María Dueñas ‘emBrucha’ el ADDA de Alicante
Deutsche Kammerphilharmonie Bremen. María Dueñas, Violín / Paavo Järvi, Director. 17 de abril. ADDA. Auditorio de Música de Alicante
Idílica versión del Primer Concierto de Max Bruch, junto a Paavo Järvi y la Kammerphilharmonie Bremen

Desafiando el mal fario el hada Dueñas hizo entrada en el ADDA de Alicante de riguroso amarillo. Homofonía perfecta. No es de extrañar que desde el primer compás (desde el sexto para ser exactos, partitura en mano,) el público sucumbiera al embrujo de Max Bruch, del Stradivarius Camposelice y por descontado de su titular, la violinista granadina María Dueñas. Un suspiro, un espejismo, un frenesí, ‘visto y no visto’, que el oyente lamentó no se prolongará en un inexistente cuarto movimiento. Sin duda el principal reclamo del programa con el que Paavo Järvi, la Deutsche Kammerphilharmonie Bremen y la solista andaluza giran por Europa desde hace unos días y que el pasado 17 de abril recaló en el auditorio alicantino en el marco del ciclo Passions.
La joven intérprete se adueñó del público desde ese sexto compàs, desde ese ad libitum que deja sin aliento a las primeras de cambio. El primogénito de los dos conciertos de Max Bruch para violín, tiene algo de quebranto (Bruch significa en alemán quebrado). Eso sí de quebranto impecable. Cada soliloquio sonó de trazo limpio, sin arista ni titubeo. Decidida y absorta, pero sin ser ajena la fragilidad del discurso: una María Dueñas consciente de que en cualquier momento el fino hilo del trapecista puede saltar por los aires, perder la vertical el monociclo, desvanecerse la burbuja.
Un primer movimiento en el que solista y tutti parecen librar batallas distintas, donde el violín, en primer término nos acerca la acometida heroica, mientras en lontanza la orquesta ornamenta un horizonte de humareda y nubarrones como en las pinturas bélicas flamencas. Un primer movimiento saciado de lirismo arrebatador, nada canónico, de estructura heterodoxa, en el que director y orquesta no perdieron el ojo ni el oído a la rapsoda andaluza. Järvi siempre al cruce, parapetando a Dueñas, para que ese relato no tuviera escisión y sonará de único trazo, ensamblado. He ahí el talento del director y de sus pupilos de Bremen, borrar los perfiles y las costuras, como si aplicaran un sfumato sonoro en las transiciones de solista a tutti y viceversa. Un todo.
El adagio contemplativo, otro oasis para que la invitada exhibiera técnica y expresividad, como quien respira. Exhalaciones que llegan más por lo arrebatador de su mensaje, que por el indudable virtuosismo que su ejecución conlleva. Lo de siempre, lograr naturalizar los pasajes más temerarios como el acto de respirar o andar, frases de una endiablada dificultad, como si tales artificios estuvieran al alcance de cualquiera. En la transición del segundo al tercer movimiento, ni rastro de cicatriz, deslizado, gleitend en el idioma de Bruch.
¿Y qué decir del allegro enérgico? Aquí se impuso el ímpetu, como debe ser. Vibrante intercambio de réplicas y contraréplicas, en el que orquesta y solista departieron a la perfección, con el pegadizo tema inicial reelaborado y camuflado con sabiduría y astucia por su compositor. María Dueñas abocada al descenso final, enardecida, para cosechar una sonora ovación final y condescender al público con dos propinas: un arreglo para violín solo de autor desconocido, la segunda. Antes, acompañada por la sección de cuerda de la Deutsche Kammerphilharmonie Bremen, interpréto Après un rêve de Gabriel Fauré. Al término de ambos bises, buena parte del público despidió en pie a la que sin duda está llamada a ser una violinista imprescindible de su generación. Tras la gira con Järvi, le esperan Dudamel, Eschenbach, Măcelaru y Honeck. Con eso está todo dicho.
Exquisita la educación del público. Es de agredecer el respeto escrupuloso de los tiempos en la liturgia del aplauso, especialmente ahora que se ha impuesto entre el hipsterismo centennial predicar con el libre albedrío de las palmas. Muchos solistas de corte moderno animan al público y apelan al flow y al subidón del momento para aplaudir cuando a uno se le antoje. Se imaginan el hechizo de Max Bruch hecho trizas por el arrebato palmero de algún espontáneo.
Schubert antes de Schubert
El número de catálogo Deutsch de sus dos primeras sinfonías, D28 y D125, denota su temprana escritura, la de un Schubert adolescente. Encofrada entre sinfonías, cual perla entre conchas, se acolchó la obra concertante de Max Bruch, ya reseñada.
Los dos primeros ensayos sinfónicos de Schubert (inéditos en vida del autor, había transcurrido casi medio siglo de la muerte de su compositor cuando se estrenaron en Londres) están lejos aún de la ‘Inacabada’ o de la ‘Grande’. Por el contrario, atesoran la asimilación del legado de la generación previa y su impoluta traslación a la partitura.
La Primera en Re Mayor destila Haydn por todos los poros. Una de esas obras que irradian positivismo, humor y oficio, en las antípodas del Schubert tardío del Winterreise. Järvi con su apuesta desenvoltura de gesto preciso desmenuzó sus cuatro movimientos sin salirse del guión, fiel al clasicismo vienés y sirviendo las incursiones del viento madera a modo de scherzi musicales. El joven Schubert intercaló en su menuetto un vals que hizo las delicias de los oyentes, antes de precipitar la sinfonía hacia su final.
De mayor enjundía se me antoja la Segunda Sinfonía en Si bemol mayor, que copó íntegramente el segundo ecuador, donde los ecos del Sturm und Drang se hacen más evidentes y la escritura orquestral gana en colorido, registro, sabiduría y personalidad. Compuesta en apenas tres meses, cuando su autor contaba 17 años, es probable que la partitura no fuera ajena a ciertas ingerencias de Antonio Salieri, por entonces su maestro. Un delicioso Tema y Variaciones, magistralmente pautado por el director estonio, vaticina la inventiva melódica que años más tarde inmortalizaría al gran liederista del romanticismo.
Paavo Järvi y sus pupilios hanseáticos se despidieron del público alicantino con una fugaz serenata para cuerda, que pudo ser Sibelius o algún otro compositor báltico o nórdico. El colofón perfecto para una primaveral noche mediterránea, en la que brilló por encima de todos el duende granadino.
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