Moisés y Aarón, más vale tarde que nunca
Moses und Aron, última ópera de Arnold Schoenberg, ha sido presentada en el Teatro Real de Madrid en versión de concierto, como apertura de su temporada 2012-2013, la de su quince aniversario desde la reapertura de 1997, (7 y 9 de septiembre).
La producción se ha realizado en colaboración con la Philharmonie de Berlín, el Festival de Lucerna y el Festival Musica de Estrasburgo. El excepcional colectivo artístico está formado por EuropaChor Akademie, SWR Sinfonierorchester Baden-Baden – Freiburg y un elenco vocal en el que destacan Franz Grundheber, como Moses, y Andreas Conrad, como Aron, al frente de un grupo magistral de cantantes que soportan el abultado reparto. La dirección musical es de Sylvain Cambreling. La producción se ha realizado In Memoriam Maurice Hatchwell Toledano, miembro prominente de la Comunidad Judía de Madrid y a cuyo reconocimiento nos sumamos.
Moses und Aron es una ópera fundamental en el vórtice estético del siglo XX. Su carácter de ópera inacabada llevó a que su presentación no llegara hasta 1957, seis años después de la muerte de su autor, que solo llegó a tiempo de ver la presentación de la danza del Vellocino de oro en las sesiones del Festival de Darmstadt.
Poco a poco, esta ópera ha ido venciendo las posibles resistencias a su representación ligadas a su leyenda de obra difícil e inconclusa. Y ya en las últimas décadas, se ha incorporado al repertorio de los grandes teatros con acogidas tan entusiastas como para echar por tierra la reputación de su autor como creador árido y de imposible recepción.
Schoenberg y España
España siempre ha tenido una deuda especial con esta obra. Schoenberg, en los años de composición de esta ópera, comenzó a establecer lazos estrechos con Barcelona a través de su alumno y amigo Roberto Gerhard. Entre 1930 y 1933, año de su exilio a los Estados Unidos, Schoenberg pasó largas temporadas en Barcelona, ciudad que ejercía beneficiosos efectos sobre su salud atacada de asma. Era, en esos años, titular de la cátedra de composición de la Academia de las Artes de Berlín, el puesto académico más importante de Europa, donde había sucedido a Busoni.
Pero el clima berlinés era muy duro para él y los seis meses libres que le dejaba la Academia los pasaba en Barcelona. Allí compuso el segundo acto de Moses und Aron y allí nació su hija Nuria, luego casada con el compositor Luigi Nono.
Es inevitable fantasear con la bonanza de su vida barcelonesa y los magistrales compases compuestos allí, y es triste ver la irritante tardanza de nuestro país por ver esta ópera. Incluso Barcelona, más concernida, tardó muchos años en hacer subir a las tablas del Liceu este título fundamental. Pero lo ha hecho.
Faltaba Madrid (y sigue faltando). Se ha hablado bastante del famoso lío de la producción que preparó Antonio Moral y que el actual director artístico del Teatro Real, Gerard Mortier, suspendió nada más llegar. Ahora, al fin, llega una nueva producción, pero, ¡ay! en versión de concierto.
El equipo rector del Real se ha esforzado en señalar la altísima calidad musical de esta producción y no se les puede quitar la razón. El concierto ha sido excepcional, una extraordinaria experiencia. Pero…, un concierto no es una ópera. Y lo peor es que la alta calidad de este concierto puede ser incluso contraproducente para que futuros gestores del Teatro Real se animen a montar esta producción capital en lo que es: una ópera.
Esto es lo que hay, y no quitemos méritos a esta producción que ha permitido paladear unos exquisitos matices musicales a una orquesta sobresaliente, un coro entonadísimo y a unos solistas del mayor nivel. Pero no por ello podemos dejar de constatar que el conejo que ha salido de la chistera es otra cosa y que Madrid sigue esperando esta producción y parece que ve alejarse la posibilidad por mucho tiempo.
La ópera en su sarcófago
Moses und Aron es un título obligatorio. Se sitúa en el eje de transformación de usos y hábitos de la ópera del siglo XX. Pero es, también, uno de los misterios artísticos más fascinantes de su época. Una ópera que enuncia su propia imposibilidad y que, pese a ello, tiene un contenido tan riguroso como atractivo.
Rainer Peters señala, en el texto de presentación del programa de mano, la principal contradicción de esta ópera: “…el pensamiento impronunciable, inconcebible e irrepresentable del monoteísmo es precisamente una especie de antimateria para el teatro musical. Schönberg lleva a efecto aquello que Moisés prohíbe a Aaron, se fabrica una imagen de Dios, en primer lugar una imagen sonora.”
En efecto, construir una ópera desde conceptos que niegan radicalmente la posibilidad de dar forma a una ópera es, quizá, la mayor paradoja de la historia de la música del siglo XX. Indagar en las razones de esta paradoja es una aventura intelectual y artística esencial para enfrentarse a las aporías del siglo moderno.
Pero, sea como fuere, Moses und Aron es una ópera. Esto significa que el público debe ser capaz de desentrañar estos conflictos con los materiales que esta ópera le proporciona. Todo creador que realiza una ópera establece un pacto con quien corresponda, es decir, los públicos que vayan a afrontarla. Por razón de ese pacto, esa ópera debe proporcionar todos los contenidos de su comprensibilidad. Pero los datos que esta ópera proporciona se resumen en que no es posible proporcionar datos sobre su comprensibilidad, o que estos se corresponden con aquello que se niega. Estamos por tanto, ante una creación artística que oscilaría entre una antiópera (o una no-ópera) y una metaópera, es decir, una ópera cuyo contenido remite a sí misma.
Reiners también nos recuerda que esta ópera dice: “No debes crearte ninguna imagen o cualquier tipo de metáfora.” Y sin embargo, esta ópera constituye la manifestación más sobrecogedora de la ópera de la metáfora de todo el siglo XX. Moisés rompe las Tablas de la Ley porque Aarón le recuerda que también es una imagen, tras lo cual el profeta cae abatido y pronuncia la célebre frase con la que se acaba la versión inacabada de la ópera: “¡Oh, palabra, palabra que me abandona!”
El pacto operístico, no obstante, establece que todo lo que la ópera contiene es inteligible en sí mismo, es decir, no necesitamos venir al teatro con una biografía de Schoenberg, una historia de la música del siglo XX o un aparato de erudición relativo a las vicisitudes culturales e históricas del periodo dado. Idealmente, incluso, no sería necesario leerse el programa de mano de apoyo. Nos bastaría con ser capaces de establecer relaciones comprensibles entre los elementos de la ópera. Relaciones que nos dicen, en el argumento, que no es posible crear imágenes, metáforas o representaciones.
En suma, todo nos conduce a una única y posible respuesta, la ópera nos dice que no es posible la ópera. Esta es la visión más radical y acabada del paradigma operístico del siglo XX: la muerte de la ópera.
En rigor, no hay prueba más eficaz de la muerte de la ópera que su pura y simple desaparición, algo que muchos dictaminaron como deseable y que, a mediados del siglo pasado, estuvo a punto de suceder.
Pero, “la muerte de la ópera” como paradigma dice otra cosa, es un relato según el cual cada ópera creaba un bucle sobre sí misma para establecer en sus contenidos que la ópera no era posible, de tal manera que cada metaópera establecía unos contenidos tendentes a demostrar esa imposibilidad. O, dicho de otro modo, la muerte de la ópera se convertía en una ceremonia que solo se podía oficiar en el interior de las óperas mismas.
La Ley de las doce notas
Dicho esto, Moses und Aron es mucho más. Su aparato metafórico es tan extraordinario, tan exasperado como la búsqueda de Moisés. La anulación de la metáfora se consigue por la saturación de la metáfora misma; todo remite a otra cosa y todo está dentro de la ópera (aunque los conocedores de la vida y la obra de Schoenberg no tendrán dificultades para encontrar suculentas relaciones fuera de la ópera misma).
La metáfora más poderosa y extraordinaria es la de la serie dodecafónica. Puesta en pie a principios de los años veinte, a Schoenberg esta técnica le permitía soñar con la integración absoluta de los medios de la escritura musical (en realidad, no tan absoluta, se limitaba a la integración de las técnicas de escritura de las alturas del sonido, para ir más allá en ese absolutismo habría que esperar a las generaciones de la postguerra imantadas por las intuiciones de su alumno Webern).
Cuando Moisés dice: “¡Único, Eterno, Omnipresente, Invisible e Irrepresentable Dios!”, está definiendo también a la serie dodecafónica, tanto como lo hace cuando habla insistentemente de la Ley y de la Idea. La serie de doce notas sin repetición de ninguna es, en efecto, única para toda la obra, eterna dentro de esa obra, omnipresente, invisible e irrepresentable. Y cuando Aarón le pregunta: “¿Puedes amar aquello que no está permitido concebir?”, Moisés responde, algo tautológicamente: “¿Permitido? Irrepresentable porque invisible; porque inabarcable con la mirada [entendamos que con el oído]; porque infinito; porque eterno, porque omnipresente; porque omnipotente. Solo uno es omnipotente.”
La serie es, consecuentemente, la ley. Rigurosa e invisible, pero capaz de proporcionar coherencia y orden desde lo “uno”. Una ley que ha sido permanentemente cuestionada a lo largo del siglo XX; ¿qué necesidad hay de ella si tenemos lo diverso, si la vida es variedad? ¿Por qué tenemos que soportar su aridez y su dificultad? Aarón podría responder por Schoenberg: “El omnisciente sabe que sois un pueblo de niños, y de niños no espera lo que resulta difícil para los adultos.”
Que el creador sea metáfora del omnisciente puede sonar un poco fuerte con todo lo que ha llovido, pero no es difícil ver al pueblo de niños como esos espectadores de la ópera tan proclives a confundir nivel adquisitivo y estatus social con arrogancia ante lo que desconocen y que no les apetece el esfuerzo de entender.
La metáfora como abundancia
Pero el ámbito metafórico es tan amplio y rico en Moses und Aron como un océano. Moisés, al que le falta la palabra, no canta, solo recita; Aarón, dueño de la palabra y de las imágenes metafóricas, es un tenor lírico que canta rozando un belcantismo que solo la abstracción dodecafónica enfría. Una vez más, estamos ante un juego de sustituciones, a quien le falta la palabra, le falta el canto; quien tiene la palabra, canta sin restricciones. Ópera, en suma, y en estado puro.
Otra metáfora extraordinaria, la danza del bellocino de oro, uno de los momentos instrumentales más impresionantes de esta ópera y de toda la música del siglo XX, se articula en una suerte de sinfonía en cinco movimientos. Su carácter orgiástico se manifiesta a través de una invención motívica y orquestal deslumbrante; pero nunca vulgar. Algunos de sus momentos son incluso cinematográficos (como ha puesto de manifiesto la versión para el cine que realizaron Jean-Marie Straub y Danièle Huillet). La metáfora aquí se sitúa entre la altamente estilizada descripción de la depravación y su riquísima y elegante música. Una vez más, lo que el espectáculo nos dice es que “esto es una ópera”.
Para no aburrir, concluiría con el singular apartado de la problemática judía. Aunque Schoenberg profesaba, ante todo, la religión de su propio arte, la reflexión sobre “lo judío” inundó esos años de composición de la ópera (entre mediados de los años veinte y el año 1932), cuando el nazismo se estaba cocinando. El advenimiento de Hitler al poder, con la consiguiente expulsión de Schoenberg de su cátedra berlinesa y el posterior exilio americano, interrumpió la finalización de esta ópera, creando su última gran metáfora, y la más contingente, su carácter inconcluso.
En efecto, el tercer acto, con la victoria de Moisés sobre Aaron, no se compuso nunca, con excepción del libreto provisional. Sin embargo, la riqueza de la perplejidad de Moisés en el final del segundo acto es tal que el final abierto se presenta hoy como casi inevitable y enormemente sugestivo. Y como metáfora superior de una historia irrepresentable, inefable e irresoluble.
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