La voz de Florence Foster vuelve a escucharse de la mano de Sony
"The Glory (????) of the human voice". Obras de W.A.Mozart, Anatole Liadoff, Cosme McMoon, Léo Delibes, Felicien David, Johann Sebastian Bach (A. Pavlovich), Johann Strauss y Charles Gounod. Voz: Florence Foster Jenkins. Piano: Cosme McMoon. RCA Victor. Sony music.
Muchas sopranos han tenido la suerte de pasar a la historia por sus capacidades canoras y sus extravagancias escénicas.
Las hay de todo tipo, desde la que posee la voz más ágil hasta la de la coloratura imposible, desde la voz más bella hasta la más dúctil para ciertos papeles, desde la única hasta la irrepetible. Ellas, las que tuvieron por sobrenombres los más acertados adjetivos que la lengua nos puede dar. Sin embargo, hoy no hay en estas líneas un homenaje a ellas.
La figura que va a hacer su aparición en escena no tiene una gran voz, no es la más ágil ni tiene el registro para poder realizar extravagancias vocales, no tiene cuerpo ni nada que se le parezca, no es una voz bella… Florence Foster Jenkins es, simple y llanamente, un capricho de los tiempos que ejerce una atracción fatal en los amantes de la ópera; es decir su nombre y pensar en el pobre Mozart sacudiéndose en su tumba, intentándose quitar todos los difuntos que le acompañan en su fosa para salir fuera y maldecir a tan extravagante criatura. Sin embargo no es indiferencia lo que nombrarla supone ni tampoco pena ante la falta de virtud: es un interés enfermizo ante su figura porque la falta de talento mezclado con una alta dosis de voluntad ante un imposible hace que La Foster se haya convertido en un más que interesante objeto de culto para cualquier músico, una pieza de museo que ejerce un extraño magnetismo del cual ni yo mismo soy indiferente, pobre se mí.
La «soprano» en cuestión nació en Pensilvania en1868 y ya desde pequeña quiso ser cantante de ópera. Sin embargo, un padre más que recto –y en este caso hasta podríamos tildarlo de ser un gran crítico al tener tan buen oído en cuanto escuchó a su hija abrir la boca– prohibió que se dedicara a tan difícil oficio ya que no veía ningún talento en la moza. Charles, que así se llamaba el padre, le pagó clases de piano al estar bien visto que una señorita, en paralelo a las modas estiradas de la época, supiera interpretar obras al instrumento y acompañar las veladas que bendecían la mansión. Florence sin embargo se armó de valor y con el tiempo, tras ver que el piano no era lo suyo, hasta le propuso al padre ir a Europa a aprender canto lírico, cosa a la que de nuevo se opuso el patriarca.
Así que continuó con su encorsetada vida y felizmente, como mandaban de nuevo las reglas sociales, se casó con un rico médico. Sin éxito en su matrimonio y sin hijos, se divorció en 1902: dicen que hasta a su marido le propuso ir a Europa, cabezona ella, para estudiar canto. Sin ningún rigor histórico por mi parte me atrevo a declarar que el esposo acabó huyendo en cuanto salieron por la boca de la Foster por primera vez las famosas semicorcheas del aria de las campanillas del Lakmé, chocando repentinamente con la cristalería recién traída de Europa y provocando tal desastre que pensó en salir lo antes posible de ese matrimonio no sea que su fortuna quedara reducida a chucherías.
Siete años después, el padre de la aún anónima diva murió, dejándole tal fortuna que la quiso invertir en las clases de canto que tanto añoraba. Para este fin y aposentada en Nueva York, creo hasta una asociación privada, el Verdi Club, donde ayudaba a cantantes líricos noveles y con talento; por lógica, lo más era ella misma por lo que en 1912 propuso una gala lírica donde La Foster misma haría su aparición. He de decir que cuando nos preguntamos cómo músicos por nuestro momento de la historia donde nos hubiera gustado aparecer, siempre sale a relucir el estreno de La consagración o la primera audición de la Matthaüs-Passion, pero prometo que la coletilla que me sale en ocasiones es vender mi alma al diablo por haber visto alguna de las actuaciones de Florence Foster: sus apariciones eran estelares, abriendo con la bravura del Der Holle Rache de Mozart mientras como vestimenta complementaba su traje de fiesta con dos alitas emplumadas y hasta una corona de espumillón.
Y corrió la voz por Nueva York, tan rauda y veloz que tuvo que ampliar sus conciertos y el aforo se multiplicó, llegando a contratar hasta el hall del Ritz-Carlton para hacer su espectáculo ante casi 1000 personas, cosa que durante años hizo una vez al año. Se cuenta que en una de sus idas y venidas en taxi, entre ensayos y compromisos escénicos, tuvo un accidente y agradeció al destino darse cuenta que cuando gritó asustada llegó a un Fa agudo, cosa que no había hecho hasta entonces. Esto ayudó a que su ego no decayera, sino todo lo contrario, provocando sus sesiones de lírica en petite comité continuaron teniendo un gran éxito, tanto que los oyentes se contaban por cientos.
Para poderla escuchar había colas por lo que la diva se ideó un sistema que no fue otro que realizar una especie de examen que les convalidase como amantes reales de la ópera y así permitirse el lujo de cerrarle el paso a las malas lenguas: El hotel Seymour se convirtió en el filtro para que los críticos y la gente con chequera, que no precisamente iban por amor al arte, no ocuparan sus tradicionales sillas. Con mucha cara, la Foster les llegaba a preguntar directamente si pertenecían a la prensa o si venían al concierto por puro placer, a lo que ellos respondían que –por lógica– venían a escuchar música; así que les pedía sus «two-fifty each, please» y para adentro. Aún así, este filtro no fue muy eficiente con la crítica que de manera muy mordaz publicaba y dedicaba líneas en contra de la Dama. Para colmo de los colmos, su fama se disparó: tuvo que alquilar el Carnegie Hall, al quedarse pequeño la anterior sala, y sus entradas se agotaron una semana antes.
Se comentaba que había un momento estelar en sus actuaciones que rozaba lo hilarante, y era cuando aparecía con una toquilla roja y peineta lanzando claveles al público mientras cantaba Clavelitos, audición que no aparece en este The Glory (????) of human voice, y que era el hit parade de la sesión. Una vez con la emoción hasta lanzó la canasta llena de claveles al público.
Mes y medio después de la gloriosa actuación del Carnegie Hall, Florence Foster Jenkins murió; sus amigos decían que siempre había sido una persona feliz, que sabía que mucha gente iba a verla para reírse, pero lo que nunca podrían decir es que había suspendido tal o tal actuación: siempre estaba allí para gloria y honor de la voz humana.
The Glory (???) of the human voice es uno de los cinco discos en 78-rpm que grabó Florence Foster a lo largo de su carrera. A golpe de talonario era fácil que la diva engatusara a la RCA Victor para que inmortalizaran su voz –cosa de agradecer para deleite del rigor histórico que no para nuestros oídos–y que sirva la voz de tal señora como ejemplo de obstinación hasta límites insospechados de una persona que quiso y logró sus fines: llegar a ser lo que siempre quiso ser, reírse de una sociedad implacable con figuras de este tipo y, lo mejor de todo, ser a la vez feliz con lo que haces; y aunque no es un buen ejemplo, quizás soñar es gratis y quien no haya querido imitar en su vida a tal señora que levante la mano.
Acabo de cerrar la carcasa del CD y he sentido la necesidad de pedir perdón a mis oídos escuchando a La Gruberova, ¿por qué será?
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