ANTONIO LLOPIS Y LA BÚSQUEDA DEL OLVIDO
El bello y dramático entorno de la depresión de la calle Segovia de Madrid, entre las Vistillas y los jardines-barrancos de la Catedral de La Almudena, ha sido el último escenario de la vida de uno de los más grandes actores españoles, Antonio Llopis.

Foto: Antonio Llopis, autorretrato, 1986
Tras una estela legendaria en el teatro independiente madrileño, a partir de los años sesenta, y un intento permanente de realizar un imposible, la reconciliación entre la inteligencia emocional, base de la técnica artística recibida del maestro William Layton, y el uso del cuerpo en sus variantes de la danza y el movimiento, el más grande actor español de la técnica Stanislawski ha conseguido dar fin a una voluntad de ostracismo que dice tanto de la perplejidad de las tensiones interiores del genio como de la lucidez ante las miserias de la popularidad cuando uno se marca un objetivo que debe llegar hasta los confines de la tormenta interior en busca de la creatividad.
Antonio Llopis tenía 65 años. Ha dejado atrás una historia que se funde en la bruma del recuerdo de los que vieron, hace 37 años, su deslumbrante interpretación de Jerry, en La historia del zoo, de Edgar Albee, y poco después, la del electrizante Kaliaiev de Los Justos, de Camus. Quien esto firma no ha visto nunca mejores interpretaciones realizadas en un entorno en el que abundaban los actores y actrices extraordinarios. Estos montajes de leyenda se realizaron en el TEI a principios de los años setenta dirigidos por su maestro, otra leyenda, William Layton.
Llopis había trabajado antes en Buenos Aires, donde amplió estudios con Lee Strasberg y se había embarcado en una tomentosa compañía teatral dirigida por Renzo Casali. Tras su genial paso por el TEI, del que no llegó a formar parte, se embarcó en proyectos más personales, CIT (Centro de Investigaciones Teatrales) y posteriormente el Teatro de la Danza. En estos grupos, Llopis derrochó toneladas de energía para poder encontrar una simbiosis entre las técnicas actorales en las que ya se había revelado como el “James Dean” de la escuela de Layton y una estilización corporal que lindaba con la danza contemporánea.
No estoy capacitado para decir si lo consiguió, pero sí para afirmar que derrochó su formidable capital de talento, alumbrando de paso el advenimiento de otros talentos (alumnos y colegas) como Luis Olmos, Roberto Álvarez, Amelia Ochandiano, Juan Pastor y muchos posteriores alumnos más que han reconocido el magnetismo de sus enseñanzas y su ejemplo personal. En ambos intentos tuve el honor de colaborar como músico, en el CIT como músico de una experiencia tan rica en enseñanzas como pobre en medios, Salomé (Wilde y dramaturgia propia), y en el Teatro de la Danza como compositor invitado en el exuberante montaje La extraña tarde del Doctor Burke (Smozek).
Los últimos años de Llopis han sido difíciles y hablan mucho de una suerte de caída del héroe. El mejor actor español surgido en la cantera del teatro independiente, el maestro de actores, el coreógrafo y visionario de un imposible encuentro entre la danza y la verdad absoluta del actor stanislawskiano (para el que no hay actuación sino encuentro entre la realidad emocional del que sale a escena y el tiempo real de la representación) se había calcinado en la insensata aventura de la búsqueda de una forma artística que fuera una plasmación de la verdad existencial.
Si los que hemos conocido sus sobrecogedoras interpretaciones y nos hemos dolido con sus posteriores dificultades difícilmente lo podremos olvidar, es más llamativa su ausencia de proyección en la cultura española. Su voluntad de ostracismo ha sido, a la postre, su mayor éxito en un país con tanta facilidad para el olvido y la marginación de sus mejores. Sólo la conmovedora y, por una vez, generosa semblanza que El País le ha concedido a su valiente colaboradora Rosana Torres ha hecho justicia a la descomunal importancia de Antonio Llopis.
Pero quizás el símbolo del campo de ruinas que el gran actor venía preparando cuidadosamente se encuentre en la sobrecogedora absurdidad de la ceremonia de su cremación en el Cementerio de la Almudena. Un sacerdote “friki”, que hubiera sido perfectamente representado por “El Brujo” se enfrentaba a un público para él desconocido e informe al que intentaba animar con fórmulas gastadas y el ánimo bien dispuesto para concluir en diez minutos.
Entre ese público atónito y profundamente dolorido había amigos y colegas como Luis Olmos, Ana Belén, Juan Pastor, Rosana Torres, Roberto Álvarez, Teresa Valentín-Gamazo, Amparo Valle y sus hijos Jaime y Coque Malla, Alicia Sánchez, Amelia Ochandiano, Mundo Prieto, Juan Gómez-Cornejo y un buen nutrido etcétera. Todos asombrados ante el absurdo teatral y ceremonial brindado a un gigante de la escena española al que se despedía con una pobreza conceptual y material que deja el entierro de Mozart como de primera categoría. El atormentado Jerry (de La historia del zoo), no hubiera firmado mejor despedida.
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Conocí a Antonio en los 90. Fue mi profesor durante tres inolvidables años, en los que aprendí mucho, no sólo de interpretación, sino de la vida. No voy a elogiarlo como actor o profesor porque por muy bueno que fuese, que lo era, era muchísimo mejor persona. Sólo puedo decir que, a pesar la distancia y el tiempo, siempre estuvo presente en mis pensamientos y mis actos y que cuando supe de su desaparición, me o es que dejo huérfana. La ironía de todo esto es que todos los que lo conocíamos lo queríamos, pero siempre estuvo solo. Cr