Mahagonny y el momento justo
Abrimos con este artículo un blog dedicado a la ópera en el que se irán comentando algunas de las producciones en cartel.

Mahagonny. © Javier del Real. Cortesía Teatro Real
Weimar vuelve. La república de Weimar; Alemania años veinte; el mágico Berlín sacudido por revolucionarios, ultraderechistas, artistas visionarios y seductoras cantantes de cabaret; en suma, el símbolo de la inestabilidad, con todos sus encantos y peligros, reaparece para aterrorizarnos y encantarnos.
Aterrorizarnos porque se nos hiela la sangre pensando en que tras cada Weimar puede aparecer su 1933 (año del fin de fiesta marcado por al ascenso de los nazis al poder); y encantarnos porque volvemos a necesitar la energía agónica de su vocación experimental, de su ingenuidad y de su gusto por convertir cada noche en el fin del mundo.
Una noche de mayo del año 1927, el compositor Kurt Weill se acerca al café Schlichter de Berlín. Le han dicho que allí se encuentra habitualmente Bertolt Brecht y acaba de leer sus poemas recogidos bajo el título de Sermones domésticos; uno de ellos, la quinta lección, se llama Cantos de Mahagonny y hablan de la creación y caída de una ciudad dedicada al vicio y al placer. Weill acude con un nombre dorado del periodo de Weimar, la cantante y actriz Lotte Lenya, más tarde su esposa.
Weill había recibido el encargo de presentar una ópera corta en el Festival de música contemporánea que había situado el nombre de Donaueschingen en el calendario del siglo XX, aunque en ese año de 1927 se iba a mudar a Baden Baden. Weill había rechazado con fuerza el encargo hasta que leyó los poemas de Brecht. El escritor y hombre de teatro aceptaría la colaboración con entusiasmo y nacería allí mismo una alianza artística que hoy es leyenda: Weill-Brecht-Lenya; en suma, Weimar en estado puro.
El resultado inmediato fue una ópera corta, alrededor de media hora, titulada Mahagonny Songspiel, o lo que es lo mismo, una serie de números musicales (hasta seis, aumentando en uno el número de los poemas originales de Brecht) que vieron la luz en el citado Festival con un curioso montaje, un ring de boxeo, que causó la natural división de opiniones en una época tan polarizada social y políticamente como la de 1927 en Alemania.
Weill y Brecht declararon enseguida que desde el primer momento su intención fue la realización de una ópera grande de la que el Mahagonny Songspiel era un “ejercicio de estilo”. Sin embargo, la ópera grande se dilató y entremedias se cruzó otro proyecto, la Ópera de tres peniques. El mito Weill-Brecht había echado a andar antes de que Mahagonny fuera la diseñada ópera larga que vio por fin la luz en 1929 con el título moralizante de Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny.
Brecht, Weill y Lenya se separaron después hasta que, en pleno exilio en el año 1933, un nuevo y último proyecto los unió por última vez: Los siete pecados capitales.
Y como la historia es esencialmente un juego de restas, el periodo de Weimar quedó resumido para la eternidad en esta peripecia y, a lo sumo, en las maravillas de Fritz Lang con su visionario Mabuse o su alucinada visión de Metropolis.
Reescribir el siglo XX
Mahagonny , la ópera larga, ha sido desde siempre una producción problemática y la memoria de esos problemas se rastrea hoy en algunas perplejidades que no pueden quedar simplemente encriptadas en el barullo de la historia. El reciente montaje de esta ópera en el Teatro Real de Madrid parece una ocasión excelente para hablar de ello.
En primer lugar, el atractivo de esta obra es innegable. Sus ingredientes son irresistibles, veamos algunos. Posee varias de las más célebres piezas del siglo XX, como “Oh moon of Alabama”, o la Canción de Benarés. La primera, en concreto, juega un papel similar al de “La donna e mobile” de Rigoletto, es decir, un aria cuya celebridad se desgaja del conjunto y cumple una función de icono. No menos atractivo es su texto que, aunque irregular, tiene picos de genio que denotan a un literato de los que pocas veces se han acercado a la ópera. Podríamos citar muchos más pero alargarían innecesariamente este escrito.
¿Dónde empiezan, entonces, las suspicacias que parecen adivinarse entre líneas? Entremos en materia: hay una discrepancia central entre las pretensiones del proyecto y el resultado, al menos tal y como los disfrutamos ahora. La intención era la de crear una auténtica revolución y, favorecerla o acompañarla. Revolución social para el escritor y artística para el músico. No es que esto sea grave, la historia artística está llena de disparidades como ésta; pero explica no pocos costurones de la obra.
Empecemos con el texto. Bertolt Brecht capitaneó una poderosa corriente que buscó hacer del teatro un foro esencial de conciencia política. Su teatro “épico” desmaterializaba las ilusiones burguesas que convertían la escena en un locutorio de emociones. Para Brecht, la empatía emocional del espectador, hacia las peripecias de los personajes, constituía la ceremonia de la alienación social; y su propuesta consistía en desmontarlas, hacer de los personajes arquetipos de su situación social objetiva, es decir, de su relación específica con respecto a las condiciones de producción. Se trataba, desde luego, de una relación marxista, o sea, proletariado, burguesía, grandes propietarios de capital, etc. Todo lo que tendiera a disfrazar o diluir esas relaciones era sinónimo de mistificación cómplice.
Pero, como Brecht era un extraordinario hombre de teatro, la caracterización social de sus personajes escénicos implicaba definir una nueva estética. Sus personajes tendían a ser arquetipos, tanto de sus situaciones sociales como de los comportamientos que se derivaban. La riqueza del teatro de Brecht supo encontrar centenares de matices a este esquema y, desde luego, añadir todas las excepciones precisas. Pero la intención era clara: el espectador debía salir del teatro con un mayor grado de conciencia social respecto al ilusionismo que la burguesía proponía.
Si los personajes eran positivos, lo eran por el grado de lucidez respecto a su conciencia de clase; y si eran negativos, por su posición en la cadena de explotación social. Su teatro era didáctico, pero no en el sentido estético sino político. En el ámbito estético, Brecht puso en marcha una batería de estilos de representación que iban desde el retablo moral hasta las formas del teatro popular, con un objetivo programático: la distanciación, el espectador debía mantener una distancia emocional respecto al personaje, no implicarse, simplemente entenderlo.
En Mahagonny hay mucho de esto, pero hay también un cortocircuito que se llama ópera. Nos podríamos preguntar: ¿Hasta qué punto un personaje de ópera puede reproducir la lógica de un personaje teatral? ¿Qué es lo operístico aplicado al arquetipo de cada personaje? Y, sobre todo ¿Cómo funciona en Mahagonny?
¿Por qué se canta?
La ópera es un género que precisa justificar a cada momento por qué una determinada acción se canta. Naturalmente, en los largos periodos de la historia de la ópera en los que las convenciones eran aceptadas no había que justificar nada. Pero, en los momentos de crisis de convenciones, hay que volver a subir la piedra de Sísifo y enfrentarse al dilema del género: ¿por qué cantar y no hablar?
Brecht y Weill encontraron numerosos momentos felices a este dilema. Mahagonny Songspiel, por ejemplo, no tiene nada que justificar. Se trata de una modalidad de teatro musical basada en una serie de canciones (el término songspiel, por ejemplo, es ya una declaración de intenciones, es una palabra construida a partir del prefijo song, canción en inglés, y spiel, pieza en alemán; a lo que se le añade el parecido fonético con el término germano singspiel, que constituyó el término del teatro musical hablado y cantado anterior a la ópera en alemán, como La flauta mágica).
La estética de las canciones de la Mahagonny corta es la del repertorio popular de esos años, el jazz, especialmente el que venía a Europa a modo de divertimento y baile, el cabaret, etc. No fue un caso aislado, el joven Krenek había obtenido un éxito fulgurante con su ópera jazz Jonny spiel auf, estrenada en 1925. Además, el cabaret serio y socialmente crítico hacia estragos en el Berlín de los años 20. Hoy se empiezan a recuperar piezas de compositores como Wolpe e incluso se sabe que el propio Schoenberg (entonces profesor en Berlín) hizo sus pinitos.
En Mahagonny Songspiel, el canto es soberano, no tiene nada que justificar respecto al dilema central de la ópera; otra cosa sería su estética popular, especialmente cuando en esos años las tendencias experimentales se mostraban intransigentes y los primeros ensayos del dodecafonismo estaban viendo la luz. De hecho, la batalla entre el formalismo de la escritura, tal y como lo entendía Schoenberg, y las tendencias hacia una popularización de la música a favor de un discurso musical politizado se encontraban en el seno mismo del Berlín de mediados de los años 20.
El caso más insigne de este problema lo corporeizaría el compositor Hanns Eisler, alumno de Schoenberg y, posteriormente, defensor a ultranza de una música “comprensible” para las clases populares. Eisler, de hecho, fue el gran colaborador musical de Brecht cuando el escritor rompió con Weill, y la colaboración llegó hasta después de la guerra cuando ambos se convirtieron en figuras máximas de la República Democrática de Alemania y probaron en sus carnes la cruel ambivalencia del poder comunista.
Pero, volvamos a la ópera. Tras el Songspiel, se cruzó en el camino de la pareja Brecht-Weill (sin olvidar a la mítica Lotte Lenya) el formidable éxito de la Ópera de tres peniques. Curiosamente, y pese al título, esta obra era todo menos ópera, se trataba claramente de un singspiel o incluso una obra de teatro con números musicales abundantes pero no mayoritarios.
Ahora bien, al no tener que cubrir con música la importante parte del texto hablado, conductor de la acción, la música de Weill alcanzaba una legitimidad plena y una calidad excepcional sin demérito de su popularidad. Por tanto, el problema de crear una ópera “revolucionaria” quedaba a la espera de la Mahagonny larga.
¿Personajes o caracteres?
¿Quiénes son y qué representan los personajes de Mahagonny? Básicamente son: un trío de delincuentes que, en medio de su huida de la justicia, paran en medio de ninguna parte y deciden crear una ciudad que saque el dinero a buscadores de oro y demás; un cuarteto de hombres que llegan con dinero ganado tras cortar árboles en Alaska durante siete años; y, por último, una prostituta, Jenny, que representa a una tropa de mujeres de fortuna. El resto son secundarios o coro de personas que aumentan o duplican el grueso de estos caracteres.
En suma, y visto en clave política: tres pícaros (lumpen proletariado) que van a sacar el dinero a los demás; cuatro trabajadores-aventureros que ganan bastante dinero en trabajos de riesgo y esfuerzo, y la prostituta que, además de a su oficio, representa el papel dudoso de la mujer. El símbolo principal es la ciudad, la creación del capitalismo para extraer plusvalías en una economía de servicios (en su formato de vicio y placer).
El esquema, muy querido por Brecht en esas décadas anteriores a la guerra, es el del gangster como pionero del capitalismo. Esta imagen, además de muy gráfica, era un tema muy a la moda en aquellos años de nacimiento del cine negro y de expansiones fulgurantes del capitalismo en terrenos vírgenes. Es obvio que el símbolo de Mahagonny responde muy bien a ciertos modelos de acumulación capitalista en el ámbito de los servicios.
¿Cómo no evocar a Las Vegas o a tantas ciudades artificiales sin necesidad de mostrarse depravadas, como las temáticas (Disney); sin olvidar todas aquellas al servicio del turismo de las que en España tenemos ejemplos que nada pierden al lado de Mahagonny, como la Marbella de Jesús Gil y sus seguidores? Ahora bien, ¿eso es todo el capitalismo? No se trata de relativizar la denuncia sino, más bien, de subrayar que atacar al capitalismo insuficientemente equivale a reforzarlo.
Añadamos que ningún personaje de Mahagonny ofrece un perfil “marxista”; es decir, que no están retratados como caracteres que se encuentren definidos con claridad respecto a la cadena productiva. Mahagonny no produce mercancías, la acumulación de capital es allí parasitaria de otras formas de acumulación de capital: unos listillos despluman a otros menos listillos un dinero que está ganado azarosamente y que se perderá de la misma manera.
En ese mercado las mujeres sólo pueden ser prostitutas con la excepción de la jefa de los malvados, la viuda Begbick, que es mujer por casualidad (quizá por tener un color vocal diferenciado), pero que por su edad está fuera del único mercado asignado a las mujeres. Por otra parte, Mahagonny no muestra ningún tipo de vínculos personales más allá de aquellos que se articulan a través de la compra-venta. No es un mundo imaginario, sabemos que existen numerosas Mahagonnys, pero representan los extremos del sistema mercantil, como los barrios chinos de los puertos o sus modernas versiones de pueblos de vacaciones en los que el arrabalero uso de los vicios se ha convertido en una aséptica paleta de servicios.
Mahagonny ofrece un muestrario corto de prestaciones: comer, beber, fornicar y ver boxeo. Es una imagen muy plástica de la alienación, pero no es la verdadera alienación marxista, a saber, la que priva al trabajador de la plusvalía que nace de su trabajo como productor.
No pretendo decir que Mahagonny tenga problemas por no ser marxista, o suficientemente marxista. Sugiero que los personajes de la ópera se quedan a medio camino en tanto que retratos, tanto sociales como humanos. No tienen la categoría de símbolos objetivos de una explotación de clase (que era lo que estaba en el núcleo del proyecto de Brecht), pero tampoco asumen la profundidad existencial de auténticos personajes individuales.
Jenny, la adorable prostituta que al final niega su ayuda al amante porque el dinero es una cosa muy seria que no se puede dar a cualquiera, está a punto de ser una heroína feminista, una nueva Carmen que decide sobrevivir porque no tiene nada que ganar en un mundo de hombres. Pero, una vez que ha quedado claro que no va a darle ni un maldito dólar para que salve su vida, tiene un arranque de cariño. Su único compañero sentimental, Jimmy MacIntyre, va a ser ajusticiado por deudas (el único delito capital en Mahagonny) y ella se niega a prestarle una cantidad que con seguridad ganó con él; pero antes de su muerte, su última frase es: ¡Bésame, Jimmy!
En cuanto a Jimmy y sus tres colegas de Alaska, su peripecia es tan errática como su relación social respecto al esquema capitalista de acumulación de dinero: han ganado una buena cantidad cortando árboles en Alaska durante siete años; no se sabe por qué han hecho ese esfuerzo si luego buscan cualquier infame lugar para perder su bien ganado patrimonio. Tres de ellos se dejan la vida en la ciudad maldita, casi como un suicidio.
En suma, son unos descerebrados, como hay tantos, pero representan un arquetipo social confuso. Sólo Jimmy se muestra insatisfecho con la ciudad del placer: “La felicidad que compré no era felicidad y la libertad que da el dinero no es libertad. Comí y seguía teniendo hambre. Bebí y seguía teniendo sed.” Es una moraleja poderosa, pero no explica por qué cayó tan fácilmente en las garras de incentivos tan vacíos.
Los héroes marxistas eran, en esos años, aquellos a los que el sistema les expropiaba el dinero que producían como trabajadores; los leñadores de Alaska habían ganado bien su dinero sin, en apariencia, explotación exterior. Mahagonny aparece a posteriori para engañarlos y quedarse con su ganancia. Casi al modo en que el diablo engaña al soldado en La historia del soldado, de Ramuz-Stravinsky. Para luchar contra la explotación del trabajo había que poner en marcha un sistema político, pero para combatir los señuelos de Mahagonny hay que poner en pie un sistema moral.
Es cierto que Brecht siempre estuvo obsesionado con la idea de una moral comunista, pero en Mahagonny sólo aparece el estudio de un orden anterior a esa moral, una radiografía de la depravación que tenía el atractivo de mostrar el deterioro de la Europa de entreguerras. El resumen de todo esto no consiste en mostrar la supuesta incoherencia política del libreto de Brecht, se trata de poner de manifiesto hasta qué punto las ambigüedades de los personajes lastran sus posibilidades operísticas.
Personajes o personas
El principal problema de esta ópera se sitúa en esa ambigüedad de los personajes, sobre todo porque no se canta igual un discurso genérico que un mensaje personal. ¿Por qué cantan los personajes de Mahagonny? Cuando las canciones tienen una estética y una forma de cabaret, se puede decir que cantan porque la convención social del cabaret tiene ya establecida su norma que socialmente todos comprenden y admiten.
La canción paradigmática de la ópera, “Oh moon of Alabama”, expresa admirablemente todo un drama existencial en cuatro versos: “Oh, luna de Alabama/Llegó la hora de decir adiós/Hemos perdido a nuestra buena mamá/Y necesitamos un whisky, oh, mejor no saber por qué”. Esto cantado por un grupo de aspirantes a prostitutas, capitaneadas por Jenny, es toda una ópera en un minuto.
Pero, cuando los personajes no tienen una adecuada definición de si representan un drama personal o una situación arquetípico-social la línea de canto se mueve en una estilística indefinida. Weill trabajó denodadamente para establecer convenciones de canto relacionadas con la simbología de cada personaje y situación. Buscó en la estética neobarroca (siempre en torno a un polifonismo que giraba sobre Bach), no sólo un lenguaje poderoso y sobrio que permitiera la articulación de una ópera de números, sino también la simbología de un estilo musical “moral”, frente a su opuesto, el cabaret como forma de amoralidad.
El protagonista masculino, Jimmy MacIntyre, y en resumidas cuentas el protagonista de la ópera, vacila constantemente con el estilo, y ello es así porque no queda claro en ningún momento si representa a una persona o a un arquetipo. Eso le frena un posible desarrollo dramático que justifique una elección de un estilo de canto.
Stephen Hinton, en un texto que ofrece el programa de mano del montaje del Teatro Real, indica que: “Los ‘principios musicales’ en los que Weill basó Mahagonny no son tanto un simple retorno a la estructura de la ópera de números musicales como una reacción frente al flujo ininterrumpido de Gesamtkunstwerk wagnerianas, pero también son una yuxtaposición de estilos musicales cuya trascendencia simbólica narra su propio relato sobre la condición humana, sobre el individuo y las masas, sobre el amor en la ciudad, sobre la corrupción de la naturaleza por la llamada civilización, sobre los valores humanos en general”.
Esta extensa cita de Hinton precisa más de una aclaración; por supuesto que Mahagonny no es un simple retorno a la ópera de números (¿es que se puede retornar alguna vez a algo cuando de arte se trata?); y por supuesto que hay una reacción frente al entonces denostado concepto de “obra de arte total” wagneriana, ¿quién no reaccionaba entonces frente a Wagner, y máxime desde un ámbito de izquierda cultural?
El problema consiste en si esos rechazos se materializaban en una estructura capaz de cubrir todos los desafíos que la ópera tenía en esos momentos. Hinton tiene una frase excelente, pero, a mi modo de ver, muy piadosa: “una yuxtaposición de estilos musicales cuya trascendencia simbólica narra su propio relato…” ¿De verdad la yuxtaposición posee una trascendencia simbólica? Esto sería, en el mejor de los casos, un buen propósito; pero no está garantizado que sea un logro. ¿Y por qué no lo es (en mi modesta opinión)?
En primer lugar, la yuxtaposición de estilos es en Mahagonny totalmente azarosa, y lo es porque los personajes mismos ofrecen un retrato equívoco, se niegan a ser personajes que justifiquen una peripecia emocional propia, pero tampoco alcanzan la categoría de arquetipos salvo parcialmente. No hay emoción en lo que les sucede, pero tampoco están exentos de pathos. Una ópera puede ser una yuxtaposición de estilos musicales o literarios, pero un personaje no puede ser una yuxtaposición de características salvo que todo el espectáculo se encuentre bien definido por una estilística unificada, el cabaret, por ejemplo.
Puede que todas estas disfunciones surjan de la ambición del proyecto: el teatro político y revolucionario de Brecht, con sus pretensiones de cambiar la conciencia social del espectador; la necesidad de Weill de construir un teatro lírico que respondiera a las necesidades y justificaciones de una ópera (que es, no lo olvidemos, un género que debe encontrar la necesidad de ser cantado en cada producción, y máxime en tiempos de crisis de convenciones); y seguramente no pocos clichés a la moda en cada periodo histórico.
Resumen
Puede parecer, por lo dicho, que Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny es, a mi juicio, una ópera fallida. No lo veo así, se trata de un espectáculo musical grandioso, con numerosos momentos cargados de un raro atractivo y con un conjunto de ingredientes que, tomados aisladamente, representan lo mejor que se produjo en la ciclópea tarea de expresar en ópera los problemas de su época.
Simplemente, los desajustes le privan de ser la ópera que resolvió los problemas que el género planteaba. ¿Cómo se vive eso hoy día? Mahagonny se disfruta, como muchas otras óperas del repertorio, gracias al atractivo de sus logros parciales.
Logros que amparan ampliamente la corriente actual de reivindicarla como pieza esencial de una época especialmente difícil en la historia del género. Pero, ¡ay!, no son pocos los espectadores que se cansan y a los que se les hace larga. Y esa sensación es representativa de que la historia allí contada avanza forzadamente, que sobran no pocos momentos, que el interés sube y baja con peligro para la concentración… Si se profundiza en esas sensaciones, pronto aparece el perfil de algunos de los desajustes aquí citados.
Eso no significa que esta ópera no merezca su sitio en la construcción del canon operístico de esos inicios del siglo XX (los más rabiosamente complicados del género, aunque sólo sea porque todos los creadores daban por muerto el aparato de convenciones anterior y se sentían en la obligación de reinventarlo); pero es bueno recordarlo porque, una vez más, se da el caso de que los programadores de hoy, reconvertidos en propagandistas, nos hablan de “obra maestra». Y es bueno recordar que Mahagonny posee muchos valores, atractivos y mensajes suficientes como para merecer su inclusión en un repertorio ya de por sí fragilizado. Lo único que no posee es el perfil claro y nítido de la obra maestra.

Bertolt Brecht y Kurt Weill
- La subida del IVA cultural cumple un año haciendo honor ... en siamo forti
- Ópera de Madrid se presenta en público con un ‘Rigoletto’ ... en siamo forti
- La Educación Musical y su evolución histórica desde comienzos del siglo ... en educación
- La Ópera de Oviedo desvela la temporada 2025/2026: cinco títulos ... en temporadas
- La Escuela Superior de Música Reina Sofía celebra la 33ª ... en actualidad de centros
- El legado de Luciano Berio en seis cápsulas: Un recuerdo ... en libros
dejar un comentario
Puedes escribir un comentario rellenando tu nombre y email.
Puedes usar las siguientes etiquetas y atributos HTML: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>
comentarios
No hay ningún comentario aún, ¡Sé el primero en comentar!