Profeta de sà mismo. Lohengrin en el Teatro Real
Recientes aún en la memoria los mejores momentos del Tristan und Isolde recreado escénicamente por Peter Sellars y Bill Viola, e imborrable el recuerdo musical del Parsifal historicista en versión de concierto dirigido por Thomas Hengelbrock, resulta casi extraño enfrentarse en el Teatro Real a este Lohengrin…
Richard Wagner, Lohengrin. Christopher Ventris (Lohengrin), Catherine Naglestad (Elsa), Thomas Johannes Mayer (Friedrich), Deborah Polaski (Ortrud), Franz Hawlata (rey Heinrich), Anders Larsson (Heraldo). Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dir. musical: Hartmut Haenchen. Dir. de escena: Lukas Hemleb. Teatro Real, 7 de abril. Hasta el 27 de abril.
Recientes aún en la memoria los mejores momentos del Tristan und Isolde recreado escénicamente por Peter Sellars y Bill Viola, e imborrable el recuerdo musical del Parsifal historicista en versión de concierto dirigido por Thomas Hengelbrock, resulta casi extraño enfrentarse en el Teatro Real a este Lohengrin, una ópera que, de alguna manera, preparó el camino de ambas, pero en la que casi cuesta identificar al mismo compositor. Un arco simbólico la une además con Parsifal, ya que cuando, al final del tercer acto, el protagonista se ve obligado a desvelar su misteriosa identidad, descubrimos que Lohengrin es el hijo de Parsifal, cuya propia historia tardarÃa aún Wagner varias décadas en contar. Por otra parte, y por razones obvias, Parsifal es, por decirlo asÃ, la ópera de Semana Santa por antonomasia, y quizás haya en la programación de Lohengrin en estas fechas uno de esos gestos transgresores que tanto gustaban, según se dice, a Gerard Mortier, a cuya memoria están dedicadas todas las representaciones (hay incluso dos libros de condolencias a disposición de los espectadores).
Cuando se comparan con creaciones como Tristan und Isolde, Parsifal o, por supuesto, esa epopeya casi sobrehumana que es Der Ring des Nibelungen, las primeras óperas de Wagner parecen palidecer a su lado. Él mismo presintió que sucederÃa esto antes incluso de haber compuesto sus obras maestras, como si fuera ya capaz de visualizarlas, profetizando de algún modo su yo futuro, de ahà que tratara de evitar en lo posible que estas primeras tentativas en el camino hacia la obra de arte total se revistieran casi a la fuerza de connotaciones negativas. QuerÃa, en una palabra, que fueran vistas de atrás hacia delante, y no a la inversa, es decir, como pasos previos perfectibles aunque inevitables y no como antecedentes imperfectos y fallidos. AsÃ, en Eine Mittheilung an meine Freunde (Una comunicación a mis amigos), un escrito prácticamente coetáneo de Lohengrin y un primer anticipo de lo que serÃa el posterior furor autobiográfico de Richard Wagner, este se refiere a sus «opiniones sobre la naturaleza del arte que he proclamado desde una posición que me ha costado conquistar a lo largo de años de evolución paulatina y gradual»1 Poco después, Wagner se lamenta de que los crÃticos acudirÃan a buen seguro al recurso fácil de «echar la vista atrás hacia la naturaleza de esas obras de arte que me sirvieron de punto de partida en el camino natural de la evolución que me ha conducido hasta esta posición»2 con el fin de formular sus juicios negativos.
En Wagner siempre hay que sortear la distancia –a veces casi insalvable– entre sus escritos y su música. Tomemos, por ejemplo, el Preludio del primer acto de Lohengrin, una música memorable y, para su tiempo, auténticamente radical y visionaria, tanto en términos de forma como de orquestación, y construida en su totalidad sobre una única idea melódica confiada a un número creciente de instrumentos. Gracias a esta progresiva incorporación de nuevos timbres se alcanza el inevitable clÃmax en fortissimo, punto de partida a su vez del proceso inverso, al final del cual se recuperan el intimismo y la placidez iniciales, con idénticas parejas de flautas y oboes junto a esos cuatro violines solistas de nuevo en pianissimo. Friedrich Nietzsche, en El caso Wagner, se refirió a este Preludio –setenta y cinco compases, ni uno más– como «el primer ejemplo, demasiado insidioso, demasiado bien logrado, de cómo se hipnotiza también con música»3 Tras oÃr este Preludio, todo oyente receptivo queda en estado de trance, como apuntó también el filósofo alemán, porque, más de siglo y medio después, la música conserva intacta su carga de modernidad y su capacidad de transportarnos en unos pocos minutos a la ficción teatral o, si se quiere, a otra realidad diferente. Su trasfondo escénico y descriptivo, en cambio, ha envejecido irremediablemente, y nos quedamos atónitos cuando leemos en la explicación programática del propio Wagner las referencias al «clarÃsimo éter azul del cielo», a «una hueste de ángeles portadores del prodigio escoltando en el centro el sagrado cáliz», a las «fragancias encantadoras que brotan de él como nubes de oro, apoderándose de los sentidos del extasiado espectador», al momento en que «el fluido divino contenido dentro del “Grial†emite los rayos solares del amor más sublime, como el resplandor de un fuego celestial, de modo que todos los corazones en derredor se quedan estremecidos con el brillo de las llamas del fulgor eterno» o a cómo, al final, los ángeles emprenden el vuelo de regreso «dejando el “Grial†al cuidado de seres humanos puros, cuyo contenido se ha derramado con una bendición: y en la clarÃsima luz del éter azul del cielo desaparece la noble hueste del mismo modo que antes se habÃa acercado desde él»4. ¿Conviene conocer este texto, mucho más extenso que el aquà extractado? Más allá del valor que le presta su propia historicidad, y que sea Wagner quien lo firma, ¿podrÃa ayudarnos de algún modo a disfrutar más con la música del Preludio de Lohengrin? La respuesta, en ambos casos, sólo puede ser una.
La grandeza de Wagner –un grafómano compulsivo– radica no en sus escritos, sino en su música y, lo que tampoco debe perderse nunca de vista, en sus intuiciones. Estas crean vastas zonas de sombra que han de iluminarse posteriormente, y pocos operistas han disfrutado tras su muerte de luces tan diversas y tan cambiantes con el paso de las décadas. En este Lohengrin madrileño empezó a interpretarse el Preludio en medio de la más total oscuridad, foso incluido, hasta tal punto que el director musical, Hartmut Haenchen, entró sin ser visto y se valió de una batuta especial provista, cula luciérnaga, de un punto de luz en su extremo a fin de que la orquesta pudiera seguir sus indicaciones. En lo musical, el Preludio adoleció de cierta falta de empaste, un defecto no menor en una música, como acaba de apuntarse, que hace de la creciente superposición de timbres su principal razón de ser. Faltó un crecimiento más gradual y mejor preparado de la tensión antes del clÃmax, que sonó, como serÃa la tónica posterior en todos los pasajes fortissimo de la ópera, que son unos cuantos, en exceso vocinglero.
1. «Ansichten, die ich über das Wesen der Kunst von einem Standpunkte aus kundgebe, den ich durch allmähliche, stufenweise Entwicklung mir erst gewonnen».
2. «rückwärts auf das Wesen der künstlerischen Arbeiten, in welchen ich eben den natürlichen Entwickelungsgang nahm, der mich zu jenem Standpunkte führte».
3. «das Lohengrin-Vorspiel gab das erste, nur zu verfängliche, nur zu gut gerathene Beispiel dafür, wie man auch mit Musik hypnotisirt».
4. «der klarste blaue Himmelsäther», «die wunderspendende Engelsschaar ab, die, in ihrer Mitte das heilige Gefäß geleitend», «entzückende Düfte wallen aus ihr wie goldenes Gewölk hernieder, und nehmen die Sinne des Erstaunten» «als der “Gral†aus seinem göttlichen Inhalte weithin die Sonnenstrahlen erhabenster Liebe, gleich dem Leuchten eines himmlischen Feuers, aussendet, so daß alle Herzen rings im Flammenglanze der ewigen Gluth erbeben», «den “Gral†ließ sie zurück in der Hut reiner Menschen, in deren Herzen sein Inhalt selbst segnend sich ergossen: und im hellsten Lichte des blauen Himmelsäthers verschwindet die hehre Schaar, wie aus ihm sie zuvor sich genaht»…
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[Publicado en Revista de libros el 11/04/2014]
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