Perahia, Haitink,… y ‘Die Soldaten’. Balance del primer año de la era Pereira
Seis semanas seis es lo que ha durado la presente edición del Festival de Salzburgo, que concluyó el pasado domingo 2 de septiembre, la primera con Alexander Pereira al frente de la dirección artística.
Este leviatán de la cultura business class no cesa de crecer verano a verano e intentar abarcarlo en su integridad, se antoja cada año una tarea más imposible. De poco sirve enumerar las diez óperas en cartel (la temporada entera de un teatro de ópera de renombre), la docena de orquestas invitadas (Filarmónica de Berlín, Concertgebouw de Amsterdam, London Symphony o Cleveland Orchestra, entre otras), los ciclos de cámara, los recitales y la quincena de títulos teatrales en cartel. Y es que lo que asombra en Salzburgo no es sólo la cantidad (los 256 eventos programados), sino la calidad de los intérpretes seleccionados.
Aunque algunos vean en esa nómina la personificación del establishment musical, sería difícil encontrar entre estos solistas, alguno al que él más tiquismiquis de los programadores hiciera ascos. Su abc empieza con András Schiff y termina con Zubin Mehta. Entre medias no faltan auténticas leyendas vivas como Claudio Abbado, Bernard Haitink o Nikolaus Harnoncourt, pero también caras más jóvenes, en pleno apogeo, como Anna Netrebko, Renaud Capuçon, Jonas Kaufmann o Isabelle Faust. En la nómina de latinos destacan las voces, como de costumbre. En este ocasión de marcado acento masculino Plácido Domingo (Tamerlano), Rolando Villazón (Il Re Pastore), Juan Diego Flórez y Josep Carreras, estos dos últimos con sendos recitales en la Haus für Mozart. Son todos los que están, pero quizás no están todos los que son, podrá reprochar alguno. Gustos, colores, dineros.
El cronista ocasional, entre tanta nómina de galácticos, seleccionó dos conciertos de los que a continuación dará cumplida cuenta. El primero por lo atractivo de su programa, intérpretes y orquesta; el segundo por la atrevida apuesta operística del señor Pereira en su debut.
Perahia-Haitink, tándem para el recuerdo
El pasado 27 de agosto los Wiener Philharmoniker despidieron su ciclo de cinco conciertos sinfónicos con Bernard Haitink al frente de la orquesta y Murray Perahia a su vera desde el piano. El ex titán de la Concertgebouw de Amsterdam abordó en la segunda parte la Sinfonía nº9 en re menor de Anton Bruckner. Sí han leído bien, esta magna obra, a menudo programa único en muchas salas de concierto, tuvo que esperar al no menos extenso y no exento de miga, Concierto nº4 para piano en sol mayor de Ludwig van Beethoven.
El menudo pianista estadounidense –la estatura física y pianística del genio de Bonn no debía diferir mucho de la de Perahia– convirtió una obra de sobras conocida para el melómano en una delicia desde la primera hasta la última nota. El suyo es un Beethoven al que se le puede sacar jugo en el pasaje aparentemente más anodino. Frente al habitual Beethoven impulsivo y triunfal, contrapone una interpretación más delicada, más introspectiva en la que no es preciso que el pianista se desmelene. Su sentido revolucionario no recae en los contrastes, sino en una lectura más posromántica y en una intuición visionaria, más allá del mero conflicto.
Su primer movimiento sonó como uno de los más profundos de toda la producción concertística del compositor. Para lograr este efecto, Haitink convirtió en una conversación permanente las entradas y salidas de los vieneses, donde la plenitud de lo que se ha dado en llamar música concertante cobró todo su significado. Una música genial, profunda, bella (no lo olvidemos) y en la batuta de Haitink bien argumentada, deliciosamente legible. No se puede pedir más.
¿Por qué Perahia es uno de los grandes del piano? Quizás por su naturalidad a la hora de engastar los ornamentos (trinos, mordentes, grupettos…) a la melodía madre. Su soldadura es tan limpia, tan muda, tan suelta, que uno llega a creer, a escuchar el ornamento como algo inherente a la melodía y no un añadido. Un todo.
La reivindicación de la música de Bruckner de nuestros días mucho le debe a interpretaciones como la de Haitink en Salzburgo. Nadie le tose a Haitink, y lo decimos en el sentido más literal. Los 70 minutos largos de su versión no conocieron carraspeó, ni tos alguna. Ningún resoplo entre sus tres movimientos. Eso ayude quizás a entender la absorbente atmósfera que encapsuló al Grosses Festspielhaus en su extensa segunda mitad. El Feierlich. Misterioso, acotación del primer movimiento, surtió efecto desde sus primeros compases. Uno entiende en obras así y en directores como Haitink el porqué de primeros y segundos violines. Su discurso fue más nítido que nunca, como si unos y otros conformaran las dos columnas, los contrafuertes indispensables para poder elevar la monumental arquitectura bruckneriana.
En el segundo pasaje, la música del organista de Linz se vuelve inauditamente desenvuelta, su scherzo recordó a los de Prokofiev (bewegt, lebhaft, schnell rezan los tempos). Para regresar en el tercer movimiento final a su universo propio con sus ecos de Wagner (ocasos y tristanes) y atisbos de Mahler. Diálogo constante entre primeros y segundos violines, el resto de secciones de cuerda, las maderas y, por supuesto, los metales, tan contundentes en Bruckner. A menudo se imitan, se parodian. De este juego de réplicas y contrarréplicas nace su última sinfonía. Bajo este sencillo resorte se alza cada vez más, poseída por la espiral del Babel, la novena. Los peldaños parecen perderse en el horizonte. Al final se arrodilla de forma dulce y reposada.
Zimmermann, el operista
No hablamos ni de Kristian, ni de Frank Peter (efectivamente los dos también pasaron por Salzburgo este verano) sino del compositor Bernd Alois Zimmermann (1918-1970). El nuevo director tuvo la osadía de proponerle al director alemán Ingo Metzmacher la preparación de Die Soldaten, obra escasamente escenificada desde su estreno en 1965.
Aunque su argumento, a partir del drama de Jakob Michael Reinhold Lenz (poeta alemán del Sturm und Drang) es fácilmente aprehensible, no se puede decir lo mismo de la música. La historia, que guarda muchos paralelismos con el Woyzeck de Büchner-Berg (celos, burla, odios, bajeza moral y venganza), transcurre en escena con una total lógica narrativa (la puesta en escena de Alvis Hermanis, además de fiel a la ambientación histórica, está repleta de interesantes ideas).
De la música no se puede decir lo mismo porque sencillamente Zimmermann no escatima en estridencias. Aún siendo decididamente dodecafónica, Die Soldaten intercala un pasaje de jazz, debidamente deformado hay que decir, y multitud de instrumentos que convirtieron los laterales de la Felsenreitschule en una especie de trastero de cacharrería musical. Su intervención se me antoja a menudo gratuita. No parece tener mucho sentido, por ejemplo, incluir una guitarra española en una orquestación tan profusa y tendente a ahogar a los instrumentos intrusos. Estos se hacen difícilmente audibles, máxime cuando para muchos de los presentes se trató de una primera audición.
Nuestra valoración, no obstante, debe ser muy diferente a la hora de juzgar a los cantantes. El verdadero interés musical de la ópera reside más en su escritura vocal que en la orquestal. Una tarea harto difícil para cualquier cantante de ópera. Aquí sin técnica no se va a ninguna parte. La escritura dodecatonal se aviene perfectamente al argumento. En la medida que la mayor parte de la ópera ofrece una visión muy degradada y viciada de las motivaciones humanas. Los intervalos alti(di)sonantes, saltos de más de una octava a menudo, se justifican casi con total naturalidad. Las ‘prima dona’ Gabriela Benackova, Tania Ariane Baumgartner, Laura Akin o los enfrentados Stolzius (Tomasz Konieczny) y Desportes (Daniel Brenna) ofrecen pasajes de verdadera intensidad sonora, arrebatadora expresividad. Desde la dirección Metzmacher, batalla con una partitura indomable y logra momentos, sino belleza, de elevada catarsis. La suma acumulativa de redobles de tambor y la voz apagada de Marie despidieron la más atrevida propuesta operística del último Salzburgo.
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