George Benjamin reinterpreta a Hamelin
La ópera Into the Little Hill (Dentro de la pequeña colina), del londinense George Benjamin, acaba de presentarse los días 2 y 3 de diciembre en el Foyer del Gran Teatre del Liceu de Barcelona en lo que constituye su estreno en España.

Into the Littel Hill. Cortesía 63 Aldeburgh Festival. © Robert Workman
Into the Little Hillse estrenó en París en 2006, como una coproducción entre el Festival d’Automne y la Opéra National de Paris. En estos cuatro años, la ópera ha tenido una aceptación importante, ha sido ya grabada en CD y escuchada en varias ciudades europeas.
Quizá la anécdota más curiosa haya surgido en su presentación londinense: programada en el Covent Garden, tuvo que ser interrumpida a los pocos minutos de su inicio a causa de un cortocircuito; y mientras que el público era invitado a desplazarse al bar del Teatro mientras se solucionaba el problema, se terminó produciendo el hecho insólito de que allí acudió el propio compositor, en calidad de director, y el grupo instrumental, para indicar que al no poder arreglar el incidente se les invitaba a seguir el desarrollo de la interpretación en el propio bar (existe un vídeo de un minuto de esa interpretación que circula por Internet).
La anécdota denota, desde luego, que la ópera es ya de pequeño formato y susceptible de seguirse en un bar. En efecto, el grupo instrumental está constituido por quince músicos (el Ensemble Modern, de Frankfort, en el estreno), y dos cantantes femeninas que interpretan todos los papeles de la historia que no es otra que una revisión del célebre cuento El flautista de Hamelin. Su duración (entre 36 y 40 minutos) también es de las consideradas de bolsillo.
George Benjamin, (1960), es uno de los músicos más fascinantes de los últimos años. A su portentoso talento se le une un cruce de influencias de gran riqueza; ya de adolescente cruzó el charco para estudiar con Olivier Messiaen quien dijo de él elogios casi comparables a los bien conocidos de Schumann sobre el joven Brahms, convirtiéndose, además, en el más francés de los compositores británicos.
Su producción, no demasiado abundante, está cuidada al máximo y cada obra es un compendio de irisaciones tanto técnicas como expresivas. Ha sabido cruzar la sutileza y el eclecticismo británico con el compromiso técnico francés para constituir un terreno propio. Su universo sonoro alcanza cotas expresivas casi románticas sin, por ello, realizar concesiones a cualquier retorno o evocación del pasado, sólo a base de intensidad sonora, finísimo olfato para el discurso musical y un oído infalible.
Curiosamente, o quizá de modo muy significativo, no había sido tentado por la ópera hasta que Gerard Mortier le invitó a ello con esta producción. Sin embargo, su respuesta es una declaración de intenciones.
Into the Little Hill se puede describir muy fácilmente: dos cantantes (soprano y contralto) salen a escena y cuentan toda la historia interpretando todos los papeles a modo de dos narradoras; teatralmente no sucede nada más, es como un doble cuentacuentos.
En cuanto al argumento, el formidable dramaturgo británico Martin Crimp extrae del célebre cuento un contenido tan fascinante como alarmante: la multitud exige al Ministro que mate a las ratas si quiere ser elegido de nuevo; el Ministro, por su parte, piensa y dice que las ratas no son malas, que sólo se comen lo que nadie quiere y que juegan un papel en la sociedad (la metáfora del emigrante se hace evidente); pero la multitud insiste y amenaza.
En ese momento aparece el flautista, descrito como un personaje aterrador, sin ojos ni oídos ni boca, que formula el pacto al Ministro a cambio de dinero, y como desconfía le hace jurar al Ministro que si no respeta el pacto se llevará a su hija dormida: “¿Por qué ella? –dice el Ministro–, porque es inocente –responde el flautista–”
Cuando el flautista se lleva a las ratas, la niña siente una enorme congoja y le dice a la madre: “¿Dónde van las ratas, por qué tienen que morir?, llevan abrigos raidos y sus hijos se agarran con lastima a las madres”, a lo que la madre le indica que eso sólo sucede en los cuentos y que las ratas morirán con dignidad. Luego llega el momento de saldar las cuentas y el Ministro, que ya ha sido reelegido, se escurre y no quiere honrar su deuda.
El flautista se lleva a los niños y la esposa del Ministro se despierta inquiriendo a su marido que dónde están los niños. La ópera termina con un diálogo, en la distancia, entre la madre y la niña en la que la primera le pide que vuelva y la niña responde que se encuentran “dentro de la pequeña colina” y que ahora ese es su nuevo hogar.
La permanente referencia a problemas y angustias contemporáneas, el miedo y odio al diferente, la perversión del sistema democrático (del que los numerosos referendos xenófobos en Europa son la muestra), el oportunismo, así como el sacrificio del inocente, están tratados con un ritmo y una agilidad demoledoras en un texto cortante, casi acerado y con reminiscencias casi de suspense, cuando no de terror. Se añade la rica referencia al pacto diabólico (Fausto no anda lejos).
Ahora bien, la historia la están contando dos personas, sin interacción teatral más que con el público, repartiéndose los papeles o incluso doblando sus voces para describir a la multitud, al modo de una lectura teatral o una narración en un ámbito cerrado. Frente a un creador de la talla de Benjamin, se impone la pregunta sobre cuál es su concepción de la posibilidad de la ópera en nuestros días; y a quien hay que interrogar no es a él directamente sino a su trabajo.
¿Qué dice Into the Little Hill?
No nos referimos a su sugestivo contenido teatral y literario, desde luego. Que Benjamin no se hubiera planteado la ópera hasta este encargo es todo un dato. Y que haya terminado haciéndola de esta forma, es otro de crucial interés. Existe ya una rica tradición de ópera contemporánea inglesa que quizá constituya el corpus más notable del género en el último medio siglo.
Tenemos, por supuesto, el ejemplo, de Britten y no es el único en su promoción. Pero más recientemente han sobresalido producciones de gran valor de Birtwistle, por ejemplo, o de Peter Maxwell Davies. Ya en la misma generación de Benjamin, hay que destacar experiencias como las de Oliver Knussen, Michel Finnissy, Brian Ferneyhough o James MacMillan. Aparte de un buen soporte de experiencias líricas, toda esta tradición constituye un pedestal en relación con el tratamiento del idioma inglés en situación lírico-dramática.
Pero hay que recordar también la excepcional escuela teatral de ese país que proporciona toda clase de apoyos y que ha proporcionado una subcorriente de óperas de reducido formato en las que se cuentan historias más o menos completas con pocos o incluso un solo cantante. Me viene a la memoria La saga del rey Harald, de Judith Wier, para un único cantante o las Eight Songs for a Mad King, de Maxwell Davies, para barítono y grupo, por citar obras presentadas en España. Se trata de experiencias a caballo entre la historia contada o incluso la cantata dramática.
Tampoco está de más recordar experiencias del estilo de Erwartung, de Schoenberg, definida, a falta de mejores precisiones, como monodramas. O incluso, el más célebre Pierrot Lunaire, del que no son raras las versiones teatralizadas. Pero, en el caso de la historia contada directamente al público, el referente más directo puede encontrarse en experiencias tipo retablo y, ¡cómo no!, el fallesco Retablo de Maese Pedro. Sin olvidar otras experiencias de óperas o semióperas nacidas a principios del siglo XX en las que la corta duración y la elipse narrativa eran parte esencial, como Renard, de Stravinsky o incluso Mavra, aunque ésta tiene una acción teatral completa pese a su corta duración.
Todas estas referencias vienen a cuento porque surgen en momentos clave de renovación y de duda respecto al género lírico. Ya he escrito en otras ocasiones que la duda respecto a la posibilidad de una ópera constituye una poderosísima corriente que atraviesa el siglo XX. Por ello aquel que compone una “ópera” dudando de la posibilidad de ponerla en pie, está conectando con una fuerte tradición de casi un siglo de existencia.
Si la duda se convierte en un trabajo activo de composición y en una gran obra, debemos saber ligarla a su línea evolutiva correspondiente; sobre todo porque esa duda es un ejercicio activo de experimentación enormemente fructífero.
Indudablemente, Into the Little Hill se encuentra, para mí, en esa corriente. Pero si he dicho experimentación, me apresuro a matizar, la ópera de Benjamin adopta convenciones narrativas del acervo común, no pide al espectador que realice una operación de desmontaje conceptual o de revisión crítica de la operación misma de percibir la ópera como género, simplemente explora la riqueza de los aledaños.
Esta ópera y, en general, toda la música que compone Benjamin, realiza un maravilloso regate al problema moderno: su lenguaje musical y su técnica son irreprochablemente actuales, no hay recaídas en nostalgias tonalizantes ni en aromas expresivos atribuibles a rasgos de estilo del pasado; pero tampoco sitúan al auditor ante el eterno solipsismo de lo experimental.
En el caso concreto de su ópera, las dos voces cantan en registros claros y convencionales, aunque muy extensos. Es decir, que no hay recurso a la paleta de gestos modernos pero ya demasiado oídos como cuchicheos, jadeos, susurros, grititos, chasquidos, parlatos y fonetismos varios. Quien considere que la técnica de canto vigente en occidente está ya periclitada y que no hay otra salida que la renovación a ultranza, verá Into the Little Hill como una ópera ya amortizada.
Pero, para quien esté dispuesto a descubrir la magia de una aleación rara y difícil de resolver entre sentido musical y dramaturgia, esta ópera es una joya. Hay, sí, referencias discretas a atmósferas musicales faro del siglo XX; no son secretas las reminiscencias de Stravinsky (como el eléctrico inicio de la ópera), un compositor que está lejos de haber agotado su crédito para los creadores actuales, o a su querido maestro Olivier Messiaen, y seguramente muchas más.
Pero lo que Benjamin propone es mucho más sencillo: hace bien lo que sabe hacer bien, y como es un músico de un talento infinito, todo suena maravillosamente, tanto si se trata de combinaciones instrumentales de imbricada sonoridad como si nos propone atmósferas expresivas de significado dramático.
En lo que respecta al tejido instrumental, ahí Benjamin se encuentra en un campo de fertilidad sin límites. Su pequeña orquesta contiene instrumentos de versatilidad tímbrica delicada: mandolina, banjo, címbalo; junto a grupos de sonoridad casi telúrica, dos clarinetes tenores (o cornos de bassetto), un clarinete contrabajo, una flauta baja. Y todo ello con un efectivo de quince músicos.
También es verdad que el prestigio internacional de Benjamin le permite contar con los mejores, y si el estreno y siguientes representaciones (incluida la grabación), los ha realizado con el Ensemble Modern, ahora es la London Sinfonietta la que continúa el proyecto, y la que ha traído esta joya a Barcelona con la sabia dirección de Franck Ollu.
En suma, que con esta ópera Benjamin se ha situado en una posición de dramaturgo musical capaz de enfrentarse a lo que el destino le proponga. Y es significativo que el propio compositor haya declarado que, en contra de sus hábitos, esta ópera la compuso con mucha rapidez.
Pedagogía desde la programación
Pero si Benjamin ha decidido no atacar de frente a la fortaleza de la ópera y ha preferido quedarse en los pródigos límites de lo que casi es una ópera, consiguiendo con ello un resultado híbrido de calidad máxima, hay que reconocer los problemas de concepto que siguen planteando estos “híbridos”.
Prácticamente todas las óperas cortas o de pequeño formato desarrolladas a lo largo del siglo XX han planteado conflictos con el denominado gran repertorio; es el caso de todas las que ya he citado y podríamos añadir las de Ravel, la de Bartók, las experimentales de Schoenberg (pese a su dificultad, es más habitual programar Moses und Aron que la brevísima La mano feliz), las del Grup des Six o Satie, etc. Y, por supuesto, podríamos alargar la lista hasta nuestros días.
Quizá el origen del problema se sitúa en un punto crítico: cuando el aficionado se ve en la disyuntiva de interrogarse si eso es ópera, comienzan los problemas. Por ello, las instituciones de gran tamaño (que, por definición, son de carácter público) deberían extremar el esfuerzo pedagógico. Pero éste no consiste en acciones obvias, o no sólo: conferencias, presentaciones, etc. La pedagogía comienza con la inclusión, por problemática que sea, de las nuevas o poco conocidas producciones en el canon del repertorio.
El Gran Teatre del Liceu ha tenido el arrojo de programar esta ópera reciente en su actual temporada, pero el Foyer es, por definición, un lugar de tanteos, de minorías; y el mensaje queda borroso: estamos probando. El Foyer del Liceu tiene una capacidad de menos de 300 butacas y, aunque es atractivo como espacio (problemas de aislamiento acústico aparte), lanza el mensaje de que lo que allí se ve y oye es una hipótesis.
Cierto es que la cosa tiene mala solución, una ópera de 40 minutos, quince músicos y dos cantantes sin apenas acción no puede tener cabida lógica en la gran sala; de hecho, es ya un mérito que merece elogio que la programen, y algo así ha sucedido en otras ciudades europeas.
Pero si se trata de enfrentarnos a un confusionismo que frena y desmerece a algunas de las corrientes líricas más vivas del último siglo, hay que afrontar el desafío. Quizá ese Foyer podría tener una línea permanente de producciones, lo que lanzaría el mensaje al aficionado de que “otra” ópera es consustancial al mantenimiento del género.
Se podría pensar que estas consideraciones son innecesarias o cogidas con papel de fumar, pero el despliegue de información que ha cubierto este estreno español de Benjamin denota ese estado de zozobra que sobrevuela la renovación de la ópera. Me refiero a un extenso despliegue publicado en el principal diario catalán, La Vanguardia: ¡dos páginas!, de las cuales dos terceras partes desenfocan por completo el tratamiento del estreno. “Ópera en la era Twitter”, es el título, a partir de ahí, todo es un batiburrillo de consideraciones respecto a si el signo de los tiempos pide óperas cortas porque vivimos una época dominada por… bla, bla, bla…
Curiosamente, en medio de tanta palabrería se esconden reflexiones que caminan en la buena dirección: “…las programaciones son auténticos encajes de bolillos, con escasa cabida para nuevas producciones. El Liceu, por ejemplo, se debe todavía a los clásicos, si bien revisados con criterios escénicos del siglo XXI. Y aún recupera los grandes títulos del siglo XX (Britten, Shostakovich, Korngold). Lo que queda para la camerística es poco: un título cada dos años. Con todo, ¿con qué otros escenarios cuenta Catalunya? ¿Y Madrid?”
El problema principal de este despliegue realizado por redactores generalistas y, sin duda, con las mejores intenciones, es que deja al público ante un estado de desconfianza permanente: ¿Qué es ópera? ¿La ópera actual debe ser corta porque vivimos tiempos acelerados? Y si es así, ¿qué clase de entidad artística es esa? ¿Eso es bueno o malo? ¿Nos va a gustar o no? Sólo se sale de la incertidumbre con una línea sostenida de programación de esa “otra” ópera.
“Otra” ópera que incluye desde La serva padrona, de Pergolesi hasta cualquiera que tenga características ya sea de cámara o de formatos no habituales, ¿acaso La serva padrona se programa en la gran sala, y si no es así está condenada al olvido? La redactora del artículo antedicho se pregunta sobre otros escenarios de Catalunya, pero hay una respuesta anterior a esta cuestión: tienen el Foyer del Liceu (lo de Madrid no viene a cuento ahora).
En fin, no se trata de cuestionar ahora a quienes han hecho bien lo que tenían que hacer en esta ocasión; se trata únicamente de poner el dedo en la llaga respecto a los problemas que plantea situar la nueva ópera en su contexto. En todo caso, y de momento, considero indispensable dar cuenta de que Into the Littel Hill, de George Benjamin, ha sido presentada en España en una loable iniciativa del Liceu de Barcelona y que ha dejado la impresión de que se trata de una ópera prodigiosa y que cautiva al auditor en un modo que resulta casi inexistente en otras obras recientes sin que, además, haya hecho la menor concesión a un lenguaje fácil o nostálgico. Gracias George.
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