La tortura como esperanza de la ópera
Il prigioniero y Suor Angelica en el Teatro Real
Desde el 2 de noviembre se podrá ver en el Teatro Real de Madrid un programa doble de óperas cortas del siglo XX: Il prigioniero, de Luiggi Dallapiccola, y Suor Angelica, de Giacomo Puccini.
Se trata de una coproducción entre el Teatro Real de Madrid y el Liceu de Barcelona conducida por un equipo artístico de gran solvencia, el director musical alemán Ingo Metzmacher y el director teatral catalán Lluis Pascual.
A priori, el mayor interés parecía el de poder escuchar por primera vez en Madrid (y no sabría decir si en España, pero es muy posible), la ópera del italiano Luigi Dallapiccola Il prigioniero. Dallapiccola (1904-1975), es una de las grandes voces de la composición italiana del siglo XX, fundamentalmente del periodo central del siglo. Fue una personalidad muy comprometida con la defensa de la dignidad humana y con el tránsito del lenguaje musical hacia la vanguardia. Antes de Il prigioniero, Dallapiccola ya había llamado la atención con su ópera Vuelo nocturno, basada en la célebre narración de Saint-Exupéry.
La prisión como metáfora
Il prigioniero fue concebida justo al inicio de la Segunda Guerra Mundial, pero se comenzó a componer a finales, 1944, quedó concluida en 1948 y se estrenó en 1950 en Florencia, ciudad en la que vivió Dallapiccola, dentro del marco del XIII Maggio Musicale.
Con Il prigioniero, Dallapiccola aplica por vez primera a una ópera suya la técnica dodecafónica, siendo pionero de ello en el país transalpino. Pero, sobre todo, en esta ópera Dallapiccola plasma su obsesión por la libertad humana vista desde el prisma de su ausencia más cruel. El entorno social de esos terribles años dejó una huella indeleble: cárcel, torturas, ejecuciones…, un campo abonado para reflexionar sobre la naturaleza humana desde las experiencias más terribles.
El libreto, preparado por el propio compositor, partía de uno de los Cuentos crueles, del escritor francés Auguste Villiers de L’Isle-Adam, donde se describe el sadismo último de un carcelero, que hace creer a un preso en su futura libertad permitiéndole, aparentemente, escapar, para atraparle in extremis antes de su inminente ejecución.
A esta historia, casi gótica, Dallapiccola entrecruza otra, Lamme Goedzak, del escritor belga Charles de Coster. En ambas narraciones, el sistema opresor es el español del siglo XVI, pero si en el cuento de L’Isle-Adam se trata de un judío aragonés víctima de la Inquisición, en el cuento de Coster se habla de la historia de la opresión de Flandes. Los españoles, en todo caso, no salimos guapos en ninguna de las visiones; paradoja además de que en el momento de la composición de la ópera el encantador país inventor de la tortura de la Inquisición se encontraba bastante machacado por otra dictadura de la que, al menos, los europeos se habían librado cuando esta ópera vio la luz.
Con estos mimbres, Dallapiccola creó una ópera de auténtico terror psicológico, más cercana a las pesadillas y al análisis del sufrimiento de Kafka que a cualquier cuestionamiento histórico de corte romántico sobre los excesos de la tortura. Para Dallapiccola, lo esencial era ahondar en el pozo de la naturaleza humana desde la experiencia de un terror aplicado metódicamente para destruir las bases mismas de la identidad. Una experiencia familiar al siglo XX, desde las checas hasta Guantánamo.
La música de raíz dodecafónica puede ser un correlato excelente para expresar esta experiencia, aunque el dodecafonismo de Dallapiccola filtra no pocos puntos de anclaje con polaridades tonales, aires vagamente populares y, sobre todo, polifonía de atmósfera religiosa trabada con una maestría contrapuntística excepcional.
Se trata de una ópera, en cualquier caso, magistral que puede que haya encontrado más problemas para entrar en el repertorio a causa de su corta duración que a cualquier otra consideración, ya sea de lenguaje musical o de la dureza del tema. Y es que así es la ópera, se perdona mal que dure 55 minutos, como le ocurre a las de Ravel, peor que cualquier otra apreciación de orden expresivo o de lenguaje estético. Decir que algo de esto hay para que no haya llegado antes hasta nosotros esta carismática ópera puede ser una sospecha personal aguda, pero no tengo pruebas ante cualquier juicio que se me haga. En todo caso, maridarla con otra ópera corta, como es la tradición, no parece empresa fácil.
El convento como presidio
Cuando se anunció esta producción que junta Il prigioniero con Suor Angelica, tuve muchas prevenciones. Si el argumento de ambas parecía poco propicio al maridaje, las divergencias estéticas y musicales eran muy superiores. Además, Suor Angelica (de la que hablaré con más detalle) siempre ha tenido un grimoso punto de cursilería como anatema.
Pues bien, debo confesar que me equivocaba por completo y me corrijo: se trata de un acierto esta producción. Y tal confesión me obliga a detallar los argumentos. Suor Angelica es una ópera que sufre más que cualquiera de sus compañeras cuando se la desgaja de il Trittico. Concebida como segunda de una trilogía en la que la primera, Il Tabarro, tiene connotaciones de cine negro y la tercera, Gianni Schicci, goza de un reconocimiento abrumador como genial ópera cómica; Suor Angelica siempre aparece como una postal religiosa amarillenta y pía. Obviamente, todo esto son prejuicios, pero, ¿qué sería de la ópera sin prejuicios y opiniones simplistas y excesivas? Afortunadamente, su extraordinaria música y su trascendental carpintería teatral la salva de cualquier juicio negativo, pero, en suma, viaja mal.
Il Trittico (1918) es la penúltima producción de Puccini y, realmente, la última que acabó, ya que Turandot quedó sin finalizar de la mano del maestro. Estamos hablando, pues, de unas óperas plenas de sabiduría. Las dos últimas, además, es decir, Suor Angelica y Gianni Schicci, tienen la firma del mismo libretista, Giovacchino Forzano, quien se reveló como un literato operista excepcional en esta colaboración. Pero si en Gianni Schicci, Forzano comparte unánimemente la gloria de una invención prodigiosa junto a Puccini, se suele olvidar fácilmente que la misma mano inspirada se encuentra detrás de la historia de monjitas. Y resulta sorprendente ver y oír Suor Angelica tras la impresión gélida que deja la historia del infortunado prisionero de la Inquisición.
Suor Angelica cuenta la historia de una monja que ha sido ingresada en un convento para expiar el pecado de haber tenido un hijo ilegítimo en el contexto de una familia patricia italiana de finales del siglo XVII. En el convento, Angelica vive junto con las demás hermanas y bajo la tutela de las superioras, compartiendo anhelos, alegrías, disciplina y órdenes, para intentar olvidar lo que no puede, que un hijo suyo crece sin su presencia. El drama se desencadena con la llegada de su tremenda tía la Princesa, que le exige la renuncia a sus derechos a favor de su hermana pequeña que se va a casar (como Dios manda). Tras sus angustiosos ruegos, la tía reconoce, además, que su hijo ha muerto a causa de la peste. Angelica se derrumba y, al quedar sola, se envenena para, en la agonía, comprender que el pecado la condena. Ruega a la Virgen que la salve y le permita ver a su hijo y, con la mayor naturalidad, se le aparece la Virgen con su niño y la salva.
Esta historia ha resultado indigesta para no pocos. La ópera, a la que sigue inmediatamente Gianni Schicci, no te da apenas tiempo a pensar, para bien y para mal, hasta qué punto es pertinente como argumento operístico en pleno inicio del siglo XX. La música y el retrato vocal de los personajes es, además, prodigioso. Así que se corre un tupido velo sobre el milagro y cuando comienzas a destornillarte de risa con el bueno de Schicci ya ni recuerdas lo que te han contado antes.
Pues bien, Suor Angelica, liberada de la protección de sus compañeras de reparto, adquiere valores que se intuían, pero que de pronto se ven mejor. Lo más claro es el perfil más nítido del sistema coercitivo del convento. Los alegres juegos de las hermanas reciben en permanencia una severa mirada correctiva de las superioras. Pero el siglo XX ha dado mucho de sí, tras Foucault y sus análisis de los sistemas sociales represivos anidados en instituciones clave como cárceles, hospitales, cuarteles y, por qué no, conventos, resulta meridianamente claro el intento de incorporar un agente represor en el ámbito mismo de la intimidad.
Cuando la Abadesa le dice a Angelica que su tía la espera en el locutorio, resulta estremecedor escuchar: “¡Cuánto digáis llegará a los oídos / de la Virgen Pía!” ¿Para qué instalar unos micrófonos en el locutorio (que además no se habían inventado en el siglo XVII), si la Virgen, a modo de centinela incorporado a la psique de Angelica, lo escucha todo? Esa Virgen centinela no descansa y cuando Sor Osmina miente sobre el hecho de que guarda dos rosas en la manga, la Hermana celadora, que lo sabe todo como corresponde a un sistema coercitivo, la castiga haciéndola entrar en la celda: “¡Deprisa! ¡ La Virgen os mira!” La Virgen, en suma, lo escucha todo, lo ve todo y desde dentro de la subjetividad de cada hermana sabe valorar la pureza de sus deseos, anhelos e intenciones. Y las hermanas, en sus breves momentos de contacto, reflexionan sobre la legitimidad de cada deseo, acto o expresión.
Es, en suma, una red de control que puede llegar a proporcionar el mayor grado de castigo a quien duda o se sale del sistema social que el convento representa agudamente desde el aislamiento. Puccini era maestro en mostrar a mujeres víctimas inocentes que recibían un castigo excesivo por motivos nimios o inexistentes: Butterfly, Mimi, Liu. Angelica ocupa un lugar de honor en este panteón, lo que sucede es que se rebela ante tanto dolor y acomete el único acto de libertad que le queda: el suicidio, algo que había que corregir desde una salvación que quedaba algo acartonada desde el punto de vista del realismo, incluido el religioso, pero que era y es una necesidad dramática absoluta. ¿Cómo permitir, en una ópera corta, además, un castigo tan exagerado? Eso quedaría para creadores posteriores que se atrevieran a desafiar la función catárquica de la ópera desde ámbitos de vanguardia o de dolor social tan extendido como el que ya reflejaría la postguerra y lo que se sabía del nazismo, el fascismo o las dictaduras de corte comunista. Eso quedaría para gente como Dallapiccola que sabía ya que la crueldad del siglo no tenía apenas unas gotas de salvación.
Pues bien, esa inversión de papeles, la desesperanza absoluta de Il prigioniero como antecedente de una desesperanza matizada por el milagro operado en Suor Angelica, y que nos creemos por pura convención teatral, hace más luminoso el análisis de los modos de explotación y control de la persona que Forzano había incorporado sutilmente en el libreto de la ópera de Puccini.
La producción del Teatro Real
Naturalmente, la propuesta de Lluis Pascual es esa: dos ámbitos opresivos unidos por un elemento escenográfico común, una suerte de torre circular de pesadilla cuyas rejas permiten verlo todo. Para Pascual, se trata de dos formas de presidio. Pero no siempre las intenciones de un director de escena se cumplen, aquí sí. La asfixiante atmósfera de Il prigioniero revela los sutiles pero firmes controles coercitivos de Suor Angelica y le proporcionan a esta ópera una consistencia poco habitual.
Y como Lluis Pascual no ha querido contarnos otra ópera distinta a la que ve el público (algo que ya se nos estaba olvidando), se limita a remarcar atmósferas que sobresalen por sí solas a partir de la confrontación de dos obras diferentes. El resultado es extremadamente gratificante, vemos otra Suor Angelica sin que nos escondan la de siempre, la de Puccini.
Y esto tiene un premio maravilloso, ya que nos permite extraer la última lectura de esta ópera. ¿Qué pasa con el milagro? El milagro suele ser el gran borrón que mancha el sutil uso de unas dramaturgias musicales fabulosas, las de un maestro en la cima de su poder creador.
En este montaje, el milagro que “salva” a Angelica, se sobrepone a la ausencia de milagro del prigioniero. El espectador quiere que se salve el pobre preso de la Inquisición, esa cobaya del Inquisidor a quien se le permite una supuesta salvación. Se intuye que si se salvara no habría ópera, o sería más falsa que una espada de cartón; pero se tiene la necesidad psicológica de que se salve.
Esa necesidad frustrada se reconduce a la infortunada Angelica de la siguiente ópera. Aquí se sabe que se salva, pero uno siempre ve una buena ópera como si no la conociera y emocionalmente no podría soportar una ausencia de salvación. Sobre todo, porque Puccini era un maestro de las emociones y si incluso salvándose la protagonista, el público llora con facilidad, las lágrimas crecerían en diluvio si las injusticias que sufre la pobre Angelica no tuvieran un final emocionalmente adecuado.
Ahora bien, ¿qué es eso de que se salva? ¿Tanta necesidad tenemos de ello que nos vale el truco de la Virgen? Habría otra explicación que no rompería con la dramaturgia de Forzano/Puccini, La escena de la Virgen con el niño en la agonía de Angelica podría ser una alucinación del personaje; de hecho, su necesidad de creer en lo que va a aparecer en la escena es tan grande que no sería nada raro.
Esta explicación materialista del final de Suor Angelica apenas nadie tiene necesidad de ella, por más ateo que sea. Y la clave de ello esconde otro valor sorprendente de esta ópera. Puccini puede estar mostrando una extraordinaria metáfora de la ópera misma como género. Angelica sería la ópera, víctima de unas circunstancias cruelmente adversas y el milagro lo opera el autor. Puccini quiere salvar la ópera, lo que explica la extraordinaria calidad y pureza de su inventiva, así como el esfuerzo por dotar de carne a una peripecia tan difícil de sustentar. La ópera ha cometido algún pecado, pero, ¿merece tanto castigo? ¿Nada menos que su muerte? Pues bien, Puccini aplica lo mejor de sus esfuerzos para salvarla. También lo hará con la extraordinaria Gianni Schicci que vendría justo después.
Pero en Suor Angelica, el esfuerzo de salvar a Angelica/la ópera es demasiado teatral, tiene poco o nada que ver con la realidad, pero tiene todo que ver con el universo del teatro. Se dirá que es una metáfora muy forzada. Seguramente, Puccini y Forzano no tenían por qué verlo como yo lo plasmo. Pero el resultado que vemos ahora lo permite, y el trascendental esfuerzo que ambos realizaron para dar verosimilitud a una historia tan escasamente verosímil tiene mucho que ver con el misterio de la creación artística.
En todo caso, que esas ideas surjan a partir de una curiosa deslocalización de Suor Angelica, habla mucho y bien del acierto de una elección de programa que me tiene admirado aunque solo sea por lo poco que lo esperaba.
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Me ha encantado este texto. Me lo he leído de un tirón. Está todo muy bien explicado. Yo lloré muchísimo con Sour Angelica.
A mí pareció fascinante. El montaje maravilloso, el argumento y el trasfondo de il Prigionero, geniales, si bien creo que hay algunos errores de escena. En la escena de la tortura en que el detenido cuelga boca abajo, algunos de los militares parecían más estar haciendo footing en un gimnasio de boxeo que de verdad en una escena que era clave, y las alegrias folcloricas de Flandes, no encajan a la tensión narrativa del prisionero y su angustia. La traduccion del texto, por otro lado, era penosa. El texto ingles era infinitamente mejor que el castellano que no se quien destrozó. Por ejemplo, mientras en el original ingles se usaba todo el rato «hope» (esperanza), en el texto en castellano aparecia «espera» (de esperar… que no tiene que ver con la idea de esperanza !!!). O en Sor Angela causaba hilaridad ver que un carruaje del siglo XVI (asi descrito en inglés) era traducido como que «una berlina esta aparcada en la puerta». Insólito cosas tan groseras.
A mí me pareció valiente, un texto (pese a la abominable traduccion) soberbio, como lo es el cuento original, y que estaba basado en las experiencias de la II Guerra Mundial, pero podria estar perfectamente basado en las torturas sufridas por los luchadores sociales latinoamericanos en el 80. El furgon de los locos de Carlos Liscano o el Circulo de Henry Engler describen de manera unica la tortura de dos presos durante meses en Uruguay… El paralalismo y las ideas que traslucen los dos temas son absolutamente identicos.
Me resulto sorprendente la reacción del público. El Prisionero fue recibida con timidos aplausos. No gustó. Quizás porque es una obra de voces masculinas, de poco brillo acústico y en ocasiones «disonante» por la propia necesidad del libreto. Pero yo, lamentablemente, creo que por la dureza del escenario, del tema… a la bien pensante y burguesa gente del Real estas dosis de realismo le sientan fatal. Por eso, el cuento de monjas que sigue fue recibido con vitores y aplausos. Porque aunque sufrientes, al menos van de blanco, aparece la virgen y todo entra mas dentro del orden de lo que uno esperaria ver cuando va a la Opera. La gente no paga para ver La Batalla de Argel, y menos cuando lo que se esperaban era ver a Segismundo interpretando La Vida es Sueño. Y en el descanso habia opiniones de franco disgusto en el bar. Los canapés de salmón no casan con estas cosas… Por mi parte, un bravo entusiasta por la valentia del montaje y por el resultado.
El artículo es excelente. Solo comentar que Il Prigioniero se estrenó en España en versión de concierto en el Teatro de la Maestranza de Sevilla, en febrero de 2010, es decir, hace nada. Es increíble que una ópera de tanta calidad haya tardado tanto en caer por nuestro país.
La versión del Maestranza fue fabulosa. La dirigió Santiago Serrate y estaba cantada por Alfredo García (barítono) en el papel de «Il Prigioniero», Georgina Chakos (Mezzo) cantando «La Madre» y Gustavo Peña (Tenor) en «El Carcelero». La orquesta fue la de Córdoba.