De Lübeck a Travemünde, érase una vez el veraneo
La primera vez que Thomas Mann divisó o evocó la Laguna de Venecia no pudo sino pensar en la Bahía de Travemünde; rememorar el verano, y al decir verano, decimos infancia.
El Adriático y el Báltico tienen a priori poco en común, su horizonte y su meteorología difieren. La primera línea de mar de ambas, no obstante, guarda entre sí cierta familiaridad. Strandkörbe a rayas, bañadores de forzudo circense, cisnes lamiendo su baja salubridad: su lámina de estanque inacabado. Niños correteando, velas triangulares, madres de punta en blanco, árboles sumergidos. Recuerdos y vaticinios. La mañana se ha levantado indecisa. El azul dudoso del cielo, no se sabe si azul cielo o camuflaje de tormenta al acecho. Agosto en el Báltico es sinónimo de achaques meteorológicos. Todos en el fondo tenemos alma de dominguero.
Pese a su pésimo expediente académico, Mann, Thomas, pasó los mejores años de su vida en Lübeck. Es una de las citas que el visitante de la Buddenbrookhaus lee nada más adentrarse en la casa museo del homónimo libro. Mann, el hermano mayor, Heinrich, era más aplicado si nos atenemos a sus notas del Katerineum, ambas expuestas al escarnio público siglo y medio después.

Lübeck desde Pariner Berg
Su padre, el de Thomas y Henrich, dejó escrito en su lecho de muerte al futuro tutor de ambos, que disuadiera a Heinrich de sus cuitas literarias. De Thomas, no tenía sospechas tan fundadas. Al contrario, estaba convencido de que se convertiría en un gran Kaufmann. De poco le sirvieron las consignas póstumas al previsor padre. Thomas Mann terminaría recogiendo el premio Nobel de Literatura en 1929 y Heinrich Mann empuñando de por vida la pluma a la sombra de su hermano pequeño. Ley de vida. El resto de avatares y recuerdos de la familia Mann o Buddenbrook, uno no sabe bien donde empieza una y termina la otra, siguen en parte catalogados en el número 4 de la Mengstrasse. La casa más blanca de la rojiza Lübeck.

Gymnasium Katerineum
El Gymnasium Katerineum sigue un siglo después a pleno rendimiento. En Schleswig Holstein empiezan las clases a principios de agosto y desde hace unos días el antiguo instituto de Thomas Mann, la pesadilla matutina de Hanno Buddenbrook, está invadido de bicicletas. Toda Lübeck está infestada de dos ruedas. Los agentes de tráfico de la operación retorno vigilan tanto más el tráfico a pedal que el resto. Alguno Hanno apresurado no se libra de la consiguiente multa por no llevar casco, no respetar el semáforo bici o exceso de velocidad.
Herbert Frahm, paisano de Thomas Mann, y segundo Premio Nobel de Lübeck, no estudió en un centro tan elitista. En su escritorio, junto a lecturas de escaso corte burgués como los escritos de Rosa Luxemburg o August Bebel, destacan las novelas de Jack London. También está, editadas en dos volúmenes, Buddenbrooks, Verfall einer Familie. Lo he podido comprobar en la vecina casa museo de la Königstrasse.
Tampoco andaba sobrado de dotes adivinatorias el profesor de Frahm, que en su día alentó a la madre a alejar a su hijo de la política. “Halten Sie Ihren Sohn von der Politik fern!” Der Junge hat gute Anlagen. Die Politik wird ihn ruinieren” (“Aleje a su hijo de la político. El chico tiene buenas aptitudes, la política echará a perder su talento”). El 4 de abril de 1933 -Hitler apenas lleva dos semanas en la cancillería- Frahm hizo los bártulos -100 marcos y Das Kapital– y, con alevosía y nocturnidad, tomó el viejo camino a Travemünde. Esa tarde conoció un pescador llamado Paul Stoss. Décadas más tarde, el propio Stoss, en una entrevista a un periódico local, reconocía haber trasladado al intrépido polizón hasta las costas de Dinamarca. De allí Frahm fue costeando hasta pisar suelo noruego. Así empezó la aventura vital y política del que a la postre sería más conocido como Willy Brandt.
El museo de Willy Brandt, de quien este año se cumple su centenario, conecta por la parte trasera con el tercer y último premio nobel, hasta la fecha, de la estirpe hanseática. Günter Grass, el último Nobel de Literatura del siglo pasado, mantuvo una estrecha relación con el ex canciller socialdemócrata. Algunos afirman que, no en vano, muchos de los discursos de Brandt (Premio Nobel de la Paz) se debieron a la pluma del otro Nobel. Como ha cambiado la política, o quizás no tanto.
Merkel inicia su siega electoral en la Kohlmarkt. Carla y servidor nos dejamos caer por allí a fisgonear. Veremos en unos días si los verdes consiguen llevarnos a su misa particular del lunes. Su greenday insta a no servir carne en los restaurantes el primer día de cada semana. ¿No les recuerda esto un poco al viernes católico apostólico romano?
En el Kandinsky sirven el singel malt como prescribe el canon escocés, sin hielo, sin limón, y con un vaso de agua del tiempo anexo. Quizás sea la primera noche de agosto, finales de agosto, que no se echa de menos la manga larga. Una de esas noches en que uno gusta de pasear en bermudas y polo de manga larga. Náuticos claro. Y el muelle de la bahía. Y ya tenemos el spot de las rebajas de otoño. Por suerte, yo no me desprendo de las espardenyes hasta bien entrado octubre.
Pues eso, que en el Kandinsky, lejos de socializarme, intentarlo al menos, agarro Die Zeit. El prestigioso semanario alemán, que todo hipster o ausgebildete debe, de tanto en tanto, hojear y asir en toda su promiscuidad intelectual. Abrir un periódico sábana confiere galones a su lector, pero si además se lee con gafas de diseño y semblante serio, no duden de que tienen delante a una persona respetable. Ah, por cierto, nunca en tablet. Die Zeit se lee en papel y con gafas (se tenga o no presbicia). Es como el whiskey, siempre sin hielos. Algunos lo utilizamos de mantel, una vez desentramada su exquisita papiroflexia, ya no queda espacio útil en la mesa, no digamos en la barra del bar. Servidor arrambla con la mitad del Kandinsky. ¿A quién se le ocurre leer Die Zeit en la barra de un bar?
Uno de los desplegables contenía la crónica de Bayreuth, la crónica del bicentenario, del año Wagner ni más ni menos. Os creeréis que, tras concluir la lectura de su interminable página, apenas era capaz de encontrar un único párrafo de contenido puramente musical. La niñata a quien Die Zeit pagó la estancia y las entradas en Wagnerlandia (transporte exclusive, ya se encarga de recordarnos ella que llegó a la famosa colina haciendo autostop) no dedica el mínimo esfuerzo a proporcionar detalle operístico alguno al lector. Se limita a repetir por activa y por pasiva que Bayreuth es una farsa (un aspecto en el que se puede estar muy de acuerdo) y se detiene a hablar de la señora de la limpieza, de los duendes de jardín y de sus neuras de adolescente. Esta niña prodigio del teatro contemporáneo alemán, como nos hace saber la nota al pie, no hace con su crónica sino ratificar la farsa bayreuthiana. Sus pinceladas en Die Zeit son parte sonante de la misma. Creo que no terminé de leer el artículo.
Todavía me quedaba pendiente una parada, no prevista a priori. Muy cerca de la concurrida Hüxstrasse, a un paso del Kandinsky, se halla el Portocherry, tasca luso-española de propietario italiano, que se cierra en redondo a hablar italiano y mucho menos a incluir pasta en su carta. El mero hecho de pronunciar la palabra lasagna puede conllevar la excomunión del local. Allí, en la barra, en frente de su Estrella Galicia, el amigo Gabino apura su última cerveza antes de regresar a su Vigo natal. Sorprendido de haber encontrado en pleno Báltico cerveza de casa, al igual que yo ante la hilera de las, supuestamente exóticas, Hierbas Palo Túnel (defenestradas por no pocos alemanes, aunque no por ello dejen de consumirlas).
Gabino hacía la última parada y fonda de su tour hanseático. Mochillero de temporada, Gabino se plantó una semana atrás con lo puesto en Hamburgo, el equipaje de mano alla ryanair, y se compró una bicicleta de segunda mano (por lo menos) para andar con ella durante sus días de vacaciones. Graciosa construcción donde las haya, la de andar en bici. Tras sus buenos 300 o 400 kilómetros en bicicleta de paseo de tres velocidades, tenía que desprenderse de la misma. A la mañana siguiente me llamó para comunicarme que la bici era mía (tercera mano, por lo menos): “está aparcada en el tercer árbol de la glorieta posterior a la Hauptbahnhof”.
Esto era lo que él creía. En el tiempo que me transmitía plenos poderes sobre su bici vía sms, sin yo saberlo, alguien ya la había robado. El dilema radica en saber si la bicicleta fue robada a Gabino o me la robaron a mí. Difícil dilucidarlo máxime cuando uno no sabe que es su propietario. Durante unos minutos, unas horas, quiero pensar, fui titular legal de una bicicleta de tercera mano. El candado lo he extraviado, a saber dónde, de vuelta a casa.
Verdi también tuvo también su momento en el Schleswig Holstein Musik Festival. Creo que este año ha servido ante todo para redescubrir al italiano. A Wagner el año se le ha repetido. Dan ganas de gritar: no más Wagner, por favor.
Quién siga pensando que Verdi es un compositor de arias y coros pegadizos, de triunfalismos nacionalistas y ligereza italiana, debiera a estas alturas haber ya salido de su error. Los escasos prejuicios que me quedaban sobre el maestro de Busseto, se han desvanecido del todo después de escuchar las Quattro pezzi sacri, probablemente de lo mejor que ha escuchado Lübeck este verano.
Uno se da cuenta hasta qué punto el italiano amaba la escritura vocal al asomarse a esta maravilla, tan infrecuente como bella. Rolf Beck hizo honor a la composición y logró sacar petróleo del Coro del Festival. Especialmente en el Te Deum final, repleto de sabias, atrevidas e inusuales ideas que hacen de esta obra un rara avis sin parangón. Hacia el final del Te Deum, del coro a pleno pulmón emerge una voz solitaria de soprano. En el momento más inesperado invoca al cielo y ningunea a todo el coro restante, logrando un efecto insólito, una especie de espejismo ante el cual la música sólo puede enmudecer. Hay obras que no deberían ser aplaudidas.
En la explanada de la St. Petrikirche se suceden en agosto lecturas declamadas de libros propuestos y leídos por el propio público. Hoy corría brisa y el cielo plomizo ha decidido a los organizadores a trasladar la lectura del patio exterior al presbiterio. Al término de una deliciosa incursión en El Cartero de Skármeta, un adolescente, cuya timidez sólo superaba su bella fisonomía nórdica, se ha ajustado el acordeón y se ha marcado un tango en plena iglesia. Tocaba con una cierta inseguridad, suspense casi, pero con verdadera devoción y sentimiento. En modo alguno su forma de tocar era afectada, sonaba, no obstante, profunda, honesta y ante todo emanaba sentimiento. Cuando ha terminado, me han entrado unas ganas irresistibles de aplaudir. Un tango en una iglesia bien merece un aplauso. El punto justo de amargura a una tarde ya de por sí desapacible.
Lübeck tiene seis campanarios y otras tantas campanas. Seguramente su tañido fue el primer contacto sonoro de Bach con la ciudad de Buxtehude. El lector de Buddenbrooks también las ha escuchado interiormente, su sonido forma parte íntrinseca del libro y eso que hace 70 años que yacen hechas añicos sobre las losas de la Marienkirche. No es extraño que Thomas Mann las rememore en varios pasajes, el dormitorio de Hanno daba directamente al ala izquierda de la vertiginosa Marienkirche. Un recordatorio para las eternas noches de insomnio infantil. Así van doblando, uno sabe que ya le queda menos a su desvelo, menos para tener que salir corriendo hacia el Katarineum.
Por entonces Mann a buen seguro no sospechaba que esta maciza nota musical suspendida a casi cien metros de la Tierra, terminaría a ras de suelo, cual ruina sonora, inútil para su fin. De los seis campanarios de la ciudad, tres quedaron arrasados tras los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. La histórica campana quebrada, retirada en una capilla posterior, tiene algo de poético Mahnmal. Un cirio vela su largo silencio como si su eco no se hubiera extinguido del todo, setenta años después de su último gong.
Del mismo modo Brandt, Frahm todavía, no podía sospechar que la desembocadura del río Trave, décadas más tarde de su huida a Escandinavia, marcaría la frontera entre la BRD y la DDR. El muro de Berlín llegaba, en cierto modo, hasta el Báltico para sumergirse en su Lübeck natal, entre Priwall y Travemunde, en adelante pertenecientes a dos países distintos.
Hoy la antigua marca del telón de acero delimita la frontera entre la playa nudista, FKK (Freie Körper Kultur en lenguaje políticamente correcto), y la zona de baño convencional. En esta costa, un siglo atrás, nació el turismo de sol y playa. Durante la era soviética fue tierra de nadie, vetada al paso de toda alma humana. Muestra de ello: la gran biodiversidad de esta cuña verde y los viejos cascotes de hormigón junto al vecino lago salobre, apenas escindido del Báltico por un par de dunas. Una curiosa foto ilustra el aspecto de la playa durante la Guerra Fría. Durante años el voleibol fue el único deporte que pudieron compartir alemanes del Este y del Oeste. Una zanja de espinos hacía las veces de red. Con el tiempo perfeccionaron el invento e incorporaron a un juez de silla. Ni que decir tiene que el juez de silla tenía el arma a mano, por si alguno invadía la red contraria.

Travemünde
He llegado a Travemünde por el viejo camino de Lübeck a Travemünde, por el camino anterior a la Guerra, siguiendo las indicaciones de un lugareño en un perfecto no hochdeutsch. El mismo camino que quizás algún día hicieran los hermanos Mann, hoy sembrado de modernos molinos de viento. La gente viaja hoy más que nunca. Pero, o por ello, cada día, el catálogo de caminos olvidados no deja de crecer. Por lo demás apenas se advierten señales de vida hasta llegar a la costa.

La Última Cena en Travermünde
A las 8 de la tarde, Travemünde se vacía. A las 9, Thomas, Henry y sus hermanas pequeñas escuchan desde la estación de Lübeck las campanas de su vecina Marienkirche. A las 10, desde sus alcobas, bajo la colcha, en la Buddenbrokhaus de la Mengtrasse, el tañido es si cabe más nítido. Si hacemos caso al museo, entre estas paredes vivió el escritor sus días más felices. Fósiles sepultados por el Báltico. Las medusas deshidratadas notan la caricia de la pleamar. Los castillos de arena se quedan huérfanos. Ninguno sobrevive al invierno.
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