección digital) sobre el estribor del barco y así el espectador penetra sin necesidad de canto, ni de palabra articulada, en el pensamiento de quien convertirá el viaje en una pesadilla permanente, llevando a Lisa al límite de la alucinación.
Quizás no se trate tanto de una obra de arrepentimiento, que también, sino de tensión psicológica y emocional. Del recuerdo perverso que rodea a esa persona, que hasta hace nada disfrutaba de su pasaje de primera clase. Un intento mutuo y vano por olvidar. La imposibilidad del olvido es lo que comparten las dos protagonistas femeninas. El programa de mano de esta ópera, casi inédita en el Viejo Continente –Moscú (2006 en versión concertante), Bregenz (2010), Varsovia (2010), Londres (2011), Houston (2014), New York (2014), Chicago (2015) y Miami (2016)– arranca con toda una declaración de principios: Wenn eines Tages eure Stimmen verhallt sind, dann gehen wir zu grunde (Si algún día las palabras se desvanecen, nosotros nos derrumbaremos).
LA MÚSICA
El alumno aventajado de Dmitri Shostakovich, poco conocido en general y menos aún su vertiente escénica, se decantó por un topos bien delicado a la hora darse a conocer en el género operístico. La pasajera reivindica y refuerza año tras año, con silencio y discreción, su voluntad de entrar dentro del repertorio.
La celesta, la marimba, el vibráfono y el xilófono son a la ópera de Weinberg lo que las ondas Martenon a las obras de Messiaen. Se encargan a menudo de remarcar los motivos musicales, que, por poco que lo parezca (sobre todo después de una solitaria y única audición), articulan estas dos horas largas de música emocional y psíquica.
De entre todos los motivos, lo que inconscientemente más retiene nuestro oído tal vez sea lo que el director Christoph Gedschold ha bautizado como Bewusst verschwiegene Vergangenheit-Motiv. Es decir, el motivo del pasado deliberadamente silenciado. En esta correlación de seis notas, terceras mayores y menores en sentido alterno ascendente, encontramos una sonoridad que recuerda a Messiaen, hay algo de revelación, de susto, de fatalidad, de descubrimiento letal. Efectivamente, recuerda Gedschold, si Lisa no hubiera reencontrado a Marta (o quien cree ser Marta) en la cubierta del barco, su conciencia, seguiría hibernando ajena a aquel pasado que su psique ha querido silenciar. Sin embargo el motivo de las seis notas se repite constantemente, y la relación de Lisa y su prometido Walter se va enturbiando. El idilio americano se convertirá en una desgarradora purga de conciencia sin descanso.
¿Ve Lisa fantasmas? Es lo que piensa Walter, y quizás por momentos el espectador. O se puede invertir la premisa, ¿el alemán heredero del III Reich convierte el pasado en fantasmas, para reblandecer la conciencia y retirarle la palabra? Silenciarla les permitirá empezar una nueva vida. Parece que Walter es capaz, Lisa, por el contrario, oscurece la bodega del transatlántico y entre las sombras reencuentra el horror de Auschwitz, lejano en la distancia, pero no tan lejano en la conciencia.
El rico entramado musical de la obra que nos ocupa difícilmente puede asimilarse con una sola audición. No faltan las citas, algunas evidentes, como la del ‘motivo del destino’ de la Quinta Sinfonía de Beethoven (deconstruido y laberíntico) o el inicio de la Chacona de Bach, y otros más escondidos (una marcha militar de Schubert, entre otros). Dentro de esta miscelánea, conviene hacer mención de algunos pasajes musicales más laxos, bailables, incluso, que recuerdan a Nino Rota, a Mancini y, por supuesto, al mismo Dmitri Shostakovich, al Shostakovich de los valses y de las marchas. Una música de baile con un evidente trasfondo de sarcasmo y caricatura, degradante por momentos como en los cuadros de Otto Dix. Valses alegres, macabramente alegres.
Sin embargo, el momento musical más sentido y profundo de la obra se esconde en una canción popular rusa cantada a capela. Toda una ironía en medio de un despliegue orquestal de gran tamaño. Una cancioncilla sencilla y nada pretenciosa compartida entre los reclusos, un pequeño espejismo en medio de tanta oscuridad. La autora de la novela, Zofia Posmysz, aseguraba que ella escribió la obra desde la perspectiva de la vigilante culpable, no desde la perspectiva de los reclusos inocentes, en contra de lo que se podría pensar. La ópera de Weinberg y el libreto de Alexander Medvedev se distancian ligeramente del texto original, hay una cierta inclinación hacia las víctimas: el barracón se convierte en refugio frente al vecino. La integridad moral entre los reclusos, que se respira en los barracones, frente a la falta absoluta de humanidad entre los opresores. Todo muy monolítico. Hay una tendencia, en parte comprensible, a convertir a las víctimas de los campos de concentración en una comunidad homogénea de personas llenas de bondad, de buen corazón y puras (podríamos hablar de un maniqueísmo piadoso).
La misma autora, testigo directo, se encargaba en una entrevista de desmentir la figura pétrea del nazi como ser infrahumano. Discernía tres tipos de soldados dentro del SS, los sádicos y amantes de producir sufrimiento, los que obedecían y los que, dentro de las limitaciones, trataban de ayudar. Hay que pensar que si hubo excepciones en el bando de los asesinos, también necesariamente las hubo entre los buenos. De hecho, lo que quiere reflejar, pienso, La Pasajera, es que la conciencia tortura a unos y a otros. Como si todo lo que sale en la novela, escenificado en la ópera, fuera sólo la recreación mental, a posteriori, de la barbarie de Auschwitz. No la barbarie en sí misma.
La perspectiva del verdugo, del verdugo que ha actuado con crueldad pero sin (re)negar del todo de su conciencia; un barco acomodado, camuflado de sombras y mareos, escenificación dentro del escenario; la psique y el remordimiento, no tanto los hechos históricos, interesan aquí. La historia monolítica, tal vez sea la más peligrosa de todas. Sin embargo un tema tan sensible como Auschwitz nunca estará exento de decantarse mínimamente. Ya estará bien si el barco no va del todo a la deriva.
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