¡New York, New York…!
El pasado mes de febrero, el lisboeta Teatro Nacional de São Carlos ha ofrecido un sugestivo programa doble: Blue Monday, de George Gershwin, y Gianni Schicchi, de Giacomo Puccini, dentro de su temporada 2010-11.

Ensayo general de Blue Monday. Cortesía Teatro Nacional de São Carlos
Una propuesta original y atrevida que plantea conexiones inesperadas, así como una visión de la propia historia de ese Teatro hermano, que estrena la juvenil ópera de Gershwin a la vez que repone un título fundamental del repertorio pucciniano que vio la luz en ese Teatro en 1955 por vez primera.
¿Qué podrían tener en común dos óperas tan dispares como Blue Monday, de Gershwin, y Gianni Schicchi, de Puccini? Todo las hace diferentes. Una, la primera, es apenas un sketch operístico escrito por un joven y brillante músico de Broadway que aún tenía todo por demostrar. La otra, la segunda, es quizá la más genial creación que ha proporcionado la ópera cómica en todo el siglo XX, de un autor, además, en plena madurez, casi a punto de concluir su prodigiosa carrera. Solo hay una respuesta posible: Nueva York.
En efecto, Il Trittico, de Puccini, del que Gianni Schicchi constituye la última de las tres óperas cortas agrupadas en un programa único (las otras dos son Il Tabarro y Suor Angelica), fue una propuesta de Puccini destinada al Metropolitan Opera House de Nueva York y fue estrenada allí el 14 de diciembre de 1918. Blue Monday, por su parte, vio la luz insertada en una sesión teatral de George White denominada Scandals, que constituía una suerte de revista, aquel formato teatral que hacía desfilar los acontecimientos o actualidades del año (al modo de las célebres de Chueca, El año pasado por agua o La Gran Vía). Blue Monday fue escrita para el cuarto Scandal y nació en el Teatro Shubert de New Haven (Connecticut). Pocos días más tarde, el Scandal, con Blue Monday incluido, se presentó en el Globe Theater de Broadway (Nueva York), todo ello en agosto de 1922. Aquí el fracaso fue total y Blue Monday fue retirado del espectáculo.
El Teatro Sao Carlos ha apostado por hacer convergentes ambos estados de espíritu y el resultado es, cuando menos, sugerente: el vitalismo, la sensación de juventud y arrojo que brindan ambas óperas las emparenta, siquiera lejanamente y la atmósfera neoyorkina de aquellos años de la Belle époque parece flotar entre ambas. Se trata, desde luego, de una sensación ligada a la música y que tampoco hay que sobrevalorar. Desde ese punto de vista el coliseo portugués se ha apuntado un tanto que los espectadores reciben en forma de píldoras estimulantes. Se sale del Teatro con una sonrisa franca y abierta que permite afrontar sin temor la melancolía permanente que subyace en la célebre estatua de Pessoa sentado para la eternidad en una terraza muy cercana (La Brasileira).
Blue Monday
Gershwin tenía 24 años en 1922. No le temía a nada en el ámbito musical, aunque aún no podía orquestar sus obras. ¿La ópera? ¿Qué es eso? ¿Cómo se le iba a resistir a él? Pese a su juventud, era el compositor más famoso de Broadway y sus canciones y musicales le habían convertido en el héroe de Brooklyn. La ocasión para enfrentarse a esta ópera corta (cortísima) es casi lo de menos. Paul Whiteman, el famoso director de su propia orquesta y bien conocido músico de jazz, se había interesado por el talento del joven, seguro de que ese músico judío, autodidacta y que respiraba energía podía hacer si no una ópera, sí al menos una buena parodia. Y Gershwin se dirigió a su amigo “Buddy” de Sylva para que le hiciera una historia y unos buenos lyrics (textos de canciones). La cosa era sencilla, parodiar la ópera, o para ser más exactos, la ópera verista a la moda, en concreto I Pagliacci. Es una parodia sin ninguna intencionalidad, como no fuera mostrar que se podía hacer algo parecido pero que transcurriese en Harlem con unos personajes de color, reflejando los rasgos característicos de un ambiente canalla pero profundamente humano. Y, sobre todo, el jazz, o al menos ese jazz neoyorkino de los años veinte que precisamente Gershwin modeló hasta convertirlo en el sonido característico de la ciudad.
El argumento de Blue Monday casi parece un chiste: en un bar de Harlem hay varios personajes, un cantante, el propietario del bar, un empleado, un jugador y su chica. Al principio, el jugador, Joe, se dirige al público y le dice que van a encontrar en ese lugar las mismas pasiones y dramas que en una ópera; obviamente, I Pagliacci es la referencia. Aparece la chica de Joe, Vi, que es celosa y ardiente. El cantante, Tom, la corteja, pero ella dice que su Joe, aunque sea un jugador, es más hombre que todos los demás juntos. Pero Joe tiene un secreto y lo canta al público: quiere ir a visitar a su vieja mamá (¿?) de la que siente nostalgia. Cuando Tom, despechado, le dice a Vi que su novio espera un telegrama de otra mujer, ella se encoleriza y saca su pistola. Y, en efecto, llega el telegrama y Vi quiere saber de quién es. Joe la aparta bruscamente y ella, finalmente, le dispara; luego se hace con el telegrama y descubre que la otra mujer es la vieja mamá de Joe y que yace muerta desde hace tres años. Se echa encima del moribundo para pedirle perdón, pero éste se limita a cantar que ahora podrá ver a su vieja mamá en el otro mundo. Esta historia desarrollada en un supuesto ambiente canalla y protogangsteril es como una broma de los dramas amorosos, pero también un sonoro chiste dedicado al universo operístico; todo ello en poco más de veinte minutos.
Los personajes, todos ellos miembros de color de la comunidad del Harlem mítico de inicios del siglo XX, eran interpretados por blancos pintados, basados en una tradición teatral americana que la corrección política se ha llevado por delante, la de los blackfaces, o cómicos blancos con la cara pintada de negro que podían cantar y realizar papeles cómicos. Una larga tradición que llegó hasta el popular “Cantor de Jazz”, la primera película sonora de la historia del cine en la que Al Jolson interpretaba uno de aquellos populares blackfaces tan hirientes como burla de los afroamericanos, pero cuya tradición en el teatro americano había alcanzado momentos casi cercanos a los personajes de la Commedia dell’arte.
La crítica de aquella primera representación se dividió notablemente: “El más lúgubre, estúpido e increíble sketch blackfaces que seguramente se haya perpetrado nunca”, escribió Charles Darnton en New York World. Otros, en cambio, se pronunciaron de distinta manera: “Esta ópera será imitada en los próximos cien años”, como recoge Hollis Alpert en un estudio de 1990. Indudablemente, ambas percepciones eran muy exageradas; el sketch de blancos cantando con cara negra tenía mucho de increíble y, quizá, algo lúgubre, pero hay que valorar ante todo la caricatura operística; también muchos libretos veristas eran lúgubres e increíbles. En cuanto a la valoración positiva, la permanencia de Blue Monday cien años después está ligada a la carrera y posterior popularidad de Gershwin, sin tal evolución Blue Monday no existiría en el recuerdo.
En concreto, Blue Monday se ha visto como una prefiguración de parte del mejor Gershwin; en primer lugar, Paul Whiteman quedó tan gratamente sorprendido de los talentos del joven tras la experiencia de la operita de jazz que le encargó una obra para su orquesta, aquello fue el nacimiento de la Rhapsody in Blue. Las referencias entre la juvenil ópera y la primera gran obra sinfónica del cantor de Broadway son, quizá, las más evidentes. También se han señalado referencias entre la ópera de los falsos afroamericanos y la magna producción lírica que fue Porgy and Bess, estrenada trece años después. Pese al entorno aforístico y casi bromístico de Blue Monday, late en esa breve ópera un acercamiento y una empatía frente a esos personajes de color, plenos de melancolía, inconfundible calor humano y vitalidad contenida que estallaría milagrosamente en el drama de Porgy and Bess.
Pero si finalmente Blue Monday se ve hoy como algo más que un chiste sobre la ópera es debido a la inspiradísima música que contiene. La parodia es pronto dejada de lado en beneficio de un lirismo vital en el que se oyen colores inconfundiblemente populares, blues, ragtimes, himnos, marchas…; pero todo ello engarzado en una continuidad alegre y bien resuelta. Tan interesante es esta música que no puede uno dejar de pensar en la moda de óperas de jazz de los años veinte y en las relaciones estilísticas respecto a esta temprana.
Jonny spielt auf, de Ernst Krenek, por ejemplo, es de 1926. Las de Kurt Weill vendrían casi a continuación: La ópera de tres peniques fue escrita en 1928, mientras que Mahagonny es de 1927 su primera versión en songspiel y la ópera larga es de 1930. Son muy interesantes las relaciones entre esas producciones, aunque es bastante impensable que los dos compositores centroeuropeos conocieran la desconocidísima Blue Monday, pero es seguro que existían flujos de información. Por ejemplo, los rufianes de Mahagonny, con su mezcla entre ternura y perversión, parecen primos hermanos de los muchachos del bar de Mike, donde Vi dispara a Joe por “celos mal reprimidos”. Y el jazz de los veinte se presenta casi como la única sonoridad capaz de retratarlos. Incluso el anticlímax de Joe diciendo que anhela volver a ver a su mamá parece revivir en muchos de los comportamientos infantiles que afloran en la ciudad de Mahagonny, donde Jenny y sus compañeras cantan la nostalgia de su vieja mamá reflejada en la luna de Alabama.
En fin, ver hoy Blue Monday es encontrarse con un eslabón perdido de la ópera del siglo XX, un eslabón pequeñito, pero significativo. Nos dice cosas respecto a la historia del teatro popular americano de su época, nos adelanta temas y sones que se harán mito en futuras obras del compositor, y nos proporciona un espejo por el que mirar las vicisitudes de la creación operística en un momento en que se estaba perdiendo. No es poco para algo más de veinte minutos de juguete escénico.
En cuanto a la representación del Teatro Sao Carlos de Lisboa, es aseada y digna en lo musical, pero el director de escena, André e. Teodósio, ha situado la acción en un impersonal ámbito pop de los años sesenta. Los personajes aparecen todos como blanquitos salidos de un chiringuito de una playa de California y el resultado es totalmente desvaído en lo teatral. Con todo, hay que agradecer a este teatro su ingenio a la hora de poner en escena una ópera difícil de ubicar y justificar en una temporada.
Gianni Schicchi
Claro que la justificación no puede ser mayor, se trata de un entremés antes del plato de consistencia: Gianni Schicchi. La genial y divertidísima ópera corta (aunque dobla en minutos a la de Gershwin) de Puccini tiene poco que justificar. Su portentosa maquinaria teatral ha sorprendido por su genio a la mayoría de especialistas y aficionados. Por si alguien no lo sabe aún (y sería grave que así fuera), Gianni Schicchi cuenta las peripecias de una suplantación en un testamento a cargo de un pícaro genial, Schicchi, en el entorno de la Florencia de Dante (la anécdota está extraída de un personaje que circula por el Infierno de la obra de Dante). Su perfección aliada a una bis cómica infalible sigue siendo un misterio, como lo son siempre las obras maestras.
Montar Gianni Schicchi suele ser siempre un dilema para cualquier teatro. Montar Il Trittico completo es extenuante y costoso, y a la postre largo. Aunque se trata de un programa que suele aparecer en las grandes casas de ópera mundiales, cada vez es más habitual buscar alguna ópera corta con un contraste suficiente para construir un programa doble. Las posibilidades son muchas y el ingenio tiene aquí un lugar importante. Mi primer Gianni Schicchi fue junto a Caballeria rusticana, de Mascagni. Son dos buenas óperas, pero no se dicen gran cosa juntas.
La verdad es que Gianni Schicchi se sitúa en una intersección de la historia de la ópera que la hace única también en eso. Si Gianni Schicchi, que es la última de Il Trittico, fue también la última en componerse (cosa que no sé), entonces se trata de la última ópera acabada por el maestro, ya que la definitiva, Turandot, quedó inacabada. Esto es mucho decir, ya que en esos años postreros, Puccini era aún un hombre en plena forma mental y creativa, y todo parece indicar que era extremadamente consciente del dilema por el que atravesaba la ópera. Si Gianni Schicchi es un prodigio es porque debe mucho a una formidable energía dramática con la que Puccini parece estar echándole un pulso al cine, que ya en esos años (1918), amenazaba mortalmente a la gran forma de contar historias de occidente. Esa clase de pulsos, ya se sabe, se pierden, pero, ¡qué pérdida! (como dicen los familiares del muerto, despojados de lo más granado de su herencia por la astucia de Schicchi) El resultado es un testamento en forma de manifiesto. Y es que Gianni Schicchi es la ópera con más proyección de futuro de Puccini (en mi modesta opinión), capaz de iluminar el sendero de un género para el que se han borrado ya todos los caminos.
Frente a este monumento, no pasa nada si una ópera corta y primeriza, como Blue Monday, aparece como un modesto aperitivo. Es más, si saltan algunas chispas, si algún momento lírico hace rebotar ligeros resplandores entre una y otra, la ganancia es mucha. Incluso, tras Blue Monday, parece que Gianni Schicchi suena un poco a jazz. Es solo un espejismo, pero ¡tan gozoso!
En cualquier caso, el programa de febrero del Teatro São Carlos de Lisboa ha sido una fiesta lírica de haute cuisine. Ha merecido la pena la peregrinación. Las puestas en escena han sido discutibles (como, por otra parte, lo son la mayoría en estos tiempos confusos); Gianni Schicchi lo aguanta todo si la parte musical es, cuando menos, correcta. Con Blue Monday, ópera desconocida para quien esto firma, había que hacer un esfuerzo mayor para sobreponerse a los arreglos de la escena. Pero, pese a todo, ¡qué tarde! Hasta el Pessoa metálico de La Brasileira parecía sonreír a la salida de la ópera.
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