Pollini, la ‘Kreisleriana’ y sus circunstancias
Las circunstancias de Schumann nos referimos. De cuando el compositor no había domesticado su talento y este fluía entre el orden y la patología, entre la videncia y la fiebre, el ímpetu y el desconsuelo. Ese abatimiento reparador e inusitadamente creativo.
El nervio juvenil del septuagenario Maurizio Pollini puso en pie a la Musikhalle de Lübeck tras un tête à tête con Schumann y Chopin. El titánico tour de force con Schumann (Kreisleriana op.16 y Concert sans Orchestre en fa menor op.14) y la segunda parte, algo más liviana (Sonata número 2 en si menor op.35, Barcarola op. 57 y la Polonesa en La Mayor), se saldaron con dos propinas y cientos de autógrafos a la salida.
Heimlich y unheimlich pueden ser antónimos o casi sinónimos, según se mire. Cuando se trata de E.T.A. Hoffmann, Schumann, Baudelaire o Freud lo doméstico (heimlich) y lo desconocido (unheimlich) son limítrofes. En El Canto de las Sirenas, Eugenio Trías desarrolla una interesante disección de este bello, a la par que inquietante, término. Sigo sin entender la Kreisleriana, me queda mucha Unheimlichkeit por indagar. Sea como sea, la entrega absoluta del pianista milanés a este agotador soliloquio pianístico aporta nuevas pistas al rompecabezas.
Pollini toca por momentos como un adolescente. No duda en incorporarse y levantarse de la banqueta para apuntalar el acorde, para imprimir la dinámica requerida. El ímpetu no le ha abandonado, hay algo del joven Pollini de los Estudios chopinianos que persevera. En su interpretación el reposo es un estado transitorio, fugaz; prefiere el conflicto musical al desenlace.
Arrancó un tanto precipitado. Sentarse y empezar a tocar es para él una misma cosa. Ni pausas meditativas previas, ni ejercicios de respiración. Pollini se zambulle sin pensárselo dos veces, nada de mojarse primero los pies. Quizás el cronista no ha escuchado con el debido detenimiento esta Kreisleriana, página imprescindible de la literatura pianística, y por ello se le antoja una masa informe de música poseída. Continium cíclico, a veces díscolo, como la rotación de una peonza. Por el contrario y por contraste, los momentos de sosiego de sus pasajes pares (2, 4 y 6), si nos dejamos guiar por el gran Alfred Brendel, brillan con mayor fulgor que nunca. “Sólo tras pasajes tan desgarradores puede uno lograr una paz e introspección semejante”.
Las notas de Jens Hagenstedt ayudan al espectador a entender el pretexto programático de esta inclasificable obra y el porqué de su nombre. Kreisleriana es un latinajo (plural de Kreislerianum, como Carmina lo es de Carmen). Deberíamos referirnos a ellas, pues, y no a ella. Inspiradas a partir de la lectura de dos relatos de E.T.A. Hoffmann, y especialmente bajo la misteriosa áurea del organista Johannes Kreisler, personaje ficticio de los mismos, estas ocho estampas pianísticas deben ser entendidas, según Hagenstedt, “como un psicodrama en torno a la vida del artista romántico”. No es de extrañar que Claude Chabrol eligiera esta obra para ambientar su thriller Les fleurs du mal.
Aguas turbias y revueltas, la mayor de las veces. Remansos esporádicos, que parecen contradecir la lógica discursiva. Una obra ciclotímica como a buen seguro lo fue el padre de la criatura. Pollini se creció conforme avanzaba y se dejaba llevar. A pesar del orden oculto que esconde y estructura las Kreisleriana, sólo abandonándose a ellas puede quizás uno entender en su medida la complejidad de esta media hora de desvaríos, visiones y batallas internas. Para cuando el italiano alcanzó el fugatto final, la maquinaria polliniana estaba ya engrasada y el público de Lübeck pudo, acto seguido, gozar de un Concert sans Orchestre, donde Pollini se vació y brindó lo mejor de sí mismo y de toda la velada.
Las Kreisleriana lleva en su dedicatoria el nombre de Fryderyk Chopin, destinatario íntegro de la segunda parte del recital. Parece ser que ni esta deferencia le sirvió al compositor alemán para ganarse palabras de gratitud del genio polaco, quién no tuvo reparo alguno en cuestionar que aquello fuera música. En similares términos, se pronunció Schumann a la hora de valorar el último movimiento de la Sonata número 2 de Chopin, obra que Pollini eligió para abrir la segunda parte. El alemán cuestionó entonces que aquello fuera una sonata, aunque entre líneas esbozara un generoso piropo. Es algo más que una sonata, “una meditación sobre la muerte y la nada”.
De esta segunda parte, dedicada íntegra a Chopin, nos quedamos con la Marcha Fúnebre y ese Presto inefable de su Sonata en si menor. Como buen mediterráneo, Pollini se creció en la dificultad y en el aprieto. No conoce el término medio, su Marcha Fúnebre tuvo algo de claroscuro, de Caravaggio. Su ámbito natural es el de la música turbulenta, tenebrista casi. No le gusta la espera en la trinchera.
Una vez más reseñar el abrupto contraste entre el tono tétrico y la dosis de morfina contemplativa inyectada en el tercer movimiento de la presunta sonata chopiniana. Junto al prodigioso bosquejo final, que la cierra y donde asoman visos de César Frank e incluso Olivier Messiaen, y su segunda y última propina, la Balada nº1 de Chopin, Pollini rayó de nuevo a su mejor nivel. Quizás las Kreisleriana se acerquen en el fondo más a la forma sonata. Quizás la segunda sonata de Chopin se aleje de ella y envidie la forma libre del enigmático Kreisler. Por ello no se equivocó el crítico lübeckés que tituló su reseña con un sucinto “Érase una vez la vanguardia”.
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