El scrabble de nácar, la música como nodo vital en ‘Das Glasperlenspiel´ de Hermann Hesse
„Je rauschender die Musik, desto melancholischer werden die Menschen“
De todos los grandes escritores alemanes de la centuria pasada, quizás fue Thomas Mann el que más descendió al talud abisal de la creación musical. Raras son sus grandes obras en las que, tarde o temprano, no topamos con alguna disquisición musical de enjundía.

Hermann Hesse © Shurkamp Verlag Berlin
La exquisita y primorosamente desgranada sinopsis de Aida en La Montaña Mágica, la primera representación de Lohengrin o la extensa y velada digresión sobre Buxtehude en el Lübeck de Buddenbrooks, la enigmática visita al solista en el camerino en Felix Kruger. Sin olvidar tampoco los ecos mahlerianos, pretendidos o fabulados en su Tod in Wenedig. Y claro, en esta sucinta lista no podía faltar su Doktor Faustus.
Hay quien se ha atrevido incluso a trazar paralelismos entre las obras postreras de ambos autores, Doktor Faustus y Der Glassperlenspiel. En ambas la música ejerce de hilo conductor y fin último. Dos grandes, Mann y Hesse, que discurrieron sendas muy distintas, adoptando planteamientos vitales casi opuestos, pespuntearon aquí, no obstante, algunos topoi comunes: el tono como fuente de autointrospección y de realidad.
Pese a todo, quizás debamos atribuir al amigo y colega de Mann, a Hermann Hesse, melómano menos confeso que el primero, la obra más repleta de intersticios musicales que recuerdo haber leído en mucho tiempo. Me refiero a su desconcertante novela histórico-ciencia fictiva El juego de Avalorios (Der Glassperlenspiel).
Sin ánimo de banalizarla, títulos tan diversos como Harry Potter o El nombre de la Rosa parecen haber practicado particulares prospecciones en ella. A todo esto, tras cientos de horas de lectura, me sigue resultando un misterio el porqué de dicho título, especialmente en su traducción española (Juego de avalorios).
En Das Gespräch, el protagonista Josef Knecht (Knecht, aprendiz en alemán) reflexiona sobre el sentido de cultivar el intelecto. Abre un interesante debate, antiintelectual si me apuran (lo abre, no quiere decir que lo defienda): ¿debe el hombre virtuoso dedicarse en cuerpo y alma al saber? ¿Reporta ello un bien a la comunidad, o más bien al contrario? El hombre banal, el hombre que se queda en la superficialidad y se deja llevar por las contradicciones, los sofismos cotidianos y oportunismos coyunturales, pudiera en el fondo proporcionar tanto o más bienestar. Elite o vulgo, ¿quien (de)muestra un comportamiento más digno? Solipsismo elevado u oportunismo humano. Yace tras esa perseverante dualidad, el distópico dilema: ¿es realmente más digno el circunspecto ermitaño que el opulento filisteo?.
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Interessant i breu: doblement interessant.
Gràcies.
De fet, no tan breu;) Sempre hi ha un click de més quan hom manco ho espera. Moltes gràcies pel teu comentari.