El fin del mundo ya no es lo que era
Le Grand Macabre, de Ligeti, llega a España 33 años después de su estreno. El mérito corresponde al Gran Teatre del Liceu de Barcelona que ha puesto en escena una producción compartida con el Théâtre Royal de la Monnaie de Bruselas, la Opera di Roma y la English National Opera de Londres.
El montaje lleva la inconfundible firma escénica de La Fura dels Baus (en realidad, Àlex Ollé, en colaboración con Valentina Carrasco), y ha dejado una notable marca por los teatros que ha pasado: Bruselas, Londres, Roma, Buenos Aires y Australia.
Esta ópera, estrenada en Estocolmo en 1978, es una de las pocas que no solo dispone de varias versiones idiomáticas sino que, incluso, su autor predicaba la necesidad de traducirla al idioma de donde fuera representada debido a la necesidad imperiosa (según él) de ser comprendida. Actualmente, la práctica de la subtitulación hace menos imperativo ese mandato. Aún así, ha sido representada en sueco, alemán, francés e inglés. Esta última versión, revisada por el autor junto con varias partes musicales, es hoy considerada como estándar y es la que se ofrece en el Liceu.
La versión inglesa fue preparada con destino a un controvertido montaje en el Festival de Salzburgo de 1997 y allí el autor denunció con virulencia el tratamiento escénico al que la sometió el director escénico americano Peter Sellars. Como esos años de Salzburgo eran los de Gerard Mortier, es muy posible que aún le escueza la peripecia al actual regidor artístico del Teatro Real de Madrid. Así que, los madrileños tendrán que esperar a que los hados sean más afortunados para contemplar esta cima de la segunda mitad del siglo XX. Pero Barcelona, AVE mediante, ya no está tan lejos y la ocasión la pintan calva.
Le Grand Macabre tiene la reputación de ser la principal, sino única, ópera surgida desde las experiencias de la vanguardia musical de los años sesenta con aceptación unánime de especialistas y público. Se dan cita en ella –en un fabuloso revoltillo–, numerosas experiencias en cuanto a emisión vocal, tratamiento del texto, instrumentos musicales alternativos y a veces traviesos (como esas bocinas de la obertura), citas en profusión, desde propias hasta alusiones a músicas pop, y todo ello aderezado con vibrantes refritos de la ópera de repertorio, Verdi, Mozart, Monteverdi… En rigor es una acumulación tal de ingredientes que solo podía funcionar en manos de un talento desaforado como era el del gran compositor húngaro György Ligeti.
¿Ópera o teatro musical?
Ligeti había coqueteado (si no ligado) con el teatro musical de vanguardia y su amistad con Mauricio Kagel no había caído en saco roto. Sus dos obras vocales, Aventures y Nouvelles Aventures eran ya protoescénicas. Y de ello se había dado cuenta Göran Gentele, director de la Ópera de Estocolmo en los sesenta, quien le invita en 1965 a realizar una ópera en plena época de la imposibilidad de hacerlas según el dictado de la vanguardia. Tras varios años de trabajar en un Edipo, Gentele fallece en 1972 en un accidente de carretera. Para Ligeti el proyecto muere con el que ya era su colaborador. Pero, Bertil Bokstedt, sucesor de Gentele en Estocolmo, quiere mantener el proyecto y, puesto que Ligeti no quiere volver a oír hablar de Edipo, lo rodea de un equipo que le da a conocer la obra del escritor belga Michel de Ghelderode La Balade du Grand Macabre. Y así, desde 1974 a 1977, Ligeti se embarca en la composición de lo que iba a ser la gran ópera de la vanguardia.
Ghelderode (1898-1962) era un autor con una producción teatral desbordante e iconoclasta, deudor del surrealismo y de la imaginería dislocada de un catolicismo esperpéntico surgido de las tinieblas de la Edad Media y de los terrores de los más variados Apocalipsis. La Balade du Grand Macabre nace en 1934 y se sitúa en una irreverente parodia de un fin del mundo que toma prestados no pocos de los símbolos de Breughel y de su célebre cuadro “Triunfo de la muerte”, que se conserva en el Museo del Prado. Es, pues, un enorme guiñol, descreído, irreverente, escatológico y excesivo. Resulta curioso constatar que esta obra sea contemporánea, en el tiempo y en el país, de “Tintín en América”.
A Ligeti le interesaba Alfred Jarry y le pide a sus colaboradores que “jarrycen” el argumento de la obra teatral. El cambio más destacado es que el protagonista, Nekrotzar, que pretende acabar con el mundo y cumplir con el mandato del Apocalipsis (aunque resulte lo suficientemente indolente y borracho como para olvidarse finalmente de ello), en la versión original de Ghelderode es poco más que un charlatán, mientras que para Ligeti todo queda en una ambigüedad que habla de la diferencia cultural entre los años treinta y los setenta.
Pero el dilema principal para el compositor era el de afrontar una ópera en época de rechazo. ¿Qué clase de producto era ese que se proponía hacer?: “Poco a poco me quedó claro que no iba a continuar con la idea de textos abstractos: ese tipo de composiciones de textos había sido demasiado usado en los años sesenta. Tenía necesidad de una acción claramente inteligible, pero también de un texto cantado y hablado igualmente inteligible: la ‘anti-ópera’ se convirtió gradualmente en ‘anti-anti-ópera’, por tanto, y en otro nivel, de nuevo ópera” (Ligeti).
Y así, con este giro astuto, Le Grand Macabre surgió de las tinieblas de la prohibición, en plena época de la “muerte de la ópera”.
Una ópera aislada
Toda esta explicación resulta útil para afrontar el dilema cultural que plantea esta ópera, ¿por qué tan aislada?, ¿por qué Ligeti no quiso o no pudo realizar más óperas después de la brillantez de esta primera? Y algo más curioso aún, ¿por qué este gran guiñol macabro ha sido tan actual en los años treinta, en los años setenta y de nuevo en estos convulsos tiempos que vivimos?
El miedo a la muerte sin duda no muere; el sexo y algunos de sus aspectos más turbios, tampoco abandonan la primera fila; y la burla frente a tanta mercancía ideológica manoseada sigue siendo una medicina infalible. Y queda algo más, y que constituye el ingrediente básico de esta ópera y la razón de un atractivo que se impone por más que caiga en teatros llenos de un público sociológicamente enojado con cualquier atisbo de modernidad: el humor.
Gracias al humor, el público más atascado con los estilos de ruptura se sorprende sonriendo más veces de las que esperaba. El humor constituye el raíl por el que circulan los procedimientos menos convencionales y ásperos de lo que se espera de una ópera, los gritos, susurros, regiones vocales extremas, parlatos furiosos, los textos desgranados como listas de palabras, las sonoridades histéricas e incluso, el lirismo vocal más convencional confrontado a todo lo anterior.
Al final todo parece como un lujosísimo cabaret, algo raro en sus ingredientes, pero simpático. Y para despistar más a un público “bien”, si hay algo que pudiera escandalizar, viene por la vía de un argumento que va de lo escatológico a lo grosero sin solución de continuidad. Y, ¿quién le pone pegas a un Apocalipsis?, ¿no estamos acostumbrados a que un fin del mundo nos libera de todos los frenos?
En suma, que aunque el habitual de las soirées elegantes de la ópera ponga un mohín de desagrado a su pareja o se burle ante los amigos en el hall, apenas nadie sale irritado. Si algo hay que lamentar es que estas producciones no lleguen masivamente a otro tipo de público, en vaqueros y habituado al teatro actual, a los que sin duda fascinaría. Pero…
La ópera que vos matáis goza de buena salud
Pero si Le Grand Macabre disfruta de una actualidad recurrente, eso no significa que sea permanentemente lo más actual. También el tiempo desgasta esa visión procaz de las realidades últimas de la vida, o al menos desplaza los puntos de vista. Es natural, pero hay que saberlo cuando un país (por ejemplo, el nuestro) ha vivido con las persianas echadas mucho tiempo y de pronto llega una “cosa moderna” que hay que promocionar como el último grito. Puede que para muchos, quizá demasiados, lo sea; pero esa visión brinda alteraciones ópticas y culturales que se terminan pagando.
Desde Le Grand Macabre han pasado muchas cosas en el planeta ópera, no quiero decir necesariamente que la hayan superado (la vanguardia en eso era voraz), pero han pasado. Y una ópera de hace 33 años ofrecida como de ahora mismo tiende un velo de oscuridad sobre esas más de tres décadas. Y el resultado es una nueva simplificación de una historia ya de por sí difícil de elaborar.
Naturalmente, más vale tarde que nunca, y esto es válido para Barcelona, porque el resto de la península puede perder más décadas que nuestra economía.
¿Cuáles son los valores de esta ópera, se preguntará más de uno? Hay una respuesta sencilla que cualquiera puede darse: si la historia, tal y como está planteada, ha encontrado su formulación más adecuada con música y canto, en el caso de Le Grand Macabre hay pocas dudas, la imbricación entre lo que se cuenta (y canta) y cómo se cuenta (y canta), es total. No podríamos eliminar ni un solo grito, suspiro o vocalización sin que la historia se resienta y pierda su especificidad. Esto es un logro impresionante con las materias primas deudoras de la vanguardia, tan impresionante que es casi único (y digo casi porque yo no lo conozco todo).
Tras Le Grand Macabre, los aspirantes a operistas abandonaron un terreno tan plagado de minas que el propio Ligeti no pudo repetir. Las óperas que vinieron después que han sido muchas –una vez superado el prejuicio de su muerte–, han recuperado no pocos recursos convencionales, a veces, incluso, cuando la ocasión de repetir un universo fantástico muy cercano al de Ghelderode invitaba a la transgresión. Es el caso –me viene a la memoria– de Faust-Ball, de Leonardo Balada, sobre libreto de Fernando Arrabal: un mundo dislocado, irreverente y surrealista, emparentado con el teatro del absurdo y el manierismo barroco, que se convirtió en una música que parecía de una ópera o un musical a la americana creando un despropósito estilístico mucho más irritante aún que si nunca hubiera existido Le Grand Macabre.
El cuplet final de esta ópera, con su tradicional moraleja, recuerda a personajes y público que el fin del mundo llegará, pero no ahora. Es difícil sustraerse (para mí) a que estamos ante una de las más poderosas metáforas metaoperísticas de esa segunda mitad del siglo XX. ¿Y si el fin del mundo fuera metáfora del fin de la ópera? Quizá Ligeti, aunque fuera solo inconscientemente, recuperaba las raíces del género operístico gracias a este retruécano: el fin de la ópera puede esperar, puede que la crisis de la postguerra fuera solo una precipitación, una urgencia típica del carácter impaciente de los jóvenes. En todo caso, Le Grand Macabre ha sido un hito en el proceso de redescubrimiento de un género que penó tres décadas como Eurídice en los infiernos.
La significación, pues, de la obra maestra de Ligeti hay que buscarla en su doble sentido: el que se brinda al espectador a partir de la peripecia argumental y las riquezas musicales y el que subyace oculto o apenas velado en la forma en que sugiere que es la propia ópera la protagonista del apresurado infortunio que la borrachera de Nekrotzar impide consumar. Porque, después de todo, ¿por qué tanta prisa en liquidar el mundo, por qué tanto ensañamiento con la ópera?, ¿solo por que el público del género es habitualmente absurdo, anacrónicamente burgués cuando ya no se sabe ni lo que es eso? No lo creo.
El trabajo de La Fura
La presente producción ha recibido elogios en su periplo por esos mundos por el trabajo planteado por Àlex Ollé y sus colaboradores. Me sumo a los elogios. Ollé y su universo furero parece haber encontrado una dosificación adecuada, un principio de economía de medios de cuya ausencia hacían firma. Aquí pasa lo que tiene que pasar, la dirección de escena no se encuentra sobreactuada, a veces, incluso, es algo sosa, pero en La Fura es una virtud o un buen ingrediente. Pero lo más sorprendente por su buen funcionamiento es la idea central: una suerte de maqueta gigante de una mujer tendida hacia delante, en cuyo interior se esconden grutas y naves de control. De cuyos orificios salen y entran personajes, y lo más fascinante, cuya piel se ilumina convirtiéndose en fuego, esqueleto, universo estrellado, etc.
Es la perfecta metáfora de un mundo contenido en un cuerpo femenino del que al final recibimos la sorpresa última. Una proyección cinematográfica nos muestra que ese cuerpo tendido y de gesto crispado se encuentra en situación de crisis física por estreñimiento. Con las últimas notas, el personaje filmado tira de la cadena y su rostro recupera la normalidad de la expresión. Que un enloquecido episodio de aquelarre y fin del mundo sea reducido a una crisis intestinal no mejora la obra, pero tampoco la daña, alimenta la sonrisa, abunda en el tratamiento escatológico de la trama y, sobre todo, sucede en los últimos segundos, no invade la narración como sí lo hacía el universo postnuclear que propuso Peter Sellars en la producción citada de 1997 y que tanto cabreó al compositor.iframe>iframe>
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