Wozzeck, una ontología de la pobreza
El lunes, 3 de junio, se estrenó en el Teatro Real de Madrid una nueva producción de la inmortal ópera de Alban Berg, Wozzeck. La producción escénica corre a cargo del suizo Christoph Marthaler, en la dirección musical se sitúa Sylvain Cambreling. Serán ocho funciones hasta el 20 de junio.
Wozzeck © Javier del Real / Teatro Real
Decir Wozzeck es decir siglo XX. No solo en cuanto a la carga de modernidad sino también, o sobre todo, por su intacto contenido de denuncia estremecedora del aniquilamiento de una persona por otras detentadoras de diversos poderes. La ópera Wozzeck es de las poquísimas en las que la historia dramática ha gozado de similar vitalidad como obra teatral o como texto susceptible de encarnarse en otros soportes, como el cine.
La ópera Wozzeck es, de hecho, un depósito de paradojas. Hablamos de siglo XX y, sin embargo, la historia original es una de las más lúcidas escritas en pleno romanticismo literario alemán. Es, también, paradójica su gran popularidad, tratándose de una ópera de lenguaje resueltamente moderno sin concesiones. Y la paradoja es mayor si tenemos en cuenta que su popularidad se inició en su mismo estreno, en Berlín de 1925, de la mano de una batuta tan señalada como Erich Kleiber.
Y si Wozzeck fue saludada como una obra maestra por los sectores más abiertos de la República de Weimar, tampoco le faltó la admiración admitida por maestros como Puccini.
Desbrozar algunas de estas paradojas sería un fin razonable para este escrito, al calor de esta reposición de un título marcado, además, por algunas efemérides que también aclaran su situación en la historia reciente de nuestra cultura.
1813, se inicia el siglo XIX
En este año, 2013, se cumplen los dos siglos redondos del nacimiento de Wagner y Verdi, dos nombres que dieron forma a la aportación operística del siglo romántico, como es bien sabido. Pero en ese año 1813 nacía también el que podría haber sido el mayor talento literario de la Alemania de su tiempo de no haber fallecido a los 23 años, Georges Büchner.
Nacido en la localidad de Goddelau, cerca de Darmstadt, en una familia ilustrada y progresista, Büchner, así como su padre y su hermano, estudió medicina al mismo tiempo que profesó un culto a la razón y a las ideas de la Revolución Francesa. Su pronta labor de militancia en grupos revolucionarios le obligó a huir de Alemania y a refugiarse en Zúrich.
De entre su escasa producción, destaca la pieza teatral La muerte de Dantón, o la narración Lenz, dedicada al que fuera compañero y amigo de Goethe, autor a su vez de la alucinada pieza Die Soldaten (convertida en formidable ópera en el siglo XX por Bernd Alois Zimmermann). Sobre la vida del propio Lenz compuso otra ópera el autor alemán Wolfgang Rihm.
Woyzeck fue una pieza póstuma de Büchner y a su tempranísima muerte, por tifus, quedó incompleta. Se tardó un siglo en recuperar esta joya, que vio la luz en 1913 (hace, pues, cien años). Tras su estreno alemán, la pieza pasó a Viena y, en 1914, la vio Alban Berg que decidió componer una ópera de inmediato. Además de su carácter incompleto, la pieza incorporó una errata en el título, y de Woyzeck pasó a Wozzeck. Cuando se corrigió el fallo, Alban Berg mantuvo su ópera con el incorrecto nombre original de la recuperación de 1913. Con ello podemos hoy distinguir la ópera, denominada Wozzeck, para siempre, de las producciones teatrales o de otra índole, que han retomado el auténtico Woyzeck.
El carácter incompleto y fragmentario de la pieza se convirtió enseguida en parte de su fascinación y modernidad. Las escenas son cortas y todo es sucinto y esencial y no es posible saber si Büchner tenía algún final previsto. Pero, no obstante, su forma actual (o sus formas, diríamos mejor), son uno de los elementos que hacen de esta pieza un paradigma del teatro del siglo XX, y es que Woyzeck/Wozzeck parece predecir la escritura expresionista e incluso el teatro del absurdo.
Una desolación esplendorosa
Woyzeck estaba basada en un hecho real que la familia Büchner siguió de cerca, es la historia de un exsoldado que había asesinado a su pareja, una prostituta, por celos, pero en el juicio se puso de manifiesto que un doctor sin escrúpulos utilizaba a Woyzeck como cobaya de toda clase de experimentos. En la vida real, Woyzeck fue ajusticiado con el consiguiente escándalo de los sectores ilustrados.
En la pieza teatral, Büchner pinta un entorno desolador en el que el soldado barbero sufre toda clase de abusos por parte de aquellos que ejercen cualquier clase de poder, hasta que asesina a su pareja y termina falleciendo.
Woyzeck es, para Büchner, el paradigma de la víctima de todos los abusos, el pobre al que se le desposee de todo, de cualquier clase de bien, del control de su propia vida, que pasa a manos del doctor que le manipula, de la menor capacidad de poseer a Marie, su único bien y hasta su completa subjetividad. Pero lo que convierte a la pieza en un alegato extraordinario es la insólita ausencia de perspectivas redentoras, la desaparición del menor horizonte metafísico. Los personajes deambulan en un paisaje que les sobrepasa a todos; en el fondo todos son víctimas de una ausencia completa de trascendencia y de sentido. Los poderosos son crueles por inercia e incluso la idea de que Woyzeck es víctima de un tremendo experimento se impone por parte de todos. Es un ámbito en el que la trascendencia religiosa no está ni se le espera, convirtiéndose en un adelanto escalofriante del Godot becketiano.
Y una música en estado de gracia
Con este puzzle, Alban Berg montó una narración basada en quince escenas divididas en tres actos. Las escenas son breves y están separadas por cortos interludios instrumentales que proporcionan al conjunto una trabazón cinematográfica. La cohesión formal se completa con una red de formas musicales que, sin pesar en la audición, aseguran el orden. Las cinco primeras escenas del primer acto están concebidas como otras tantas piezas características, las cinco que forman el segundo acto tienen el molde de una sinfonía, y las cinco últimas, con una sexta añadida, son variaciones sobre diferentes aspectos musicales.
Pero Alban Berg iba a añadir otro rasgo genial, el protagonista, Wozzeck, aquel que nada posee, tampoco iba a ser poseedor de canto y utiliza el célebre sprechgesang o canto recitado que su maestro Schoenberg había puesto en acción en piezas como su ópera La mano feliz o en el conocido monodrama Pierrot Lunaire. En cuanto a los demás personajes de Wozzeck, también tendrán diferentes caracterizaciones vocales, pero poseen líneas de canto. Esta metáfora entre alienación absoluta y ausencia de canto marcaría la ópera del siglo XX. Desde ese momento, cada ópera que buscara una renovación del género iba a plantear alguna clase de metáfora en su contenido que remitiera a la imposibilidad de continuar con el género lírico en su formato burgués convencional.
Hablaba antes de las paradojas de esta ópera y de que una de ellas era su extrema popularidad. En efecto, Wozzeck no es una ópera fácil; y en su momento incluso se consideró extremadamente difícil y solo el paso del siglo moderno ha ido convirtiéndola en pieza de repertorio, tanto para intérpretes como para público. Su música es básicamente atonal, aunque la magia dramática de Alban Berg tiñe numerosos momentos de su discurso de gestos tonales así como de aires tradicionales, marchas, piezas de baile, canción de cuna o de reminiscencias religiosas. Pero, pese a todo, no es lo que un público escasamente informado podría considerar como una ópera pegadiza. De hecho, óperas mucho más asequibles de lenguaje musical han pasado a los márgenes por ser consideradas como difícilmente escuchables.
Sin embargo, Wozzeck tuvo una acogida extraordinaria desde el momento de su estreno y ha seguido manteniendo una aceptación muy alta en todo tipo de públicos. Es difícil, sobre todo para mí, pensar en las razones de “todo tipo de públicos”. Pero hay ciertos elementos presentes en esta ópera que parecen dar alguna clase de explicación a tal grado de aceptación. En primer lugar, la pieza de Büchner. Existen pocas óperas cuyo argumento sobreviva al margen de la música con la vitalidad de Wozzeck. Son numerosas las adaptaciones teatrales y aún conservan muchos en la retina las impactantes imágenes del film de Werner Herzog con un Klaus Kinski estremecedor en el papel del soldado.
Añadiríamos que la música de Alban Berg conmueve y potencia los infinitos claroscuros de esta historia calando hasta en aquel que tenga dificultades para entrar en la sensibilidad de una música compleja y alejada de lo memorizable, que parece la vara de medir del aficionado convencional.
Una pobreza de nuestros días
Wozzeck es una ópera que tiene buena acogida en un Real siempre temeroso. Hace seis años Bieito consiguió no desgraciarla demasiado y mantener al público con ganas de repetir.
La producción actual del Teatro Real repone un montaje casi de esos mismos años (2008) presentada en París. Ahora Mortier la trae a Madrid con sus mismos protagonistas, Cambreling en el foso y el enfant terrible del teatro suizo, Christoph Marthaler.
Es una producción de altos vuelos y tiene mimbres innegables para enganchar al aficionado de 2013. Y tiene también elementos discutibles que merece la pena enunciar. Como esta sección no ejerce la crítica, no voy a decir gran cosa de las valoraciones pertinentes que otros harán mucho mejor. De pasada, subrayo que la música suena con majestad suficiente como para merecer la pena asistir a ese despliegue de gran orquesta de resonancias mahlerianas, un reparto muy estimable, con nombres que se van a afianzar en sus respectivos roles si no lo han hecho ya, y una puesta en escena que nos da a conocer a uno de los nombres que más ruido están haciendo en la escena operística de los últimos años.
Christoph Marthaler (1951) es ya un veterano. Su reputación como hombre de teatro está muy bien cimentada y tiene una visión muy personal de la escena. Para ceñirnos al ámbito operístico, hay que destacar que sus recientes producciones se caracterizan por una puesta al día rigurosa de los argumentos. Ya sea Tristán e Isolda, La Traviatta o Wozzeck, para Marthaler todo sucede en nuestros días. A su vez, su punto de vista explora el naufragio de las relaciones humanas sin dejar de lado la responsabilidad de un entorno social hostil y, con frecuencia, ridículo.
Wozzeck, de hecho, debería ser una ópera ideal para su visión, a menudo lúgubre de la geografía humana actual. Pero Marthaler tiene el tic de no pocos de los registas actuales, tiene que contar una historia propia, coincida o no con la que propone el libreto. A veces, esa historia propia ilumina aspectos escondidos o incluso inexistentes en los argumentos originales, otras veces, ensucia la historia; pero suele ser un pecado menor cuando se trata de argumentos que el aficionado conoce de memoria. Pero, Wozzeck, por más sorprendente que pueda parecer a gente de mi generación, todavía habita zonas del olvido bastante extensas. Y para ese público, esta versión de Marthaler puede dejarle perplejo. Veamos en detalle de lo que estamos hablando.
El abismo entre niños y mayores
Toda la acción de este montaje de Marthaler sucede en una carpa indeterminada rodeada de juegos infantiles. Es un espacio neutro, limpio, barato e impersonal. Podría ser el área de servicio de una gasolinera de autopista o uno de esos espacios de descanso de una gran superficie comercial de extrarradio. En rigor, es una suerte de no lugar, si se me permite el préstamo foucaultiano.
Se trata de una idea interesante, pero Marthaler no hace concesiones con su idea. Es decir, todo sucede en ese espacio de mesas y sillas aunque entre en contradicción con la narración. Wozzeck afeita al Capitán (en este caso la cabeza en lugar de la barba) en una de estas mesas mientras que en las demás hay gente supuestamente tomando algo. Cuando llega el Doctor, cambian de lugar y otro tanto sucede con los encuentros del desdichado Wozzeck y Marie y su hijo.
Este pie forzado tiene momentos sugestivos, especialmente los colectivos en los que la acción original sucede en la taberna, por ejemplo. Pero reduce el texto original al absurdo cuando se supone que Wozzeck está con su amigo Andrés en el campo, oyendo esa terrible voz de la tierra que le susurra desgracias. Y mucho más cuando, en el clímax, Wozzeck mata a Marie al borde de un estanque que no existe en el escenario y, posteriormente, se ahoga él mismo en su alucinada búsqueda de limpiar su sangre.
Hay también otros momentos de especial confusión, especialmente cuando dos personajes (Wozzeck y Andrés, o Wozzeck y Marie, o el Capitán y el Doctor) cantan en una mesa en el interior de otras mesas llenas de gente y el público casi tiene problemas para detectar desde dónde están cantando. Es esta una idea muy cinematográfica, pero Marthaler no da la más mínima facilidad puntuando con luz, por ejemplo, dónde está el centro de la acción. Es como si el realismo impuesto desde la idea original no asumiera la menor concesión.
Hay, desde luego, momentos muy notables en esta concepción, y yo destacaría el papel de barrera que se produce entre los niños que juguetean por la cantina en un universo hecho a su medida y la sordidez de ese mismo universo a escala de los adultos. Solo los niños pueden crear un hábitat rico a partir de unos elementos impersonales. Se trata, en suma, de una interesante metáfora de la infantilización del universo de los adultos.
¿Es pobre todo lo que no reluce?
Pero la pega mayor que encuentro en la concepción de Marthaler es la que se funde en una concepción de la pobreza insuficiente. Wozzeck es la más impresionante denuncia de la explotación del hombre por el hombre realizada por la dramaturgia europea en los dos últimos siglos. La pobreza del soldado y barbero Wozzeck es integral. Se le desposee de cualquier bien material, pero también de cualquier atisbo de personalidad propia; es un pelele con el que, en el mejor de los casos, se experimenta, pero no se le permite ni el sosiego de una vida íntima ni la sostenibilidad de una identidad. Es el prototipo más lacerante de destrucción de una persona, metódica y sádicamente, que se ha escrito en nuestra historia moderna.
Frente a esta pobreza “ontológica”, pero provocada socialmente, Marthaler nos contrapone una pobreza contemporánea de una sociedad occidental soberbia. Para el director suizo, esa sórdida carpa, con sus mesas y sillas impersonales y sus ridículas lámparas de papel pseudo japonesas, con esos juegos infantiles estandarizados y grotescos, con gente vestida con ropas de cadena seguramente hechas en Bangladesh, eso es la pobreza extrema.
Pero, de 2008 a 2013 ha llovido mucho, la arrogante Europa está viendo una pobreza tradicional acercarse y deseosa de quedarse. Quizá, en este sentido, los cinco años transcurridos desde la producción de París hasta esta de Madrid hayan convertido en light esta visión. Seguramente, un Wozzeck contemporáneo no sería el que se viste con ropa barata hecha en Bangladesh sino los que la cosen en Bangladesh, con jornadas de trabajo extenuante a riesgo de su vida y con salarios mucho más acordes a los que recibía el malogrado Wozzeck.
En suma, el resumen de lo dicho podría enunciarse así: la pobreza que transmite Marthaler (pese a ser una idea interesante), no nos conmueve ni nos aterra como la que ya transmitía Büchner y Alban Berg retrató musicalmente de manera escalofriante. Quizá esto sea debido a alguna dificultad de los europeos actuales para imaginar el pavoroso drama de una injusticia como la imaginada por Büchner. Espero que la continuación de la crisis no venga a facilitarnos la tarea, pero no es imposible.
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Jorge, es francamente interesante su artículo. De manera especial quiero resaltar sus reflexiones sobre la ópera y la puesta en escena. Me han hecho entender mejor esta obra que tanto admiro. Muchas gracias!!