Mefistofele o el mito fáustico del viejo Don Juan
Arrigo Boito. Mefistofele. Dir. Riccardo Muti. Sony Classical (2016). Ref. 889853349242
Sony Classical recupera una de las mejores interpretaciones de esta ópera de Arrigo Boito, 20 años después de su representación escénica en el Teatro de la Scala de Milán. El gran Riccardo Muti empuña la batuta, frente a frente con la poderosa voz de Samuel Ramey.
El origen de Fausto se remonta hasta el siglo XVI. Algunos relatos le describen como un abad corrompido hasta el tuétano del alma por los pecados del hombre; otras veces se presenta como un erudito alquimista, conocedor de las artes arcanas y capaz de leer el destino propio y ajeno en el dictado del firmamento. La adaptación teatral de Christopher Marlowe le dará fama internacional, aunque no sería hasta el siglo XIX cuando Goethe lo recuperara para devolverle una segunda juventud. La del autor alemán será la principal referencia en la que se inspirará Arrigo Boito (1842-1918) para su inmortal ópera, de la que hablaremos a continuación.
De versiones literarias de Fausto hay tantas como estrellas tiene la noche. En unas, Fausto es un suicida en potencia; en otras, un truhán asesino. Siempre caracterizado por una inteligencia brillantísima (y, justo por eso, altamente peligrosa), acabará arrepintiéndose de su malvada condición tras sufrir serios reveses amorosos a lo largo de su vida. Ésta es la diferencia más destacada respecto al mito de Don Juan con el que en tantas ocasiones se le ha emparentado. Adoptados como estandartes modélicos de la subjetividad romántica, ambos personajes eran muy proclives a hundirse incluso a sí mismos en el infierno a cambio de toda la eternidad que pueda durar un placer furtivo. Sin embargo, cabe considerar que así como Don Juan era un ligón de mucho cuidado, Fausto acusaba una patética habilidad para entablar sanas relaciones sociales.
El endiablado Mefistófeles que da título a la obra de Boito encarna el menosprecio sentimental y la incredulidad amorosa. No en vano, es la antítesis del infausto Fausto: mientras éste vende hasta su alma por un mísero instante de felicidad, el otro pasa el rato cortejando tontamente a Marta, la amiga de la ingenua Margarita, ignorando ésta lo que se cierne sobre ella. Tras sentenciar a su amada, Fausto se dejará seducir posteriormente por el pensamiento clásico. Ahí nos remite el libreto de Boito al cuarto acto, el del fugaz amor helénico de Fausto. Pero luego, sumido éste en una profunda melancolía, se encomendará a la vida contemplativa, quedando por fin fuera del pernicioso alcance de las tentaciones del diablo. Llegados a este punto, exclamará el protagonista unos versos que revelan sin lugar a dudas su extrema desafectación de todo lo mundano y todo lo utópico, antes de abrazar las verdades del Evangelio: “Todo mortal misterio conocí, lo real, lo ideal; el amor de la virgen, el amor de la diosa… sí… Pero lo real fue dolor y lo ideal tan sólo sueño”.
Gracias en parte a la rompedora versión de Goethe, el mito fáustico se convirtió rápidamente en pierda filosofal del tardo-romanticismo a caballo entre el siglo XIX y el XX. Prueba de ello es la deudora estética del cine expresionista alemán –véanse por ejemplo la película homónima de F. W. Murnau (1926) o el Golem de Boese y Wegener (1920) para constatar dichas afinidades–, pero también lo son los numerosos tributos musicales que le rindieron compositores de la talla de Wagner, Liszt, Mahler, Berlioz, Gounod, Busoni, Smetana o el citado Boito, entre muchos otros. Berlioz es quizá quien corrió peor suerte al hacerse cargo de musicar a Fausto. En un acto de soberbia envió su obra a Goethe, sin imaginarse que éste se la devolvería valorando aquel conjunto de notas disonantes como un montón de “expectoraciones ruidosas, graznidos, excrecencias y residuos del aborto de un insecto asqueroso”, según atestigua Alberto Zurrón en un reciente libro.
Tampoco empezó Boito con buen pie. El abucheo general con el que fue estrenado su Mefistofele en 1868 obligó al compositor a recortar la partitura considerablemente –¡sobrepasaba las cinco horas!–. La revisión íntegra le llevaría la friolera de doce años, pero el lavado de cara no causó el impacto que se esperaba. Sirvan como muestra las feroces críticas que recibió en Barcelona y Madrid. Antonio Pena y Goñi, por ejemplo, tildó la obra de “crema batida” que “sabe á leche cortada” y afirmaba con rotundidad que “todas las entradas que ha dado hasta hoy la ópera de Boito, se podían cambiar por una sola del Barbero de Sevilla”. A pesar de ello, no le faltaba algo de razón, pues la obra acusaba sobre todo de un exceso de almibaramiento en varios pasajes melódicos típicos de la ópera italiana que trufan este Mefistofele, en detrimento de otros momentos más logrados de clara influencia germánica. Respecto a lo dicho, Boito siempre se manifestó a favor del wagnerismo en cuanto al uso de la instrumentación y los arreglos, aunque en los aspectos melódicos tuviera que amoldarse a los gustos de su público patrio.
En conjunto, Mefistofele adolece de un cierto desequilibrio en cuanto al peso narrativo que ocupa cada escena. Por ejemplo, apenas pasa media hora entre la primera aparición de Margarita y su dramático final, mientras que la presencia del cuarto acto no responde más que al capricho del autor y no tanto a una lógica argumental bien definida. La inclusión de éste después de la trágica historia de amor entre Fausto y Margarita no aporta gran cosa al supuesto giro psicológico que experimenta el protagonista, hasta desencadenar su posterior arrepentimiento moral. Asimismo, sobran las opiniones negativas sobre el número coreográfico de las ninfas, tan cursi como obviable.
Pese a todos estos problemas formales, Mefistofele pone de manifiesto la buena mano de Boito para construir instantes líricos de una belleza sin igual. La lista de aciertos es mucho más larga que la de defectos, como trataremos de exponer aquí. Impresionante es, sin ir más lejos, el preludio introductorio; ahí, la entrada del coro angélico pone los pelos de punta, sobre todo al final de la salmodia Salve Regina, así como el épico regreso del coro seráfico en el epílogo (Ave Signor / Odi il canto d’amor). Enternecedora es el aria de la locura que padece Margarita en la prisión, escrita con el objetivo de que la soprano encargada se luzca en sendas florituras poniendo a flor de piel la sensibilidad de todo oyente. Es justo reconocer que este tercer acto es una maravilla de inicio a fin. También es digna de mención la frescura con la que se abre el primer acto, en medio de una fiesta popular, y la escena del jardín del segundo acto.
Sony Classical reedita ahora una de las interpretaciones más aclamadas del Mefistofele de Boito, concretamente la que dirigió Riccardo Muti en la Scala de Milán –teatro, por cierto, estrechamente ligado a la vida de Boito, pues éste proyectó algunas reformas que mejoraron sustancialmente la acústica de la sala–. Grabada en 1995, cuenta con las primeras voces de Samuel Ramey, Vincenzo La Scola y Michèle Crider, secundados por Eleonora Sankovic y Ernesto Gavazzi. El tenor italiano fue una sabia elección para el papel protagonista, pues la voz de Vincenzo La Scola dibuja con ternura el carácter enamoradizo de Fausto en escenas como la del jardín. Ramey está soberbio, ya sea en la manera como el bajo clava en el oído sus obsesivos “cammina, cammina” con los que azuza a un impertérrito Fausto o por el modo con que entra a saco en escena tras subirse el telón (Ave, Signore), cantando con telúrica voz al tiempo que mantiene una actitud burlona ante las torturas existenciales del otro. Ramey entendió bien la compleja psicología de su personaje, combinando notablemente el tenebrismo y la irreverencia. Esta confrontación de caracteres se hace más evidente en el contraste entre los escandalosos silbidos que representan el caos del mundo, invocado por el diabólico Mefistófeles, y la armonía celestial que cantan los ángeles en un susurro. Los primeros compases de la Noche de Sabbath ya avanzan la magnífica labor del coro de la Scala, hasta degenerar en la tensión sonora del desenlace en la citada escena, cuando Mefistófeles revienta la bola del mundo contra el suelo con sumo placer.
La versión de Muti no empalidece al lado de otras que, con el tiempo, se han consolidado como referenciales y reverenciables. Destacaremos la que dirigió Tullio Serafin con Mario Del Monaco, Renata Tebaldi y Cesare Siepi en el rol del bajo, aunque a título personal resulte más meritorio el vozarrón de Nicolai Ghiaurov –arropado por Pavarotti, Caballé y Mirella Freni en un disco fechado a mediados de los ’80–.
Lo cierto es que el nombre de Boito no estaba inicialmente llamado para brillar en ninguna constelación musical. Mecido en aristocrática cuna al nacer, nadie hubiera predicho que acabaría trabajando codo con codo con el mismísimo Verdi (suyos son los libretos de Otelo y Falstaff), aunque un malentendido los mantuviera reñidos durante casi dos décadas –Verdi creyó dirigidos contra él unos versos ofensivos de Boito–. Sus intereses literarios darían por fruto varios ensayos de temática musical –La música in piazza (1871), Mendelssohn en Italia (1889) y Dante y la música (1902); ¿para cuándo una reedición en castellano?– y la composición de dos óperas: Mefistofele y Nerone, que dejó inacabada al morir. Por lo que se ve, el destino de Boito parece que marcó poco a poco los dados a favor de la música: tal vez no sea casualidad que Boito viniera al mundo el mismo año en que murió Cherubini y a tan sólo siete de la muerte de Chopin, signos premonitorios de un cambio de época y estilo en la historia de la música europea.
La muerte fue otra constante en la ajetreada biografía de Boito, pues se salvó por los pelos de participar en un duelo en el que tenía pocas papeletas para salir ileso. No obstante, Boito terminaría sus días como senador aprobando el intervencionismo bélico de Italia en la I Guerra Mundial. Irónicamente, quien se autoproclamaba germanófilo en lo musical, el mismo que se escapó de morir por alguna estúpida cuestión de honor, mandó a las trincheras a miles de soldados que perecieron anónimamente en el barro para proteger una bandera con mayores honores que ellos mismos. He ahí, por desgracia, un poco de la gloria que Mefistófeles prometió al pobre Fausto.
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