¡Hombrecitos!, Brokeback Mountain en el Real
El 28 de enero de 2014 se ha estrenado mundialmente en el Teatro Real de Madrid Brokeback Mountain, la ópera de Charles Wuorinen basada en la historia de dos vaqueros homosexuales que triunfó en el cine hace nueve años.

Brokeback Mountain, D. Okulitch y T. Randle © J. del Real / T. Real
La operación de calentamiento de la opinión pública para presentar esta ópera debería estudiarse en una escuela de negocios. Para empezar, está el tirón de la citada película de Ang Lee que ha sido una catapulta; la película alcanzó tres oscars de la Academia de Hollywood y una rara unanimidad de crítica y público. En su momento se consideró un hito por tratar con tanta calidad como respeto y grandiosidad un tema de los considerados difíciles, especialmente para el gran público, un drama amoroso gay.
Luego vendría la sospecha, tan temida como aireada, de que el público operístico, siempre acusado de conservadurismo, reaccionara de modo dispar ante la citada temática gay.
Y como guarnición del plato principal, se ha terminado por infectar a esa opinión con la idea de que esta ópera es la auténtica plasmación de la historia original de Annie Proulx y no esa película por lo visto blanda y algo “empalagosa”.
Todo ello gracias a unos medios de difusión sorprendentemente complacientes con todo lo que diga el Teatro Real, especialmente lo que diga Gerard Mortier, su exdirector artístico en retirada. Hace días, los sobretítulos informativos del canal 24 horas, de RTVE, decían en formato tuit, “lejos de la película, cerca de la verdad”. Mortier, por su parte, se lanza a tumba abierta y proclama: “Es mucho mejor [que la película], la ópera no es tan sentimental”.
Podría añadir docenas de ejemplos del desparrame surgido por la boba credulidad de los informantes ante el credo de Mortier. Pero está al alcance de cualquiera en Google.
Antes de seguir, me gustaría indicar que, en mi modesta opinión, la película de Lee ni está lejos de la verdad (¿cuál es la verdad en una ficción?), ni es sentimental o almibarada ni nada de nada; se trata de una gran película que convierte una historia algo simple en un poema visual de fuerza extraordinaria. El desafío para competir con semejante precedente es enorme, y la charlatanería típica de vendedor de Mortier puede ser un arma arrojadiza para la reputación de la ópera. Aunque en algo lleva razón Mortier, nadie se va a acordar de nada en unos meses.
También se ha repetido que venían a Madrid más de 14 directores de los teatros de ópera del mundo mundial, más de 70 periodistas y críticos internacionales, etc., que el mundo nos estaba observando por estrenar esta ópera americana, que esto nos ponía en la agenda internacional y demás retahíla.
Y llegó el estreno
En suma, que se acababa el ruido y comenzaba la hora de la verdad. Asisto a la segunda función de abono, considerada como una de las más delicadas. El público es correctísimo, hay deserciones y huecos en el aforo, pero nada grave. Veo algún famoso (no diré cual) y gente expectante. No hay ni asomo de escándalo o simple polémica, digámoslo en honor de ese público del Real del que tanto se desconfía. A alguno no le gusta y se marcha silencioso durante la ópera, conté cuatro personas en el patio de butacas, no es apenas nada. Termina la función, ni un gesto desaprobatorio. Oigo a una pareja de cierta edad decir: “a mi me ha gustado”. ¡Bravo! A mi alrededor, unos pocos no aplauden y salen rápido, pero en silencio. La mayoría aprueba y aplaude. El trabajo en general es bien recibido y valorado, el aplauso está entre lo generoso y lo discreto. En Francia dirían que es un “succès d’estime”, traduzcamos como un éxito protocolario y elegante, pero en el fondo, una interrogación, un aprobado alto que, para el porvenir de esta ópera, es muy poca cosa.
Naturalmente, el público de un estreno no tiene por qué acertar; pero retengo que todo es elegante y comedido. La historia gay no mueve un músculo de un supuesto escándalo. Nos vamos haciendo mayores y esto es ya una muy agradable constatación. Subrayemos, de paso, que la historia de Brokeback Mountain está contada de manera sumamente correcta, lo fue la narración que Annie Proulx publicó en The New Yorker, lo fue la película y lo es la ópera. Hay que ser muy rufián para escandalizarse.
En realidad todo es normal excepto la expectación provocada por la máquina difusora del Real. Se dirá que es lógico que un vendedor busque sobrevalorar su producto; estimable incluso. Pero el género operístico está en perpetuo debate y hay conceptos desestabilizadores que si se usan de manera zafia terminan confundiendo. Veamos.
¿Qué es una ópera?
Una ópera no es un artefacto capaz de contar todo tipo de historias y menos en las últimas décadas. Curiosamente, son muchos los que piensan lo contrario y, al propagarlo, emborronan el poco campo útil que le queda el género lírico. Sin entrar en honduras, podríamos empezar diciendo que una ópera no debe contar historias que están ya maduras en otras formas expresivas, por ejemplo el cine; si lo hace, lo hará mal.
Sin embargo, la publicidad que ello conlleva lo hace irresistible. En Madrid hemos visto en pocos meses dos ejemplo: este Brokeback Mountain y, hace pocos meses, Il Postino, deudora de la celebre película El cartero y Pablo Neruda, de Tornatore. Salvo la deuda con el cine, nada empareja estos dos títulos, pero su proximidad en el cartel nos permite evaluar lo que se gana o pierde en su paso a la ópera.
Il Postino tiene una música de un pelaje ecléctico a cargo del compositor mexicano Daniel Catán, fallecido en 2011. Ha sido defendida por Plácido Domingo y, por ello, tiene una cierta popularidad. A Madrid llegó sin Plácido por motivos de salud del tenor madrileño, lo que la privó de un fenomenal enganche.
Brokeback Mountain es una propuesta del compositor neoyorquino Charles Wuorinen (1938), un compositor de escuela “modernista”, según se diría en EEUU. Wuorinen es un excelente músico, pianista, director, animador de eso que hasta hace poco aún se podía llamar “música contemporánea”. Su línea estética es clara, proclama a Schoenberg y a Stravinsky como sus abuelos, a Carter y a Babitt como sus padres y todavía tiene sitio para otros parientes en los que él cita gustoso a Varèse o Stefan Wolpe. Para la idea que nos hacemos, o que nos han vendido, de lo que son las corrientes principales en EEUU, Wuorinen es rara avis. Allí parecen mandar los minimalistas (Philip Glass o John Adams en la ópera), los herederos de una vanguardia a lo Cage o Feldmann o los eclécticos que recuperan la retórica tonal y tradicional.
Poco o nada se sabía de Wuorinen en España, ni siquiera en los círculo informados. No entraba en ninguna de las citadas categorías. Cuando se le escucha, destaca sobre todo la huella de uno de sus abuelos, Arnold Schoenberg. De Stravinsky aparecen gestos, especialmente de su periodo americano y serial. Para los más familiarizados con la marcha de la creación musical del último medio siglo, Wuorinen es un compositor solvente, algo anclado en la música “moderna” del periodo central del siglo XX y un punto académico.
Así que su fijación en un tema como el elegido para realizar lo que iba a ser su tercera ópera no deja de ser algo curioso. En Brokeback Mountain se cuenta una historia de amor bastante simple, solo le da algo de picardía el hecho de que sean gays. Sus protagonistas son dos vaqueros (en realidad cuidan ovejas, podríamos decir pastores), rudos y con pocas cosas en la cabeza.
Su historia de amor, súbita y algo forzada, se convierte en lo más importante que les sucede en su vida (no se enamoran por un filtro, como Tristán e Isolda, pero lo hacen por una borrachera en un entorno duro como lo es la temible montaña Brokeback en Wyoming, en una noche de soledad obligada por pasar el verano allí arriba). Los pastores que circulan por Don Quijote no tienen mucho mayores argumentos para sus ardientes amores, dicho sea de paso.
El maldito realismo
Pero la auténtica clave de esta historia es cómo se cuenta. Es una historia de un realismo áspero. Ang Lee lo solventa en la película filmando el abrupto paisaje como un auténtico personaje. El lenguaje fílmico convierte en sustancia los silencios, las pausas, las miradas, la pequeñez del ser humano en medio de territorios de fuerza telúrica.
La ópera recupera lo que la película elude, diálogos y discusiones cuyo relieve es nimio, cuando no estúpido. Quizá no tenía otra solución, pero la desventaja es gigante. ¿Cómo pueden expresarse en canto frases como “me gustaría bajar al pueblo, tomar unas cervezas y echar un polvo”? (cito de memoria, el Teatro Real ha suprimido el libreto en sus programas de mano, lo que es lamentable en un estreno mundial).
Es misión imposible expresar en canto las necias discusiones entra los dos muchachos y sus esposas respectivas; peleas típicas como: “…tu sales a emborracharte y yo me quedo en casa a cuidar a los niños. ¿Por qué no podemos ir al cine, salir de compras, tener dinero para poner un teléfono, comprarle a las niñas lo que pidan…?”, (sigo citando de memoria). Y el resultado de esa misión imposible es que lo que podría ser la expresión de una infelicidad profunda se convierte en algo banal y ridículo, y lo es porque falla la expresión artística.
Wuorinen crea una música atonal, de una abstracción modulada por un manejo del ritmo que él denomina como una de las claves americanas. Pero atonal. Esto no plantea problemas en el tejido puramente instrumental. Ahí Wuorinen está cómodo y encuentra sus mejores talentos. Hay partes orquestales excelentes, aunque recuerden a Schoenberg. De hecho, hay partes menos excelentes que no recuerdan a Schoenberg. Pero, en general, Wuorinen ha creado una partitura orquestal de muchos quilates.
Pero en la ópera hay que cantar, y Wuorinen no se sale del guión. El canto abstracto, atonal (no sé si es dodecafónico, no es fácil detectarlo al oído en una sola audición) tiene una inexpresividad funcional que si no se considera como tal se vuelve en contra rabiosamente.
Curiosamente, Wuorinen declara que le encanta Moses und Aron, de Schoenberg, y que la ha tenido en cuenta en esta obra. ¡Caracoles, caracoles! Schoenberg había considerado que Moisés no puede cantar como metáfora de un personaje que tiene dificultades para el habla, pero también, de alguien que no encuentra el verbo para dialogar con dios: “¡Oh, palabra que me faltas!” Proclama Moisés en lo que ha quedado como final de la inconclusa ópera. Por su parte, Aaron tiene la locuacidad de quien se sabe solo un intermediario. La riqueza de metáforas de esta visión es asombrosa.
Pero Wuorinen se aplica a un esquema similar para sus dos personajes. Ennis del Mar, el vaquero introvertido, comienza la ópera con un parlato, a lo Moisés, que afortunadamente no mantiene. Mientras que Jack Twist, el extrovertido y hablador, se muestra como una suerte de Aaron. Nada bueno puede traer este paralelismo, aunque el compositor solo lo puntúa al inicio de la ópera.
Gradualmente, los dos chavales (luego se hacen adultos a una velocidad que el espectador apenas asimila) van cantando más. Y cuando ya cantan todos, surge la certidumbre de la incongruencia: esos textos, esos conflictos, esos dramas no encuentran una expresión apropiada en la cantinela abstracta que Wuorinen propone. En suma, es cantar por cantar, y eso es lo peor que le puede pasar a una ópera. El realismo de la narración repele el canto que propone Wuorinen. No llega a ser desagradable, es simplemente innecesario. Voltaire reprochaba a la ópera ser un arte absurdo, nadie habla cantando. Salir de esa maldición implica encontrar una unión indestructible entre música y texto, entre melodía y palabra.
Mortier dicen que dijo a los responsables del proyecto, “que no se parezca a Puccini, que se parezca a Wagner”. Finalmente, ha sido Schoenberg pero sin Schoenberg. Al margen de las fobias de Mortier respecto a Puccini, ojalá hubiera encontrado esa línea. Solo Puccini ha salido victorioso en la musicalización del realismo narrativo en historias simples. Está Alban Berg, pero no son historias simples, además, los genios no son la mejor comparación.
Otra ópera americana
¿Podría haber sido de otro modo? No creo que haya que pedirle eso a Wuorinen. Esta ópera es la que quería hacer, es un trabajo excelente, pero es una ópera posiblemente fallida.
No sé por qué se me vino a la cabeza otra ópera americana reciente: Mujercitas, de Mark Adamo. Ecléctica, seguramente empalagosa, sin rehuir el combate con lo sensiblero, Mujercitas (1998) se lanza sin complejos a la búsqueda de una relación más afectiva y efectiva entre texto y música. Además, tampoco es una mala elección. El texto de Louisa May Alcott contiene elementos magníficos; es un elogio de la moral tradicional de la América del siglo XIX, de acuerdo, pero es también una reivindicación feminista bastante notable para su momento.
Mark Adamo, por su parte, es un compositor “sin complejos”, le gusta la ópera sin aprioris estilísticos y, como dice la Wikipedia en el segundo renglón de su biografía: “…es abiertamente homosexual y vive con el compositor, su compañero, John Corigliano, en Nueva York, desde hace 14 años”.
No es un mal ejercicio comparar esa Mujercitas postmoderna y ecléctica en su música, y esta Brokeback Mountain “moderna” aunque de una modernidad de nuestros abuelos. Comparación que aclara hasta cierto punto dónde está la trampa de la ópera. A saber, ¿quién la sirve mejor, el que la hace cantar como sea, con lenguajes de préstamo y una visión ahistórica o el que le proporciona una pátina de modernidad a riesgo de que la narración y la música no se encuentren, al modo de las paralelas?
Mientras se piensa en esto, yo concluiría mi comentario sentenciando que lo que se ve y oye en el Teatro Real es un trabajo muy estimable, al menos en la parte musical, y una ópera extremadamente problemática, quizá fallida. Habrá gente a la que le guste o interese, llevará razón, ¿por qué no? Pero la prueba de la ópera es inapelable. Quien dice que le gusta que se pregunte, por ejemplo, si volvería a verla.
www.teatro-real.com
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